De pasiones desmesuradas, dos películas en espejo.

-“…el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿Quién lo sabe?), pero al que nadie sostiene: está completamente abandonado por los lenguajes circundantes o ignorado, o despreciado, o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencias, conocimientos, artes)” 

“Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo” “Han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la imagen, que entre mil, conviene a mi deseo

Fragmentos de un discurso amoroso (Roland Barthes)

Hoy el amor fou, eso que los franceses canonizaron como un sentimiento irracional, disparatado, que atenta contra las convenciones con su dosis de fascinación y obsesión al mismo tiempo, ha pasado a ser un lugar recurrente en el cine, pero acaso sean contadas películas las que hicieron verdadero honor a sus deslices, a la potencia de su vital fatalidad. Hoy invoco dos casos para verlas en espejo.

A propósito de La mujer de la próxima puerta (1981), Serge Daney planteó alguna vez en un gran texto la idea de dos Francois Truffaut, uno Jekyll y uno Hyde, es decir, dos autores para una obra doble. Uno respetable, el otro turbio; uno comedido, el otro perturbador. Según él, en esta película, se encuentran los dos por primera vez. Lo dice así:

«Al Truffaut Jekyll gusta a las familias, los tranquiliza. Son films donde aparece la idea de reconstruir. El método es siempre el mismo: practica una suerte de química de las afinidades y de las incompatibilidades, y a partir de un elemento aislado (por ejemplo un niño) se ve en qué conjunto se puede integrar (familia adoptiva, cultura, sociedad, cine). El Truffaut Hyde es lo contrario. Asocial, solitario, apasionadamente frío, fetichista. Parece hecho para dar miedo a las familias. Son películas centradas en parejas extrañas y estériles que exhalan un fuerte perfume de cadáver o incienso (La piel suave, El hombre que amaba a todas las mujeres, La habitación verde). Esta última, una bella película sobre la soledad de un hombre que no cambia entre las mujeres que se suceden a su lado. Pues no es tal o cual mujer lo que cuenta, sino el lugar, siempre el mismo, que ocupan una y otra vez.»

Su análisis es consecuente con una famosa declaración sobre la nouvelle vague: «La Nouvelle Vague contribuyó al paso de un cine del ideal a un cine de la alteridad. Las películas son espacios para pensar la visibilidad de la imagen y su figurabilidad a partir de la búsqueda  y la pérdida del objeto del deseo en el relato.»

Y en efecto, lo que viene a preguntarnos esta tórrida relación entre vecinos que han sido amantes es ¿Cómo transformar la pérdida del Otro dentro del relato en la búsqueda de la naturaleza de la imagen?, un eje que el propio Truffaut ha filmado en una parte importante de su filmografía, comenzando por ese bloque genial y oscuro llamado La habitación verde (1978). Pero en La mujer de la próxima puerta la pareja está presente y los amantes intentando agarrarse para desprenderse, viviendo para matarse. Porque el amor fou es ese terreno de paradojas que solo las razones del corazón pueden justificar.

Al principio, cuando se produce el reencuentro ella le dice por teléfono: “Ahora que el destino decidió por nosotros”. Es una frase resonante, una de las varias que hay en la película, porque capta el sentido justamente del amor fou, esa idea de fatalidad arraigada en los amantes más allá de sus intenciones. Por eso, Bernard estará entre las sombras en la mayoría de los encuadres, porque sabe que el contacto físico es inminente. Desde su perspectiva, esa mujer ha venido a contaminar, a manchar, el ambiente idílico familiar y agreste. Él no se banca su presencia, su osadía, por eso apenas puede mirar cuando se le rompe el vestido en el parque, y por eso ese hecho marca los últimos cien metros del precipicio de la relación. Él dice una cosa, pero la ley del deseo marca otra. Y las señales del Truffaut Hyde se encuentran diseminadas y dosificadas. Ya no podrán hacer el amor en el jardín, esos gatos parecen pelear pero garchan como si los estuvieran matando, los argumentos de las películas que comentan, las parejas abrazadas en ese hotel de mala muerte mientras ellos sufren.

El tema es lo poco que dura el juego de ser amigos civilizados cuando vuelven a coincidir como vecinos en ese pueblo cerca de Grenouilles.A continuación, y luego de elipsis narrativas muy bien conducidas, ya estarán para encamarse en su espacio clandestino que “parece un campo de batalla”, porque el amor es lucha, es guerra, en todo sentido.A partir de allí, Bernard será una bomba de tiempo impulsiva; una vez activada, está dispuesto a todo.

Y la película introduce como telón de fondo el tenis, deporte donde el poder y el dominio se ejerce de a ratos. Los amantes también se pasan la pelota y tienen sus momentos. Cuando él se desborda, se corre. Su mujer actúa y dice con inteligencia y sensibilidad. Entonces, ella tiene la pelota pero se le va para cualquier lado: su marido ya no le cree, intenta acabar con el pasado quemando fotos y cartas, y termina en un brote de locura internada. Hasta que viene esa maravillosa secuencia final, deudora del cine negro, donde en pose de femme fatale la Ardant se acerca a Depardieu para que ambos mueran entrelazados. Sexo y muerte. La señora Jouve, la señora que narra y que también ha tenido su propia historia de amor y de locura, pondría en sus epitafios: Ni contigo ni sin ti.

Varios años después, otro deporte, es utilizado como marco en Undine (2020), de Christian Petzold. Como el amor, el buceo se constituye en un impulso por sumergirse en avisos insondables sin saber si volveremos a la superficie. En ello surge el deseo de explorar, descubrir, pero la amenaza de la muerte al mismo tiempo. Pero no hablemos de Eros y Tánatos, sino de mitos, que es la base de esta maravillosa película. Undina está concebida sobre una antigua narración contada por madres y abuelas durante siglos. La versión alemana dice que cuando un hombre está solo, triste y desesperado por amor o porque ya no lo necesitan, va a un pequeño estanque con agua en el bosque donde reside una ninfa o sirena. Si uno grita su nombre, ella emerge desnuda del agua, te abraza y te dice que será tuya, pero que si la dejás, te mata. Es como un contrato. Si uno no cumple, ella lo mata y espera al próximo. Lo interesante, lo potente, es que Petzold fusiona pasado y presente como dos instancias hermanadas. Sin una no se entiende la otra, y el cine es esa máquina capaz de fusionar estéticamente las viejas historias con los dilemas del presente. Y en esos cruces, más allá del marco antiguo, la modernidad pisa fuerte, sobre todo Berlín.

Berlín, la ciudad, también es un mito. Se convirtió en un cúmulo de leyendas trasmitidas de generación en generación, con sus ideas de vanguardia de los años veinte, sus crisis, el nazismo, el búnker de Hitler, el muro, el ambiente tecno, Bowie, la movida gay. La película da cuenta de un contenido urbanístico y recupera de los pueblos ese orden feérico de historias de hadas y ninfas. Por ende, como los mitos son dinámicos, el cine es ese ámbito propicio para recuperarlos, actualizarlos, reformularlos. Además, comparte con ellos ese carácter fantasmagórico.

La apertura de la película es un plano contraplano de miradas. Se percibe cierta incomodidad y algunas palabras que parecen en clave. El título irrumpe mientras ella derrama una lágrima. El nombre, entonces, está asociado al dolor.

Luego viene la frase que une al mito con la situación actual y entrega dos posibilidades de lectura según la dimensión temporal: la literal y la metafórica. Claro está, a esta altura de la película.

“Dijiste que me amarías para siempre. Si me dejas, tendré que matarte.”

Toda la situación siguiente de nerviosismo y caminata es genial. Se camina, no se actúa. Lo sentimos así.

El trabajo de Undina y la dinámica implicada se contraponen a la procesión que va por dentro. Es disimular con algo racional el desgarramiento interno. De su boca salen las elegantes explicaciones urbanísticas, pero ha dicho hace un rato que mataría al novio. Así es el amor fou. La pasión amorosa no reconoce distinciones sociales, intelectuales, etarias, es algo que brota desde adentro, un fuego capaz de exterminar cualquier atisbo de racionalidad. La mente de Undine está a través de la ventana para ver su ex novio. porque allí se juega todo.

Luego, toda la escena del regreso en el café y el encuentro con ese nuevo hombre, se mete de lleno en el terreno de la desesperación melodramática, ese ámbito donde lo verosímil se tironea al límite y donde se anuncia amor al mismo tiempo que muerte. El contacto físico y emocional de los amantes estará resguardado visualmente con planos cerrados. Como si encapsularan ese momento más allá de todo. La intimidad simula ser un código imbatible.

Por ello, los dos amantes experimentan sueños y visiones vinculados a la pérdida. Pronto sabremos que vienen de un más allá en el tiempo donde todo se repite, como en la lógica de los mitos. La pulsión de muerte indisociable del amor (cfr escena donde ella pide que la reviva luego de ser rescatada en el río). Cada despedida, cada abrazo, es como el aire que se recupera y que se pierde. Siempre se abrazan como si fuera la última vez (¿miedo, posesión?) Desde el punto de vista formal, y a contrapelo de cómo funciona el melo históricamente, toda la fuerza vital y arrolladora del amor es filmada de un modo tranquilo. Petzold hace poesía.

Mientras tanto, hay signos que anuncian: la pecera, el muñeco roto, el vino derramado en la pared y el reencuentro inesperado con el ex novio. Mientras caminan abrazados en su propio mundo, se produce el encuentro casual (o no tanto según las leyes del destino en este género).

Christoph lo percibe, se lo hace saber. Sus razones tienen que ver con el corazón, entonces, cuando los personajes actúan separados, se abisman, son como zombies transitando por un lugar sin respuesta. En esta secuencia se actualiza el mito de Undine, cuando ella mata a su exnovio. Que es lo que ocurre en  todo el tramo final. ¿En qué orden estamos? Si Truffaut nos sumergía en el cine noir, Petzold arma una puesta en escena con colores atmosféricos que remiten al ámbito de las leyendas para llevarnos definitivamente hacia lo onírico. «El amor es así, lo sé…» profesa una canción popular.

elcursodelcine

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *