La revolución es un sueño eterno. Sobre Salario para matar (Il mercenario), de Sergio Corbucci, 1968.

Sergio Corbucci fue un genio. En 1968 dirigió Salario para matar (Il Mercenario). Año emblemático si los hay y allí están los manuales para indicar qué películas importantes podemos hallar como reflejo de los acontecimientos que sacudieron al mundo. Sin embargo, en términos de ideología siempre los géneros aportarán mayor desenfado y libertad, cuando otros desean encerrarse en la cárcel del lenguaje.

Un mercenario es contratado para proteger al propietario de una mina en el transporte de plata a lo largo de la frontera de Texas en los tiempos de la Revolución Mexicana. Franco Nero, “el polaco”, ofrece sus servicios, porque siempre hay alguien que necesita un hombre experto en armas. La primera y grandiosa paradoja: no hay revolución sin capital. Como tampoco existen quienes hagan la revolución sin un capital intelectual detrás. Allí está Pancho Román, el líder de la banda que roba a los ricos para repartir entre los pobres, no antes sin quedarse con los mejores tributos. La ambigüedad cotiza en oro para Corbucci y con elegante insidia desnuda un cuadro de contradicciones de principio a fin, del mismo modo que se atreve a romper con estereotipos en esta especie de Zapata Western en el que el villano Ricitos (inolvidable Jack Palance) hace gala de una velada feminidad.

Además de un duelo final memorable y la música de Morricone que dignifican al spaghetti western , dentro del marco genérico, Corbucci se permite relegar el plano de la acción para insertar diálogos cargados de sarcasmo e ironía. Uno podría pensar que toda la película fue concebida para llegar a un momento extraordinario, aquel en el cual Franco Nero utiliza un cuerpo para explicar la dinámica social del mundo. Mientras libros y libros alegan argumentos y otras voces discuten eternamente en sus jaulas de cristal, una metáfora burda (pero al fin y al cabo qué metáfora no lo es) nos desvela: “los ricos son la cabeza, los pobres el culo y la espalda la clase media”. Y si bien es un modo describir a la sociedad mexicana de 1910, cabe la réplica para fines de los sesenta en Europa y fundamentalmente en Italia: la clase media, que siempre une la cabeza con el culo, hace de la revolución una farsa.

Entonces, la cuestión no es por qué debe haber una revolución, sino en qué condiciones puede llevarse a cabo. En esa tensión entre revuelta y dinero se juega el destino de una máquina que es susceptible de deconstruirse. Quien quiera oír, que oiga, parece decirnos Corbucci.

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