La memoria rota. Sobre Aftersun (Charlotte Wells, 2022)

«There’s nothing wrong with loving something you can’t hold in your hand
You’re sitting on the edge of the bed, smoking and shaking your head
Well there’s nothing wrong with loving things that cannot even stand» (Nick Cave, Ghosteen)

Antes de que comience la película, mejor dicho, antes de que alguna imagen aparezca en pantalla y la ilusión se adueñe una vez más de nuestras vidas, se escucha la reproducción de una videocámara. Entonces, lo primero siempre en Aftersun es el dispositivo que registra. No hay realidad, no hay recuerdos que puedan materializarse más allá de la tecnología. Son los reflejos de los hechos, no los hechos los que perduran. Un padre y su hija mantienen una conversación, pero los vemos a través de un vidrio, de una pantalla, de una foto recién revelada o de alguna superficie apta para reflectar, para ofrecer una versión distorsionada de aquello que perdemos en el tiempo. Vivimos en una época donde no son las palabras necesariamente las encargadas, a modo proustiano, de retener los significados que se escapan a través de los años. La historia de Sophie con Calum es el resultado de una videocámara de la década del noventa y de cómo esa grabación vuelve una y otra vez hacia el presente. No en modo lineal, por supuesto. Tampoco de manera banal, sino recubierta de una pátina de tristeza y sensibilidad propias de una mujer que parece lidiar con esa memoria y con la depresión heredada, tan contagiosa, que traemos de nuestros padres. Aftersun es algo así como un viaje a un Hotel en Turquía, una especie de All Inclusive, un universo artificial, pero como si lo viviéramos con auriculares mientras suena alguna canción de Nick Cave, Radiohead, Blur u otro de esos exponentes gloriosos provenientes de aquellos países donde el sol sale a cuentagotas. De allí su constante desazón, de allí sus sentimientos encerrados en un dique de contención.

Sophie tiene 11 años y graba a su padre mientras hace lentos y extraños movimientos de ninja. Es su versión del Tai Chi y la meditación. Se sabe, a esa edad todos los adultos son patéticos y pelotudos. Tiene su costado gracioso: “tenés 130 años” le dice la adolescente. Pero como ocurre en toda la película, cada recuerdo es modificado por la percepción del presente más allá de ser registrado, entonces la distorsión de imágenes y sonidos da cuenta de otro ámbito en el presente que poco a poco adquirirá un estatuto más cristalino. Es desde ese estado caótico que la vida pasa ante nuestros ojos a una velocidad similar al botón para retroceder en la cámara. Cerrar y abrir los ojos, delicadeza y tensión. Imágenes más definidas y otras pixeladas. Son escasos los momentos que se clavan en el corazón de la memoria y permanecen más o menos intactos. El tema es cómo cazarlos. Por eso el padre, Calum, estará a veces en foco y otras fuera de foco. Su hija y él, extraviados en algún lugar de vacaciones, representan dos mundos, dos planetas que se chocan, que se alejan y que se funden ocasionalmente en una caricia o abrazo cuando no interfiere una pared para abrir heridas. De eso está hecho el amor. A no confundirse. En Aftersun están los planos que unen y los que separan. En medio de la industria del entretenimiento, hay que negociar los sentimientos y hallar esos intersticios temporales para hacer honor al cielo y al mar más allá de la mirada publicitaria del placer inmediato de vacaciones.

La mirada de Sophie tiene su propio peso y desde allí seremos invitados a ver los contornos grises de una existencia que descubre la sexualidad, pero que asiste al derrumbe emocional de su padre. El mismo padre que dice “no me veo a los cuarenta, sorprendido llegué a los treinta”. Ese mismo padre que intenta llenar los huecos emocionales con ofertas de todo tipo tendientes a llenar de productividad un tiempo en el que se reconoce incapaz de disfrutar. Es uno de los costados más desgarradores de la película. La diversión, la obligación, son siempre modos de tapar los vacíos y las incapacidades. El tipo n oes un mendigo emocional y bien que se come el garrón en privado. ¿Pero hay forma de evitar en la mirada del otro la propia frustración? La respuesta está en los breves momentos en que Sophie aparece en el presente. Aftersun no lo declama, pero versa sobre la inevitable transmisión de sentimientos. En una escena de hermosa aflicción, Sophie está en su cama. Ha pasado un día agradable pero no encuentra las palabras para definir esa sensación de tristeza que la invade. Lo que para la niña es un enigma, para el padre es una triste certeza, basta ver su rostro mientras la escucha. Él, a quien le cantan sorpresivamente el cumpleaños, un pequeño acto organizado por la niña, para llorar solo sentado en su cama en el plano siguiente. Y ese es el tono con que se arma la experiencia vivida, con raptos de euforia y caídas en torrentes de desdicha, al igual que la caótica escena alternada en el interior de un espacio que suponemos una pista en un boliche o el depósito inconsciente de fantasías: todo es ruido, solo se percibe a través de flashes, adivinamos rostros, nos confundimos en movimientos, avanzamos, retrocedemos, nos divertimos para caer.

Un recuerdo se nutre de texturas, olores, tactos. Una cámara registra, pero no puede recuperar la memoria sensitiva. Sophie, adulta, mira las grabaciones, pero nosotros accedemos a las imágenes de esa clase de memoria. Y en esas miradas de niña están la búsqueda sexual y la observación atenta al padre. En lo que no se dice pero se mira está la clave de la película, el carozo de su tristeza. Y también están las canciones. Hay que afirmar, sin ánimo de caer en la exageración, que pocas películas contemporáneas han sabido ensamblar mejor la música a una trama. La primera inclusión de Tender, de Blur, introduce en la miel de la empatía nostálgica, pero no hay demasiado espacio para tanta ternura y entonces no pasará un minuto antes de que la canción derive en una alteración, la misma alteración que produce la memoria. Lo mismo ocurrirá en los otros dos momentos claves, el de Losing My Religion de R.E.M y Under Pressure de Queen, ubicadas estratégicamente. La apuesta es arriesgada porque cualquiera que vivió esas canciones en los noventa podría quedar atrapado en su propio recuerdo, sin embargo, ambas están desnaturalizadas. En el primer caso el marco es un karaoke y la preciosa imperfección de la interpretación de Sophie excluye los lugares comunes en este tipo de escenas. El padre no quiere participar, su estructura y su miedo no se lo permiten. Ella lo hace y le calla la boca cuando Calum le ofrece pagarle clases de canto. No obstante, la letra lo interpela. Luego, todo se amplifica para que volvamos al presente con unos cabos sueltos que no pedirán unirse necesariamente. En el caso de Under Pressure, es el puente que une las dos instancias temporales. Se trata de una explotación creativa para fundir los episodios y las sensaciones del pasado con el presente. En todos los casos, las canciones se diluyen y se deforman como los recuerdos. Es un procedimiento inteligente que más le debe al cine que a la música, pero que capta a la vez de qué modo una canción, no importa el género, está arraigada a la experiencia personal, en este caso la pérdida y el esfuerzo por recuperar. Filmar es exorcizar el dolor, vencer una vez más a la muerte.

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