Películas en espejo. Sobre la desmesura y la mesura en el cine.

Dos cineastas hablan del peso de vivir con formas antinómicas. En una, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022), predomina la desmesura a través de una compleja red de asuntos públicos y privados; en otra, El futuro perfecto (Nele Wohlatz, 2016), se mira al mundo desde la más absoluta, pero no menos importante,  pequeñez. En ambas, lo autobiográfico atraviesa la experiencia cinematográfica, el devenir, la búsqueda, la relación de la lengua con el mundo, lo familiar y lo social, la economía y la Historia. La diferencia es que ambas ven el mundo con otra lógica, otro enfoque. Mientras en la primera, el peso de la materia nos aplasta, en la otra se nos advierte que la levedad es tan sólida como los cuerpos que habitan la pantalla.

LA DESMESURA

Ser desmesurado es querer mostrarlo todo y por ende, en ese afán, alternar genialidades con ridiculeces. Ser desmesurado es ser imperfecto inevitablemente. El terreno es la ambición, un espacio abierto a la poesía, pero también al discurso banal; a las sensaciones, pero también a la imposición de ideas. Cuando algo es crónicamente inviable, lo que resta es poner en escena esa marca de inviabilidad, un cúmulo de imposibilidades para dar cuenta de una identidad, pero como algo roto, dañado, inabarcable. De ahí la doble acepción de Bardo. Por un lado,  “Poeta heroico o lírico de cualquier época o país”; por otro, y siguiendo nuestro querido lunfardo, “un vituperio, una forma de hablar mal de alguien”. Bardo es una especie de limbo, el lugar donde las almas penan Es la imposibilidad del alma de despegar como explicita el comienzo de la película.

Ante el grotesco espectáculo del mundo y de la Historia, Iñárritu elige una forma fílmica rabiosa, rodada para pantallas de 65mm, que escupe una y otra vez grandilocuencia sin temor al ridículo, imágenes gigantes, como si fuera la única manera posible de escribir una crónica, utilizando, incluso, la tradición ensayística de Octavio Paz, Carlos Fuentes, para referir una vez más el laberinto de la soledad mexicana.

Un laberinto tiene mucho de pasado mítico. Decía Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio (1988) que “con los mitos no hay que andar con prisa; es mejor dejar que se depositen en la memoria, detenerse a meditar en cada detalle, razonar sobre lo que nos dicen sin salir de su lenguaje de imágenes. La lección que podemos extraer de un mito reside en la literalidad del relato, no en lo que añadimos nosotros desde fuera.” ¿No hace lo contrario Iñárritu al interpelarnos para que descifremos significados ocultos de modo permanente? Es un buen punto para pensar. Acaso, allí donde la fuerza de las imágenes se sostiene por sí misma, podemos echarlo todo a perder con comentarios e interpretaciones.

Esta desmesura del mexicano se supone autorreferencial y exhibe una voluntad por hablar de todo, incluso de “que su principal fracaso ha sido su éxito”, un modo culposo de convencernos sobre los éxitos cosechados en tierra gringa y financiados esta vez por Netflix. El título de la película invoca el famoso oxímoron de moda: solo puede referirse la verdad mintiendo. No obstante, el ego de Iñárritu es tan grande y su culpa tan falsa que, aún poniendo en escena aspectos de su patria y de su ser, no puede evitar la grandilocuencia, al colocarse por encima hasta de sí mismo. En lugar de ser una película que atente contra su programa estético y defienda su supuesto valor intrépido y fallido para marcar un sesgo diferencial, termina reivindicando los aires de solemnidad de su carrera previa, encima imitando torpemente una cadena descendente que va de Fellini, pasa por Kusturica y termina en el lamentable eslabón de sí mismo.

Por supuesto, para tamaña empresa no hay un hombre común, sino un intelectual prestigioso que alterna el periodismo con el cine, capaz de decodificar y de confundirse con una masa inabarcable de signos culturales vinculados a ese monstruo sagrado que es México. Y si bien el cine latinoamericano ha contado con aproximaciones surrealistas y viajes desaforados para dar cuenta de la complejidad de nuestro continente (Glauber Rocha, Raúl Ruiz, entre otros), la diferencia es la ruptura con un marco estético/ideológico por parte de esos cineastas (incluso con sus propios partidos de izquierda) y esta confirmación complaciente con un discurso dominante de Iñárritu, a esta altura, un replicante de los lugares comunes de la cultura estadounidense.

Bardo apuesta por una mirada emocional por sobre lo factual, pero esto no evita que su onirismo y su tiranía metafórica reduzca sus significaciones en lugar de ampliarlas: todo quiere ser dicho, todo quiere ser mostrado. Se puede ingresar en cualquier momento como si fuera una caja líquida de resonancias, pero lo que prevalece es un ombliguismo disfrazado de cuestionamiento.

Aún lo íntimo, lo pesadamente íntimo (la pérdida de un hijo, las relaciones con padre y madre), no está exento de metáforas burdas (cfr la escena en el baño), carentes de sutileza, tan poca sutileza como la analogía con los ajolotes, o la de los americanos arrastrándose como víboras en una representación escolar de la Historia.

La inmigración explorada desde lo personal. Iñárritu se fabrica un espejo, el de Silverio Gacho. Por momentos, desfilan ante él otros personajes que reniegan de su condición, que manifiestan envidia, pero que también le reprochan la fama y el haberse entregado a los gringos. Es el mexicano exitoso al que le está vedado llamar hogar al país que reside y el que vuelve a su verdadero hogar para escenificar todas las contradicciones desde las alturas del intelectual que escucha y se pasea con su cuerpo frente a los verdaderos actores de la Historia. Porque no dialoga con ellos sino por encima de ellos a pesar de convivir en el Bardo, espacio a la mitad, en el que Iñárritu porta los Oscars y los otros se desangran para que se los coma el sistema de otro modo. Es más fácil hablar de desaparecidos con escenas oníricas, es más fácil montar un escenario con soldaditos (con pelucas ridículas) a modo de comentario (como todo lo que se narra en la película) que cargarse la Historia.

Bardo desafía desconectar la razón para inundarla de su propia lógica explicativa. Su apariencia de poco convencional, de viaje sensorial, no logra evitar una universalidad de manual donde la ausencia, la pérdida, son motores que supuestamente posibilitan enfrentar el abismo de la identidad donde todo se toca al pasar.

ELOGIO DE LA PEQUEÑEZ. LA MESURA

Vuelvo a Calvino. “Tras cuarenta años de escribir fiction, tras haber explorado distintos caminos y hecho experimentos diversos, ha llegado el momento de buscar una definición general para mi trabajo; propongo ésta: mi labor ha consistido las más de las veces en sustraer peso; he tratado de quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado, sobre todo, de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje.

En esta conferencia trataré de explicar –a mí mismo y a ustedes– por qué he llegado a considerar la levedad más como un valor que como un defecto; cuáles son, entre las obras del pasado, los ejemplos en los que reconozco mi ideal de levedad; cómo sitúo ese valor en el presente y cómo lo proyecto en el futuro.”

Es una película chiquita, está bien.” dicen sobre El futuro perfecto y me acuerdo de ese pasaje del escritor italiano. Se trata de una de las tantas sentencias lógicamente apresuradas que se escuchan en el contexto de un Festival de Cine y fue la que yo escuché de dos o tres  amigos muy confiables. Por supuesto, siempre existe la bendita posibilidad de revisar un film y poner a prueba en todo caso qué connotación adquiere la palabra chiquita  y desde qué lugar la usamos. Para unos puede representar algo intrascendente; para otros (como se escribió en algunos sitios),  un ejercicio sin premisa ni orientación narrativa. Bueno, se podría discutir largamente sobre los supuestos valores trascendentales y narrativos de un film y si el cine debe remitirse a eso exclusivamente para asegurarse un certificado de aptitud. Pero afortunadamente existen películas que escapan a esas ataduras y que, aún en su imperfección contraria al título, contienen elementos que son más estimulantes y emocionales que varios productos salidos de la fábrica festivalera de ladrillos. El futuro perfecto goza de una libertad infrecuente, no se atribuye aires de importancia ni busca esa escena alterada que la ponga en la consideración del crítico ávido de audacias sexuales. Es ante todo la plasmación de una experiencia de desarraigo despojada de dramatismo y con un desarrollo tan azaroso como el destino de una joven china de 17 años anclada en Bs.As., abierto a múltiples caminos. No son  grandes acontecimientos los que marquen el rumbo porque lo que importa principalmente son esas unidades que se acercan a la poesía y están logradas en la inteligente y cálida aproximación de la cámara a la protagonista, Xiaobin. En esa mirada y en ese cuerpo está la película, y detrás está Wohlatz para darle la materialidad necesaria. Hay miles de planos vacuos sobre rostros y personas paseando, pero son pocos los que han demostrado a través del tiempo la importancia de tales actos en pantalla. Cuando Xiaobin mira a cámara, se pierde en el vacío de un café desolado o intenta comunicarse, no son simples actitudes. Hay una carga emotiva contenida que solo el silencio y sus ojos pueden comunicar, más efectivos que miles de palabras imposibles.

La primera imagen es el río y un horizonte apenas distinguible. Será el único plano inconmensurable. Se puede caer en el facilismo interpretativo de la metáfora de la incomunicación hiperbolizada, pero la película propone otra cosa. En todo caso, será el único signo visible de un espacio abierto que pueda dar cuenta de la sensación de ser otro, una criatura foránea inserta en un contexto cultural y lingüístico a la manera de una alienígena. Y si bien esta dificultad con el idioma tiene al principio ribetes que rozan la tragedia (ya lo decía Dylan en Like a Rolling Stone, “How does it feel?/How does it feel?/To be without a home/Like a complete unknown/Like a rolling Stone”), luego derivan delicadamente en situaciones de comedia siempre vistas desde la naturalidad del aprendizaje y nunca desde la típica mirada narcisista del argentino medio tinellizado. El viaje urbano, la exploración de Xiaobin, la experiencia delirante con un hindú (que es en cierta medida su espejo), las clases que toma, son mostradas sin perder nunca al personaje ni a su fotogenia.

La pequeñez para Wohlatz reside en presentarnos personajes como si fueran suspiros, haces de luz. Los temas importantes están, pero se disuelven en levedad, modestia, en un movimiento permanente a pesar del estatismo que impone la dificultad idiomática. El límite de tu idioma es el de tu mundo, una idea compleja que en Bardo queda aceptada en ese jueguito del espanglish.

Melancolía y humor son dos pilares diseminados. Melancolía como una tristeza no declamada, más bien ligera; humor como un recipiente que ha perdido peso específico, pero que pone en vilo la relación del sujeto con el mundo, una frágil órbita por donde se transita, y que es mirada desde un lugar tranquilo sin poses de cámara/pez ni angulaciones que delatan poses. La búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir. La simplicidad de una mujer frente al desborde chamán de un periodista consagrado.

Si la película se construye mediante retazos líricos, deja un lugar privilegiado para un segmento final más ligado (irónicamente) al título en el cual la joven imagina destinos posibles al mismo tiempo que vemos las historias. Es otra forma de apertura que se conecta con la imagen inicial pero desde lo verbal, donde la fantasía y el deseo se ponen en juego para apaciguar un presente que parece eterno pero que empieza a dar sus primeras luces (Xiaobin ya puede contar una historia). Y cuando el dominio de lo narrativo se impone, el film se termina. Estaba claro que su terreno era el de la poesía y el de la pequeñez.

Lo que me lleva a pensar nuevamente en Calvino: “Si quisiera escoger un símbolo propicio para asomarnos al nuevo milenio, optaría por éste: el ágil salto repentino del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando que su gravedad contiene el secreto de la levedad, mientras que lo que muchos consideran la vitalidad de los tiempos, ruidosa, agresiva, rabiosa y atronadora, pertenece al reino de la muerte, como un cementerio de automóviles herrumbrosos.”

El futuro perfecto es opuesta a Bardo porque no grita, no se excede ni busca deliberadamente su importancia. Su levedad se basa en una red de imágenes que, en su aparente liviandad, construye una forma de consistencia no ajena al enrarecimiento. Además, un conjunto de detalles e imágenes que dan un salto librado de significados forzados. Los momentos más importantes siempre son los que menos espacio ocupan. Contrariamente en Iñárritu todo quiere ser solemne para agotar la significación de lo que se muestra.

La levedad y la gravedad son hoy dos maneras también de tomar posición en el cine en el siglo XXI. Sin una, no entenderíamos a la otra.

elcursodelcine

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