37 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Apostillas 1

Los tiempos de un Festival generan la imperiosa necesidad de decir algo. Es muy difícil encontrar un espacio de reflexión argumentativa justa y con fundamentos sólidos, pero hay allí una semilla que permite ver ciertas intuiciones. Y estas intuiciones, transformarse luego en otros textos que vendrán a completar una visión más tranquila y depurada de la cuestión. Van aquí las primeras impresiones, comentarios al paso, de lo visto.

Dos visiones en pugna que, acaso, en la actualidad estén separadas por una brecha cada vez más amplia. Imperio de la luz, de Sam Mendes, elige como marco un cine, pero prefiere hablar de otras cosas más caras a la sociología: enfermedades mentales, discriminación, crisis económica, los brotes derechosos, etc, etc. En un momento pensé que aparecía Frances McDormand dando un discurso, pero era Olivia Colman. Cine para educar en valores según la agenda global. Mendes hace su película de rodillas para redimirse de Belleza americana (película hoy doblemente cancelada, por actor y por tema) y acumula todo lo que se quiere escuchar. En Mandíbulas de Quentin Dupleux no está el espacio físico de la sala cinematográfica, pero hay mucho cine en sus imágenes setentosas y en patrones que dan forma a la historia, de índole surrealista, abiertos al azar y a la arbitrariedad como principio constructivo. Toda la libertad que transmite la segunda contrasta con la vulgaridad encorsetada de la primera.

Un par de tipos de gendarmería dicen en un fragmento de la película que el mundo está desquiciado. En esa frase se resume la propuesta de Dupleix, pero se trata de un desquicio productivo, ameno entre tanta sordidez festivalera. Con una estética y un desarrollo que recuerda a películas bizarras de bajo presupuesto de décadas anteriores, los patrones que dan forma a la historia son de índole surrealista, abiertos al azar y a la arbitrariedad como principio constructivo. Dos rufianes simpáticos y amigables son contratados para trasladar un maletín de un punto a otro. Sin embargo, el hallazgo de un moscardón de enormes proporciones altera los planes cuando creen poder domesticarlo para robar un banco. Todo el derrotero es un cúmulo de placeres visuales y fetichistas donde no prima ninguna exigencia explicativa y sí ciertos personajes desopilantes. Probablemente, muchos verán en esta hermosa locura una especie de Tonto y retonto a la europea, pero no debería ser menor la posibilidad de entregarse a la aventura en la que por mucho tiempo recordaremos a una tal Dominique y a una extraordinaria Adèle Exarchopoulos gritando, acusada de comerse un perrito.

Tenéis que venir a verla, de Jonás Trueba. Antes que un argumento, parece ser una necesidad: elaborar una instantánea de dos parejas jóvenes que se reencuentran en tiempos inmediatos a la pandemia. Apenas dos bloques temporales y espaciales le alcanzan a Trueba para armar un recorrido a base de diálogos, pero fundamentalmente de silencios. La dimensión de lo no dicho genera una especie de malestar y de melancolía que las mismas imágenes se encargan de transmitir. En este sentido se trata de la representación de un estado de ánimo, de la voluntad por apresar lapsos de vida con cierto aire a lo que hizo en su momento Eric Rohmer con algunos de sus cuentos morales y proverbios. Entre Madrid y el campo, la misma cotidianeidad asoma como un cúmulo de dramas y de sutilezas que encuentran en el medio alguna escena antológica, como aquella en la que los cuatro personajes caminan por una naturaleza abierta e indescifrable, momento de luminosidad pero de tristeza al mismo tiempo. No hay nada que explicar, solo dejarse llevar por este ejercicio que, alejado de sólidas convenciones narrativas, combina razones de intelecto con otras más profundas, las del corazón y sus incertidumbres,. La pequeñez y la modestia son sus motores.

La película As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen contiene todos los elementos de la escuela contemporánea de la sordidez. Presa del cálculo formal, transmite una potencia y una tensión que no deja indiferente, posee momentos de fuerza visual, saturada de colores fríos, y una problemática que si bien explota el thriller también sirve para abonar tesis sociológicas. Estamos en una aldea perdida de Galicia, un microcosmos en el que se enfrentan dos modos de vida. Una pareja francesa se instala en búsqueda de un horizonte, un plan de evasión del mundo capitalista para generar sus propios recursos con su huerta. La negativa a firmar un convenio que permita a una empresa a explotar el territorio, genera en sus vecinos (lugareños desde hace setenta años) la ira y el acoso permanente. Por momentos, la incomodidad se percibe en carne propia y recuerda a algunos clásicos norteamericanos de los setenta con temática similar, en la que un núcleo familiar se ve alterado por la pesadilla de los otros. El estado de violencia que se genera parece encontrar sus razones en una visión naturalista: el medio es el que determina el comportamiento bárbaro de los humanos y no hay escapatoria, sobre todo si fuera de campo se huelen los embates del mercado, llegando incluso a las zonas más inhóspitas. En el fondo, y para evitar un maniqueísmo burdo, todos tienen sus razones. Unos pretenden salvarse temporalmente desde el punto de vista económico porque nunca han tenido nada; los otros eligen una tierra para encontrar un modo de vida diferente. No obstante, la trampa está en una escena inicial que predispone a asociar a los aldeanos como las bestias del título y una secuencia final que le guiña el ojo a los imperativos de la época.

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