Películas en espejo. Una lectura de As Bestas (Rodrigo Sorogoyen, España, 2022) y Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, EE.UU, 1971)

«Debemos concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha consistido no en una mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino en el miedo mutuo de todos entre sí». (Thomas Hobbes)

En el año 1997, Martin Verfondern, un holandés de origen alemán, se asentó junto a su esposa Margo Pool en una remota aldea en Galicia llamada Santoalla. En aquel recóndito lugar solo había dos casas, en una vivía la pareja y en la otra la familia Rodríguez, formada por Manuel O Gafas, el padre, Jovita, la madre y sus dos hijos, Juan Carlos y Julio.

Al principio, la convivencia entre ambas familias era buena, pero todo cambió a raíz de una disputa por un asunto de dinero relacionado con la propiedad del monte comunal y la venta de unos pinos. Así empezó una tensa relación con sus vecinos que llevó al holandés a colocar cámaras en su casa cuando empezó a temer por su vida.

Todo esto se encuentra documentado en Santoalla (2016) de Daniel Meher y Andrew Becker, un registro del conflicto que abarca sus diversas etapas, montado de manera tal que pueda verse, incluso, como un policial.

Seis años más tarde, una potente película retoma el caso, amplifica, distorsiona y recrea a favor de una ficción de cuño naturalista que si bien da cuenta de un estado del mundo en un microuniverso particular, también se permite citar zonas del cine norteamericano de los años setenta.

En principio, As bestas contiene todos los elementos de la escuela contemporánea de la sordidez. Presa del cálculo formal, transmite una potencia y una tensión que no deja indiferente, posee momentos de fuerza visual, saturada de colores fríos, y una problemática que si bien explota el thriller también sirve para abonar tesis sociológicas. Estamos en una aldea perdida de Galicia, un microcosmos en el que se enfrentan dos modos de vida. Una pareja francesa se instala en búsqueda de un horizonte, un plan de evasión del mundo capitalista para generar sus propios recursos con su huerta. La negativa a firmar un convenio que permita a una empresa a explotar el territorio, genera en sus vecinos (lugareños desde hace setenta años) la ira y el acoso permanente. Por momentos, la incomodidad se percibe en carne propia y recuerda a algunos clásicos norteamericanos de los setenta con temática similar, en la que un núcleo familiar se ve alterado por la pesadilla de los otros, en este caso, dos hermanos que gradualmente planificarán un modo de vida imposible para las intenciones civilizadas del francés. Las mejores escenas, aquellas que bordean genéricamente el terror, construyen un derrotero insoportable, y el mérito principal es el pulso del director por acrecentar la sensación de violencia que se huele en el ambiente.

Fue Thomas Hobbes quien habló del origen de la voluntad de dañarse mutuamente:

«La voluntad de dañarse, propio del estado de naturaleza, está en todos los hombres; sin embargo, no procede siempre de una misma causa y no es en todos los casos igualmente censurable. Hay quienes, reconociendo nuestra igualdad natural, permiten a los otros aquello que toleran para sí mismos. Es un efecto de la modestia y justa estimación a sus propias fuerzas. Hay, en cambio, otros que se atribuyen una cierta superioridad, y quieren que todo les sea permitido y todo honor atribuido. Ahí comparece su arrogancia. En éstos, entonces, la voluntad de dañar nace de una vanagloria y una falsa estimación de las propias fuerzas. En aquéllas, en cambio, esa voluntad procede de una necesidad inevitable de defender sus bienes y su libertad contra la insolencia de los arrogantes.”

Y este estado de violencia que se genera parece encontrar sus razones en una visión naturalista: el medio es el que determina el comportamiento bárbaro de los humanos y no hay escapatoria, sobre todo si fuera de campo se perciben los embates del mercado, llegando incluso a las zonas más inhóspitas. En el fondo, y para evitar un maniqueísmo burdo, todos tienen sus razones. Unos pretenden salvarse temporalmente desde el punto de vista económico porque nunca han tenido nada; los otros eligen una tierra para encontrar un modo de vida diferente. También las mujeres poseen sus razones e irán creciendo en importancia. Primero, la esposa, aguantando estoicamente cada embate de los vecinos, poniendo límites a su marido a fin de controlar una obsesión y haciéndose cargo en distintas circunstancias de las tareas que demanda el estilo de vida escogido. Luego, la hija del matrimonio, quien no termina de entender la necesidad de sus padres de recluirse en ese lugar. Su reclamo también aparecerá contextualizado en distintos lapsos de la historia.

Otra lectura puede hacerse en relación a qué ocurre con esos espacios alejados de la idea de bienestar capitalista, con sus habitantes olvidados y estancados en una historia que se repite a través de los siglos. La necesidad de huir está latente. Pero también qué pasa con aquellos que se escapan de los centros urbanos para dar forma a utopías que arrastran a quienes no quieren formar parte de ella. La economía siempre genera grietas, aún en los lugares más inhóspitos y la condición humana aflora en su doble naturaleza de creación y destrucción.

“La guerra sorda que comienza entre Antoine y los hermanos se parece a un combate antiguo, a un enfrentamiento mitológico entre bestias y humanos en el que no queda claro quién es el Minotauro y quién será su matador. La primera impresión que pone a los hermanos Anta en el lado de las bestias, puede ser relativa. El descomunal Antoine tiene las dimensiones físicas de un oso y las pretensiones de un ciudadano dispuesto a luchar por la civilización. Pero, ya planteada la lucha en toda su dimensión salvaje, ¿es justa su obcecación ecologista? ¿Su empeño por aferrarse a un pedazo de tierra que podría encontrar en cualquier otro lado? Su empecinamiento implica condenar a los hermanos a la miseria. Xan (el notable Luis Zahera)lo dice en una de las escenas cruciales; él quiere ser un hombre. Antoine, el satisfecho, el culto, el del estómago lleno, se lo impide. Es la Europa próspera que impuso su poder a sangre y fuego como ahora quiere imponer por la fuerza de la hipotética razón, sus valores que ocultan un pasado de rapiña y crueldad.” (Eduardo Rojas, Hacerse la crítica)

La lucha que sostienen es de un primitivismo mitológico capaz de sacudir los montes (los paisajes dicen y mucho en la película, son testigos tormentosos de lo acaecido). Allí también está el lado oscuro de Europa, el de una parte de España, en este caso, que nunca será parte de la Unión Europea. Por otro lado, la película escenifica el eslabón de un conflicto mayor entre España y Francia, histórico, y de cómo el complejo de inferioridad frente al poderío galo se manifiesta en estos microcosmos, como la charla en un bar.

“Hobbes observó que, en estado natural, la igualdad básica de las capacidades de los hombres crearía un conflicto en la obtención de objetivos esencialmente iguales entre los hombres y agregó que “si dos hombres desean la misma cosa, que no obstante no puedan poseer ambos, se convierten en enemigos”1. Mientras exista dicha condición “sin un poder común que los mantenga sometidos por temor”, expresa Hobbes, los hombres se encontrarán en un estado de “guerra de todos contra todos”, y describe con gran elocuencia el resultado de tal estado: Por lo tanto, cualquiera que sea la consecuencia de una guerra, donde todos son enemigos, ello es resultado del periodo en el que los hombres viven sin otra garantía que lo que la propia fuerza, su propia invención podrá proporcionarles. En tal condición, no hay lugar para la industria porque su fruto es incierto; ni para la navegación; ni para el uso de las mercaderías que pueden importarse por vía marítima; ni para construcciones cómodas; ni para medios de transporte y traslado de cosas que requieren fuerza; ni para el conocimiento de la faz de la tierra, ni para la estimación del tiempo; ni para las humanidades; ni para las letras; ni para la sociedad; y lo peor de todo es un miedo continuo y el peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve.” (La violencia como producto impuesto, Butler Shaffer, 1988)

Por eso es una película, además, sobre la lucha de clases: la diferencia entre la gente que tuvo la posibilidad de acceder a la educación y la que no. No es solo la guerra cultural, sino económica.

Hay detrás de todo esto, también, una frustración que se convierte en agresión. Parte de dos hermanos, pero es extensible a una sociedad. Una persona se siente frustrada cuando se violan sus esperanzas o expectativas, y entonces puede tratar de resolver el problema atacando la presunta fuente de frustración.

La relación entre frustración y desorden social ha sido expresada de la siguiente manera: De acuerdo con la hipótesis de frustración-agresión, la inestabilidad se produce por una-frustración social no mitigada. Una forma de frustración sistemática se produce cuando existen brechas amplias entre las necesidades, expectativas o demandas de la población y el logro de las mismas.

Es importante observar en este punto que al evaluar la frustración experimentada por un individuo determinado, se deben comparar los niveles de “expectativa” y “logro” no por medio de criterios “absolutos” u “objetivos” sino en términos de la desigualdad que siente el mismo individuo. Los hermanos ven agravada su ira porque la satisfacción depende de ese “otro” que llega de la civilización napoleónica.

Fred R. Berger es aun más explícito. Cuando ciertos segmentos o grupos dentro de la población están sistemáticamente expuestos a ’estas debilidades del sistema legal en lo que respecta a su capacidad de proporcionar o proteger la seguridad; aquellos sujetos a tal tratamiento comienzan a sentirse “excluidos” del proceso social, a considerarse “víctimas” y no verdaderos participantes del esquema social y político. En tales circunstancias, puede debilitarse considerablemente el respeto a la ley y a las vidas y a la propiedad de aquellos que gozan realmente de los beneficios del orden que provee el sistema legal. Tales condiciones tienden a fomentar la violencia reactiva y el desorden con carácter de represalia, sea por venganza, frustración, deseo de tomar la“parte que le corresponde” de los bienes de la sociedad o meramente por necesidad de afirmar la propia hombría y no “aceptarlo todo en forma abyecta”.  El gran monstruo fuera de campo es la desigualdad provocada por un sistema económico voraz.

Sería necio negar las virtudes estéticas de la película y la potencia expresiva que rige, sobre todo con precisión de laboratorio. No obstante, la trampa está en una escena inicial que predispone a asociar a los aldeanos como las bestias del título y una secuencia final que le guiña el ojo a los imperativos de la época. Esa entrada discursiva le debe más a la sociología que al cine. Es obvio que el guión de Isabel Peña resalta la condición femenina en medio de ese terror rural de orden masculino. Las verdaderas protagonistas asoman en la secuencia final. No obstante, si se tiene en cuenta la realidad y la ficción, no deja de ser conmovedora la persistencia de la mujer viuda en busca de la verdad.

Frente al cine de tesis, Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, EE.UU, 1971) apuesta en principio por un cine puro. Y desde ahí que vengan todos los análisis posibles.

Perros de paja es concebida en un contexto problemático personal del realizador y en medio de la lucha con los productores, lo que hace que se vaya a Inglaterra a filmar. Está basada en el libro The Siege of Trencher’s Farm de Gordon Williams, escrita en 1969.

El título del film ha sido interpretado de diversos modos. En principio, se piensa que remite al pensamiento del filósofo taoísta Lao-Tse: El cielo y la tierra son crueles y tratan a todos los seres vivos cono si fueran perros de paja. Para muchos críticos, no obstante, el título hace referencia a las personas que pagan por los crímenes de otros,  o a aquellos muñecos destruidos en ceremonias chinas.

Estamos hablando de la película más controvertida del director. Se discutió mucho en su momento y hoy parece impensable. Pocos saben qué hacer con algo así. Chocó indudablemente la forma en que Peckinpah escenifica la violencia y principalmente sobre una mujer. Esto último, si bien es cierto, permite obviar cuestiones también importantes. Una de ellas es su aspecto alegórico. ¿Cómo no pensar en este académico matemático refugiado en lo suyo como una forma de retraimiento ante la violencia de un país en llamas? ¿Se puede eludir la violencia y el compromiso sin cargar luego con el karma de aquello mismo que se elude? El exilio es un pueblo de la campiña inglesa, uno de los peores lugares del mundo donde la amenaza se advierte desde el minuto uno.

El polémico tema de la violencia (que siempre es el foco para atacar a ciertos directores, por ejemplo, Tarantino) habría que pensarlo más allá de la superficie. Por un lado, invita a reflexionar sobre qué ocurre cuando se intenta huir de la violencia, se es pacifista, pero un día toca a la puerta para encontrar nuestras reacciones. Reacciones que son provocadas, pero en definitiva, ¿no son parte de nuestra condición humana?

Tampoco puede entenderse esta idea de la violencia sin la noción de catarsis, ese sentimiento tan bien expresado por los griegos en relación a la tragedia. Es el arte el que nos permite purificar nuestras pasiones y nuestros instintos más básicos. Desde esta perspectiva, la violencia expresada es un canal para que descarguemos todo aquello que reprimimos socialmente a través del cine en este caso.

En su momento, el cine norteamericano sufrió un profundo cambio en los modos de tratar ciertos temas y esto se debió al desencanto generalizado de una sociedad frente a acontecimientos cruciales entre los que se encuentran Vietnam, el racismo, los escándalos políticos, etc. Ya no era posible concebir la famosa fábrica de sueños sostenida por la industria. Ahora se trataba de otros temas, otros roles actorales y otra concepción de la puesta en escena. Y la industria comenzaba a acomodarse a esos cambios desde mediados de los sesenta. La irracionalidad del comportamiento humano y el miedo a la extinción de la especie por las disputas políticas, no podían engendrar otra cosa que una década, la del setenta, con títulos como La naranja mecánica, Taxi Driver, La conversación, Atrapado sin salida, Apocalipsis Now, El francotirador, Mash, Tiburón, Regreso sin gloria, El padrino I y II, Alicia ya no vive aquí, Calles salvajes, Deliverance, y tantos otros. Todos destinados a un público que poco antes la industria ignoraba.

Perros de paja comparte con todas esas películas el espíritu de una época y la necesidad de poner en escena nuestro lado oscuro, la potencial crueldad inherente al ser humano, capaz de despertar en determinadas circunstancias. Decía Nietszche que aquello que no es utilizado para crear, será usado para destruir, algo que parece formar parte de nuestra anatomía.

Y es un cachetazo a una sociedad refugiada en el goce del consumo y eso no podía ser aceptado así nomás. Pocos repararon en que podía tratarse de un estudio reflexivo sobre la violencia en el ser humano, incluso inspirado en varios escritos de la época, como por ejemplo los de Robert Ardrey, dramaturgo, escritor y guionista de cine estadounidense especializado en el campo científico. Fue autor de obras tanto de teatro como de cine y ensayista que desarrolló los campos de la antropología, etología, paleontología y las ciencias de la conducta. Parece que Peckinpah quedó fascinado con sus libros Génesis africano, El contrato social, que explican las similitudes entre los seres humanos y los animales, sobre todo en relación a los hábitos de caza y dominio territorial, destacando el instinto de supervivencia. Para Ardrey “el hombre ha vivido durante millones de años como depredador y nuestra especie no ha sufrido cambios significativos en los milenios de existencia civilizada” (La evolución del hombre: la hipótesis del cazador, 1978)

El cerebro más antiguo que tenemos es el de reptil y se relaciona con todas las características que los personajes presentan: delimita espacios, le gusta la supremacía del macho alfa, es violento en la dominación sexual. Se trata del estrato más profundo vinculado con nuestras reacciones más primarias. Por ende, parece decirnos Peckinpah, buscaremos la esencia del hombre, no en sus facultades, sino en sus paradojas.

También, en 1968, uno podía leer cosas como la siguiente: “Que el hombre es una criatura agresiva es cosa que no discutirá nadie (…) ningún otro vertebrado mata habitualmente animales de la misma especie. Ningún otro animal disfruta practicando la crueldad sobre otros de su misma clase (…) los casos extremos de comportamiento brutal están limitados al hombre y a nuestro salvaje trato mutuo no tiene paralelo en la naturaleza. Lo tristemente cierto es que somos la especie más cruel y despiadada que haya pisado la tierra…” (La agresividad humana, Anthony Storr) Es decir, el hombre como inevitable portador del mal. Lo perturbador en Peckinpah es que el ese mal también reside en la supuesta versión educada, civilizada, propia de la elite.

Toda la secuencia final, de altísimo impacto dramático, es la culminación, la explosión definitiva de estos actos primitivos. La insistencia de David por permanecer y conservar la casa (como la del francés en As bestas) parece vincularse con las ideas de Robert Ardrey, sobre todo en El imperativo territorial (1966). El hombre es naturalmente territorial y eso lleva a justificar científicamente conceptos problemáticos como nacionalismo, feudalismo y propiedad privada. Si la hostilidad y la agresión pasan a ser valores, entonces la defensa a cualquier precio también.

La violencia surge como consecuencia del deseo animal, se siente antes que se piensa. Pero más allá de esta lectura, no debe perderse de vista su contenido político en tanto reacción a una época. Catarsis y reflexión sobre lo que significa apartarse de las reglas sociales a través de la crueldad (cfr. Funny Games de Michael Haneke, 1997) Son machos que no se bancan a una mujer que camine sin corpiño por las calles. Ella y el intelectual son los forasteros, no pertenecen ahí (al igual que As bestas). David es un hombre de ciencia y su violencia está, lo que pasa es que es más pensada, más solapada, encubierta con desprecio, es intrafamiliar, calculada. Amy no logra erotizar al marido sin éxito. Las escenas de ambigüedad son incómodas, como la de la violación (algo que continuaría Elle, de Paul Verhoeven, 2016). También, la de la caza, en relación a los sentimientos de David al cazar (nótese cómo goza matando y se limpia la sangre). Otra es el asesinato de la joven por parte del personaje retrasado y reprimido, agobiado por la moral de la comunidad en torno al sexo. Es el excluido que cambia su caricia torpemente por un asesinato no premeditado.

El final es llamativo. Las gafas se rompen como la relación de pareja. David se aleja, abandona a su mujer. Luego en el auto, se escucha: “No sé volver a casa”, “tranquilo” responde David, “yo tampoco”. La ambigüedad vuelve a reinar.

El “Estado” de derecho,  en términos positivistas, como normas formales sancionadas y exigidas con el fin de promover toda política establecida en un lugar, está ausentes o anuladas en ambas películas. Se trata de figuras pintadas en una tierra sin ley. Tal situación posibilita en los dos casos representar un mundo bestial. Para ello, el western y el terror son dos invitados (in)formales.

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