Buñuel y la vaca de Viridiana

El cine ha tenido sus cineastas perversos. Lo han sido Buñuel y Hitchcock, por citar dos paradigmas. Sin embargo, nunca resignaron sutileza a la hora de expresar sus formas de insidia, algo que varios realizadores actuales han perdido por completo, en especial aquellos que se deleitan en festejar desmedidos golpes visuales pornográficos: cabezas reventadas con matafuegos o genitales cortados bajo encuadres preciosistas. Son momentos dentro de películas desparejas que no logran disimular su insidia y que parecen confirmar que el cine ha consumido sus recursos de elegancia, aún en los circuitos de prestigio festivalero. La exhibición de atrocidades se disfraza bajo el rótulo de arte serio, una de las mejores imposturas del mercado. Es saludable patear el tablero, sacudir formatos consagrados y sospechosas nociones de buen gusto. El problema radica en quiénes lo hacen, cuándo y dónde. Se sabe: la palabra transgresión está viciada. Tal vez, una diferencia visible entre los cineastas clásicos y contemporáneos (si tal distinción es viable) radique en disimular con altura e ingenio el impulso de perversidad.

A esto último, habría que sumarle esos momentos donde los planos parecen decir algo más de lo que vemos o cuyos cierres dejan lugar para una especie de coda significativa, sin que ello implique un gesto de clausura interpretativa. ¿Cómo no concebir a Viridiana (1961) como una elegante insidia con dos violaciones, una ménage á trois, una revuelta de mendigos, erotismo y violencia? Si contáramos de qué va la película sin verla, ¿cuántos quedarían en el camino? Justamente, uno de los grandes logros de Buñuel es introducirnos en esos habitáculos enfermizos con sostenida elegancia. Todo se puede mostrar sin perder la sutileza: es la prioridad de un buen clásico. Maestros en ampliar las esferas de nuestros males aún en tiempos de censura. Son los que hacen y no declaman. Siempre hay algo más en el plano más allá de lo que vemos. 

Uno de los grandes momentos se da cuando Viridiana va al establo por un vaso de leche. Tres son los personajes que la secundan. Moncho, un trabajador, Rita, la hija de la criada Ramona y la vaca. Basta que el hombre le diga «pruebe usted» para que toda la situación se vuelva tensa, sobre todo porque una vez más Viridiana deberá lidiar con sus fantasías sexuales, y Buñuel, como buen viejo zorro, destina primerísimos primeros planos de los pezones de la vaca para que esa mano que no termina de atreverse a tocar, se acerque como si fueran pijas. Son unos segundos, una invitación a desechar la lógica referencial para introducir el lenguaje del deseo.

Como señala Jean Delmas: “Las situaciones en las que Buñuel coloca a sus personajes y a sí mismo son tales que cada vez nos estremecemos no por los personajes en sí, sino por él mismo. ¿Cómo podrá salir indemne de la nueva situación presentada?; siempre lo consigue; y cuando lo ha conseguido logra escapársele a uno, a intervalos, detrás de las imágenes, como mirándonos y riéndose…”

El fetichismo en Buñuel siempre está asociado al deseo. Cada significante material que aparece encubre, desplaza, prorroga, cuestiones del inconsciente. La mirada que está detrás de esos significantes corre por un momento el velo que separa los actos cotidianos de los sentimientos más reprimidos. Entonces, la descarga puede tener dos direcciones. La primera es la sustitución.

Como decía Bretón: “la belleza ha de ser convulsiva o no ha de ser…” “Las películas de Buñuel son extremadamente insidiosas. Si todo es santo, nada es sagrado. Y si todas las cosas son fascinantes es porque toda cosa es ambivalente” (Luis Buñuel, Raymond Durgnat,  1973).

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