Elvis, de Baz Luhrmann (2022)

El afán celebratorio en torno a la última película de Baz Luhrmann puede que tenga que ver con razones difícilmente rebatibles. La primera es Elvis. Hay que ser muy torpe para que un ídolo popular sea maltratado en pantalla o deje un sinsabor perdurable en la retina o en los oídos. Algo siempre habrá más allá de las exageraciones, las miradas subjetivas y las decisiones estéticas. Pienso en The Doors (Oliver Stone, 1991), o las recientes Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) y Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018). En todas ellas, las canciones sostienen momentáneamente todas las debilidades que comparten: narcisismo, retratos excesivos de las figuras principales, ridiculización y menosprecio de los músicos acompañantes y agujeros biográficos varios. Y no es que el cine deba responder al imperativo categórico del realismo (allí está la genial I’m Not There de Todd Haynes, 2007), pero estos productos audiovisuales no parecen ir más allá de buenos diseñadores con aspiraciones cinematográficas. En este sentido, en Elvis se encuentra a pleno el universo Luhrman, un cine de carácter informatizado en el que la cámara se mueve del mismo modo que los dedos en una pantalla de celular o un mouse, plagado de movimientos arbitrarios (la velocidad hace a la indiferencia), una orgía audiovisual que hipnotiza y neutraliza cualquier intento de respiración en el plano. Para muchos es una virtud, para otros (entre quienes me incluyo) un vértigo que fomenta un goce evanescente que se disipa segundo a segundo. La película (sobre todo en su primera mitad) deja afuera toda actividad especulativa; cualquier intento por recorrer un plano resulta infructuoso; aun en el despliegue decorativo, en las interminables manifestaciones de lujo, dignas de las mejores revistas de moda, el Luhrmann diseñador evita que descansemos ante su idea de belleza mundana y su calentura con el personaje.

La cáscara que envuelve lo anterior es una estructura narrativa fundada (una vez más) sobre ese pilar que tan bien explotan las películas americanas con estrellas o mafiosos como protagonistas, el asenso y la caída estrepitosa. El estereotipo es el molde que mejor le calza a las intenciones de un director preocupado por su megalomanía (de allí que Elvis sea funcional a una intención y pueda ser reemplazado por cualquier otra figurita), al igual que los diálogos explicativos, obtusos y plagados de lugares comunes. Pero hay un rasgo distintivo, presuntuoso y torpe. Se trata del registro enunciativo. Que la historia sea narrada por un tipo despreciable como el coronel Parker no es un problema. El inconveniente es la forma y la ideología pacata de tal elección. Nunca me gustó Tom Hanks (claro está, es un problema mío). Caracterizado de modo grotesco, se supone que es un tipo siniestro, pero es un forrest gump inflado con la voz de Woody. Sería un espejo deformado, ni siquiera invertido, de Harry Quinlan, el legendario personaje de Orson Welles en A Touch of Evil (1958), pero a Luhrmann no le da ni siquiera para pensar una tradición. Es más, comete la holgazanería de replicar la historia estadounidense con la misma complacencia de los peores productos industriales, con la ilusión impostada de trazar puentes entre negros y blancos en supuesta armonía y haciendo enojar como chiquillos a los personajes ante noticias atroces. Todo queda igualado ante la paleta barroca, netamente sensorial en Elvis. Elegir a Hank para el papel del Coronel para decirnos que él no tuvo la culpa de su muerte sino nosotros (porque Elvis se entregó a su público) es una de las boludeces más grandes que puedan escucharse de una voz que, se supone nefasta, y no deja de ser la de un juguete de Toy Story (1995). Peor elección, imposible. O mejor dicho, funcional a cómo una parte del cine norteamericano nos habla de Historia.

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