37 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. APOSTILLAS 6

Hasta los huesos de Luca Guadagnino

El motivo de dos jóvenes escapando por las carreteras de EE.UU. es recurrente en la cinematografía americana y ha atravesado diversos contextos y moldes genéricos, desde los motoqueros de Easy Rider para marcar el fin de una era de amor y paz, pasando por los Días de gloria y Badlands de Malick y su visión de los setenta, hasta los excesos de Lula y Sailor en Corazón salvaje de Lynch, una revisión paródica del cine clásico. Guadagnino ubica su historia en la década del ochenta e inunda sus imágenes con colores que traducen cierta melancolía. Se despacha la cuestión política con algunos televisores donde se cuelan malas noticias. Es el contexto de una América donde los jóvenes repiten esquemas de consumo, deambulan como zombies por los pasillos escolares o buscan algún horizonte donde encajar en medio de familias disfuncionales. Pero en ese marco social, introduce la variante de canibalismo. Es decir, hay una especie que, por motivos que no se explican, siente el deseo de comer humanos. Se reconocen y se huelen entre ellos, a tal punto que, en vez de enfrentarse, se buscan solidariamente. En este mapa, la pareja protagónica iniciará un viaje con diversas paradas donde alternarán los problemas que se les presentan y los propios recuerdos de pasados traumáticos. Si bien hay pasajes donde se producen lagunas narrativas o recurrencias propias de esta clase de relatos, lo mejor del director siguen siendo esas atmósferas de alegría momentánea donde se conjugan elementos fetichistas propios de la década con lapsos de felicidad en los vínculos que mantienen los personajes, además de ese tinte crepuscular propio de quienes están condenados a vivir el amor a cuenta gotas. También hay buenos resquicios para el terror, sobre todo en la patética figura de un tipo con trencitas llamado Sully, magistralmente interpretado por Mark Rylance. Un oscuro melodrama donde cabe la famosa frase que sirvió de título en una de las películas del maestro Fassbinder, solo quiero que amen, pasada por la licuadora de Eat me alive de Judas Priest, una referencia no tan antojadiza si se tiene en cuenta el guiño a Lick it up de Kiss en una escena memorable.

No bears, de Jafar Panahi

La vida de Panahi, encerrado en su propio país desde hace años y privado absurdamente de la libertad, es un laberinto kafkiano que no le ha impedido filmar y distribuir clandestinamente sus películas. Como si de la magnífica ironía de Dios se tratase, a juzgar por uno de los poemas más conocidos de Borges, el realizador iraní ha encontrado aún en esta circunstancia un precario sistema de producción para que su condición de artista no cese. Y lo ha hecho con ingenio y valentía, acentuando incluso los espejos entre realidad y ficción, esa marca característica de una cinematografía que supimos conocer tardíamente. El comienzo de No bears es parte del engaño: una pareja prepara sus pasaportes para salir del país. Cuando estamos sumergidos en la ilusión, se escucha corte. Se trata de un rodaje pautado y manejado remotamente por el propio Panahi con una computadora desde un pueblo fronterizo con Turquía, el lugar donde se encuentran sus actores. Por supuesto, esto es solo la punta del iceberg. A medida que avance la trama, la dimensión dramática de una historia que intenta armarse pese a las dificultades se alterna con los inconvenientes que padece Panahi con los lugareños a raíz de una supuesta foto que tomó y que es crucial para resolver el litigio entre dos familias. Situaciones absurdas y un tono que incluye al humor como posibilidad de resistencia funcionan a la manera de un escudo frente al carácter ridículo de tradiciones que se niegan a cambiar, rituales propios de órdenes autoritarios e historias folklóricas que buscan el control político. De modo tal, que la película construye un arco que va desde la incomodidad hasta la impotencia, expresada magistralmente al final con un gesto que bien puede extrapolarse al presente del director.

Walk Up, de Hong Sang-soo

Comer, tomar, fumar y hablar. Y la vida es todo lo que pasa más allá de esos rituales. El  método del director surcoreano ha sido infalible en gran parte de su filmografía: cámara fija, apenas algún zoom en busca de sus personajes, encuentros fortuitos, secuencias extensas de diálogos y el paso del tiempo difuminado por elipsis. Claro está, esto no significa que la fórmula siempre dé como resultado la misma fuerza en sus películas. Y ésta es un ejemplo sin que ello signifique que su minimalismo no sea seductor, sobre todo porque los personajes también lo son. Ocurre que la repetición formal no siempre hace la diferencia y la canción sigue siendo la misma. El protagonista es un cineasta en la encrucijada de no encontrar fondos para filmar. Llega con su hija a la casa de una diseñadora de ambientes para que le dé a la joven consejos para su carrera. Este es el principio de una serie de movimientos (a modo de una pequeña sinfonía) donde diversas conversaciones permiten develar sutilmente las frustraciones internas. Cada encuadre de Hong es un velo detrás del cual hay que hurgar por los secretos; el tema es la paciencia para hacerlo dada la duración de los planos. No obstante, más allá de la cadencia de la repetición, continúa siendo magistral el modo en que imperceptibles cortes dan paso a elipsis y entonces el tiempo, en un sentido cronológico, es una ilusión. Pero para que la cosa funcione, también el espacio está integrado al procedimiento. Vemos al protagonista en ambientes distintos en cada capítulo aunque nunca supimos exactamente cuándo se produjo la variación. Pese a todo, igual Hong regala al final una perlita.

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