Los Fabelman (2022), de Steven Spielberg

El estreno de la última película de Steven Spielberg, Los Fabelman, levantó casi por unanimidad la temperatura emocional de la crítica. Sin la pretensión de oficiar como el guardián de los sentimientos de nadie, no deja de llamarme la atención la acumulación de calificativos atribuidos (extraordinarianotablemaravillosa). Alguna vez, Luis Buñuel en Mi último suspiro se refirió a esta forma de exhibicionismo verbal como morcillismo, es decir, un afán insaciable de elogio hasta agotar todas las posibilidades. Pero más aún, esta especie de consenso sagrado es capaz de ofenderse ante cualquier objeción que pueda hacérsele a Spielberg. El problema no es defender una trinchera ni las banderas que uno quiera, el problema lo constituyen las condenas forzadas (por ejemplo, resulta que Spielberg ama el cine y Chazelle, que acaba de realizar Babylon, lo odia. Bueno, uno podría decir que ambos coinciden en algo, en vender una idea de lo que es el cine a base de pirotecnia vencida) o una tendencia moral que se arroga los sentimientos en desmedro de quienes se conmueven más con un plano de algún personaje de Tsai Ming Liang que con los trencitos de Sammy.

La idea de venta siempre estuvo arraigada al cine de Steven Spielberg, parte de una generación que hacia mediados de los años setenta comenzó a delinear dos veredas. En una, Scorsese, Coppola, De Palma, Allen, entre otros, recurrieron a los géneros para dramatizar aspectos de la sociedad norteamericana y cuestionar los modos en que sus signos primordiales inciden en la construcción de un imaginario; en otra, Spielberg como George Lucas fueron quienes comprendieron mejor el negocio, la idea de un cine conectado a un horizonte tecnológico-económico capaz de reflotar una industria como en los viejos tiempos. Mientras unos lucharon dentro y con ella, los otros la alimentaron de sueños de plusvalía a escala planetaria y con enormes presupuestos. Con mucha inteligencia y no menos demagogia supo captar el gusto de cierto público adolescente a partir de una concepción crítica de la familia como órgano institucional, y si bien la narración parece ser el motor que alimenta todo, siempre estuvo por debajo de la técnica y de inversiones de tiempo y dinero para diagramar en producciones impactantes un cúmulo de deseos y de fantasías para americanos formados en las series de televisión, demandantes de relatos episódicos y nuevos aventureros.

Los Fabelman no es ajena esa idea de venta. La primera secuencia, que tantos han visto como la apoteosis de la educación sentimental sobre el primer contacto con el cine, aquella en la que padre y madre aleccionan al niño antes de entrar a la sala, contiene toda la simpatía y la manipulación afectiva características del realizador. Pero en ese juego mecánico de plano y contraplano, entre la mirada del chico y la escena del tren en la pantalla, no hay más que una descripción efectista. Spielberg no escenifica una mirada (como sí lo hacen, por citar casos muy diferentes, Victor Erice en El espíritu de la colmena, Federico Fellini en Los clowns, Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood, Abbas Kiarostami en Shirin), sino que la vende, actuada y empaquetada, replicando una vez más sus tiernos argumentos visuales en torno a la infancia, base de un optimismo contagioso cuyo lema reconoceremos más tarde: pese a las adversidades, podés lograr todo. Se trata de una idea de cine que confiesa sin pudor su naturaleza capitalista y que consiste en poner a trabajar las imágenes para sacar el jugo a la plusvalía de sueños, operatoria que encuentra en Spielberg a uno de sus maestros indiscutibles, más allá de sus ineludibles dotes de narrador y de que hayamos podido verter lágrimas en varias de sus películas. Nadie pide azotes por ello. En todo caso, lo que no pasa desapercibido es la intención de un credo por elevar esto a las esferas celestiales y consagrar la llegada de Los Fabelman como la salvación frente a la mediocridad reinante, una razón que muere en su propia reducción.  Los Fabelman es un producto más de la factoría Spielberg que vende ilusiones, y que brega por un mundo donde se pueden realizar todas las acciones que uno desee sin ninguna preocupación financiera.  Es el mundo tal y como el cine clásico nos lo presentó desde siempre. Para algunos, esto representa una forma de educación, para otros será otro eslabón más de la manipulación globalizada. Tener talento o no para hacerlo es una cuestión secundaria. Nadie cuestiona el placer que la película puede generar en los espectadores a través de su encantadora pirotecnia, pero confundir eso con la única satisfacción válida que el cine puede ofrecer ya es un despropósito.

Los Fabelman narra esquemáticamente la historia de una familia judía, los permanentes traslados por motivos laborales, un triángulo amoroso y las dificultades que atraviesa el protagonista, Sam, para dedicarse al cine.  Nuevamente, el tema de los vínculos ocupa la atención y ahora más que nunca la crítica ha resaltado el lado autorreferencial y autobiográfico de la película. Y otra vez, los argumentos pueden ser discutibles. ¿Por qué Los Fabelman es más autobiográfica que Tiburón La guerra de los mundos? ¿O acaso hay algún criterio de verdad o transparencia que lo justifique decisivamente? Podríamos pensar, sin pudor, que la autobiografía puede ser el género más engañoso y que, en todo caso, le sirve a Spielberg para fortalecer su propia leyenda (ya que se habla tanto de John Ford, invitado de lujo a la fiesta). La construcción caricaturesca de la familia, los rituales, la visión estereotipada de la juventud escolar, el judaísmo, representan una cadena de signos cuyo corolario es inscribir su figura autoral en una curiosa tradición que comienza con Ford e incluye a Lynch (la mejor escena de la película parece dirigida por él). En El joven Lincoln, John Ford concluye la película cuando el ser humano se convierte en figura histórica, en estatua. En Los Fabelman, Spielberg invierte el procedimiento y recurre a Ford para construir su propia leyenda a los 76 años, por si alguien se atreve a olvidarlo. Esa también es una buena idea a vender.

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