Dos estrenos nacionales. Dos películas potentes.

Rancho (Argentina – 2021)
Dirección y Guion: Pedro Speroni

Hay algunos caminos apresurados y fáciles a la hora de comentar documentales carcelarios como Rancho. Uno de ellos es dejarlos pasar o resignarlos al gesto complaciente que consiste en afirmar que es un retrato donde se hace justicia en la manera que se muestra a los presos, una salida habitual que esquiva algunos complejidades. Otro es indignarse desde un lugar cómodo frente a una serie de relatos que son indigeribles para quienes solo ven las cosas desde una sola óptica, los mismos que se divierten con las ficciones de ladrones y de gánsteres, con sus anécdotas desaforadas de crímenes y robos, pero cuando ven un documental con personas huyen despavoridos. La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara en una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro.

El punto de partida es la palabra “rancho”. Con un fondo negro leemos las diversas acepciones de la palabra. Lo irónico es que la forma en que se inserta ese sustantivo (varias veces devenido en verbo) es parte del argot de la cárcel, en contraste con cualquier aproximación lingüística que provenga de fuentes académicas, incluido el diccionario. De este modo, “rancho” en la jerga es un vocativo o una acción que aparecen vinculados con convivencia forzada. Y esa convivencia forzada es la que muestran los primeros planos cerrados en espacios reducidos, claustrofóbicos, donde los cuerpos son escrutados por un registro omnipresente. A los gestos se le suman las palabras, porque un modo de supervivencia posible, aún en el mismísimo infierno, sigue siendo la posibilidad del relato. Y cada preso tiene sus historias, sus excusas, sus broncas y sus sueños. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para ser analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención. Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre. El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.

El fulgor (2021)

Dirección: Martín Farina

Las películas de Farina exceden cualquier categorización y no son secretas. Solo hay que hablar de ellas y defenderlas porque hacen honor al cine mientras tantos pugnan por pertenecer a alguna etiqueta o escuelita. El fulgor se presenta como un documental, sin embargo, la transformación alucinante de lo real que opera en su interior hace estallar todo intento de clasificación. Hay un arco observacional, signado por el maravilloso ojo fotográfico del joven director, que va desde una serie de tareas campestres hasta la celebración del carnaval en las calles de Gualeguaychú.   Los dos ámbitos, el paisaje rural y la fiesta son reformulados más allá de sus estereotipos y de las convenciones esperables porque lo que predomina es un culto a las sensaciones, la postulación de una otra realidad, la cinematográfica, en estado puro (como si volviéramos a las vanguardias de la década del veinte). Por un lado, las actividades del campo remiten a un naturalismo que no escatima en buscar belleza en aquellos lugares que muchos rechazarían, por ejemplo, la carne colgando, las achuras desparramadas o los restos consumidos por moscas. Por otro, ámbitos que son despojados de machismo en su significación y que habilitan una mirada diferente a partir de un montaje que fragmenta espacios y cuerpos en una lógica erótica (esa que tan bien ha trabajado Farina en sus películas). Ese erotismo contiene dosis de sensualidad y de misterio y apenas discernimos si lo que vemos es parte del sueño o de la vigilia, territorio de la razón mundana o de las proyecciones del deseo. Película de texturas, una sinfonía de colores y de sonidos, y de una potente originalidad que confirma una vez más la solidez del realizador.

elcursodelcine

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