Horizontes perdidos (1937) de Frank Capra. La cifra del destino.

Una parte importante del cine clásico norteamericano de las décadas del treinta y del cuarenta dio cuenta en las pantallas de un mundo autónomo, moralmente propuesto como salvación, independiente de los males externos. Fue una especie de anestesia estimulada por los sueños de la ideología de consumo y bienestar que tantos abrazaron cuando arribaron a una industria que parecía, al igual que el país, la tierra prometida. Así lo entendió un niño llamado Cicco Capra, nacido en un pequeño pueblo de Sicilia, Bisaquino, el 18 de mayo de 1897, y que en 1903 partió a EE.UU junto con sus padres y dos de sus cuatro hermanas. Como si fuera una película de la época, la vida convirtió al pequeño en Frank Capra, uno de los directores más representativos del período, generalmente asociado a una cierta idea de felicidad y a un optimismo que habría que revisar para ver si verdaderamente es tal como se describe. Pero eso sería motivo para un largo ensayo.

Lo que sí aparenta ser un gesto recurrente en su cine es el orgullo con que Capra defiende ese optimismo más allá de los resultados. Y en el pretendido sistema de valores que sostiene en ¡Qué bello es vivir! (1947) o Caballero sin espada (1939), por citar dos emblemas de esta actitud, siempre prevalece la posibilidad de que el cine ofrezca la esperanza de que el mundo pueda mejorarse. Para ello, la responsabilidad incumbe a quienes tienen fe en sus ideales. En este sentido, nada detiene a un personaje optimista de Capra, incluso en momentos de desesperación. Y esto expresa una de las claves del cine norteamericano de esas décadas, y que funda la ideología de décadas posteriores, para bien y para mal: “Creo que todo el cine propone la esperanza y dice que hay un porvenir para todos y que somos todos seres humanos con altibajos y que tenemos piedad los unos de los otros, y que hay esperanza en todos los rincones de las calles” (Capra, 1975). Por ende, la vida es bella, incluso maravillosa en la sala oscura, el lugar donde los sueños se hacen realidad, tan ilusoria como cuando vemos una bicicleta elevarse con la luna de fondo mientras un niño y un extraterrestre escapan del asedio humano, tan manipuladora como cuando un padre le miente a su hijo para evadir el horror de los campos de concentración.

Para Capra, no obstante, no hay felicidad posible sin libertad. De allí las campanas que frecuentemente inserta en sus películas junto a otros simbolismos. Y es el individuo aquel capaz de trascender su esfera cotidiana para llegar a la verdad. De toda su filmografía, fue Horizontes perdidos (1937) la que más lejos llevó lo anteriormente esbozado. Dos son los planos contrapuestos. Al principio, la selva oscura de Dante, un mundo en guerra donde el caos se expresa a través de ruidos, sirenas y una multitud de gente queriendo huir. Entre ellos, está el diplomático inglés Robert Conway (el representante de la civilización según la ideología que atraviesa a Capra) quien ayuda a abordar los aviones que llegan. En el último sube él con un grupo de personas que incluye a su hermano. El tema es que el avión es secuestrado y no saben qué ocurrirá. Mientras todos se desesperan, el diplomático saca a relucir el criterio de la moderación, ese criterio de vida que para el director es el único válido para enfrentar la sordera de la vida convulsionada, aún en los momentos más dramáticos. La cuestión es que la toma del avión es parte de un plan, un destino escrito que contempla la llegada a Shangri-La, una sociedad utópica oculta en el Tibet, agazapada en la transmisión de un saber espiritual que aguarda a que el mundo estalle para asomar como  posible renacimiento. Allí la gente no envejece y se preserva lo más importante del patrimonio cultural. Su líder es un Lama con el rostro parecido al Yoda de George Lucas (nada es casual en esta tierra de la industria). Conway es el elegido para ingresar y reemplazarlo cuando ya no esté. Pero eso supone, despertar a la conciencia y asumir la responsabilidad de tal elección (un ideologema que el cine norteamericano desplegó infinitamente en los relatos de superhéroes).

A partir del momento del arribo en Shangri-La, ese inicio mundano deriva progresivamente hacia una realidad aceptable cinematográficamente cuya moral se funda en el bien, la fe y la unidad. Y para tal mensaje planetario, Capra no escatima en acentuar una atmósfera sacra, de claridad lumínica y tinte onírico. Las dos escenas en las que Conway habla con el Lama, filmadas en una penumbra que alterna con la luz proveniente de una pequeña ventana, conforman una puesta en escena estilizada. La finalidad: que sintamos esa especie de Edén donde la paz reina, ese lugar que traza la utopía de Capra: “Amor y bondad hacia el prójimo pueden realmente ser las bases de la coexistencia pacífica entre vecinos. El rechazo del poder trae por fin la moderación en cualquier circunstancia.”  Solo la huida de la civilización puede conducir al ser humano a su salvación. Y esto no es evasión (como habitualmente se lo quiere mostrar). Es parte de una filosofía humanista, un surco que replica la misma voluntad del personaje Dante en La Divina Comedia, saliendo de su modorra terrenal para acceder a la trascendencia. Y es la misma disyuntiva del presente, reflejada en las contradicciones en la que nos debatimos, entre la vida enajenada y la vida reflexiva. Shangri-La es la respuesta de Capra en 1937, ante una Europa turbulenta y un EE.UU que se cree a salvo: un mundo de ensueño en el que la bondad, la fraternidad, la convivencia en paz, el bienestar continuo y la longevidad son parte esencial de todos. Conway halla allí la cifra de su destino.

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