De sudestadas a triunfos. Los estrenos de la semana

La tentación formalista

Los primeros minutos de La sudestada, la película codirigida por Daniel Casabe y Edgardo Dieleke, basada en una novela gráfica homónima, arman un código atmosférico, fabrican un tono que remite al policial negro. A partir de allí, como el agua que busca su cauce, nunca se sabrá dónde está el centro de esta singular propuesta. Su propia indeterminación genérica puede resultar un acierto o un desconcierto. Tal vez, su naturaleza híbrida (mezcla de noir con costumbrismo criollo) invite a pensar qué estamos viendo y qué puerta debemos abrir, si la de la afectación o la parodia.

En el principio dos personajes se unen en su capacidad de observación. Él es el sabueso Villafañez, un detective privado cuya vida parece estar marcada por la tormenta que lo vio nacer. La primera imagen, cuya pose formalista es demasiado evidente, nos lo muestra de espaldas frente a una ventana contemplando los rayos que iluminan el cielo nocturno de la ciudad. Material de archivo de una sudestada es alternado con esa escena primigenia. Corte. Ella es Elvira Schulz, coreógrafa, quien también observa compulsivamente los movimientos de sus alumnos y se pierde en la naturaleza durante su tiempo libre. Lo que diferencia a ambos son las intenciones. Uno mira por trabajo, la otra por amor al arte. El lazo que los unirá es la obsesión del marido de Elvira por saber si ella está con alguien. Y para la búsqueda estará Villafañez. Por supuesto, siempre lo propio de un plan es que falle, entonces las intenciones del sabueso devendrán en el deseo por poseer a la mujer, por internarse en su secreto artístico.

A partir de la breve excusa argumental, la película sostendrá cierto hermetismo dramático, paralelo a la vida de los personajes, toques oníricos y momentos de solapado humor. Los interiores se vuelven espacios oscuros, carentes de matices, en una correspondencia con la monotonía de quienes los habitan. Al mismo tiempo, es inevitable no advertir algunas resoluciones forzadas (ay, esa libretita que justo pierde un detective) y una arbitraria inclusión de otros personajes secundarios (por ejemplo, el grupo de amigos de Villafañez) que atentan contra un verosímil difícil de asimilar.

Juan Carrasco y Katja Alemann sostienen los protagónicos con una hermosa parquedad. Uno es la versión autóctona de tantos (anti) héroes cinematográficos del género. Las pocas palabras y los escasos gestos, más la vestimenta que lo define, configuran una identidad icónica. En cuanto a Alemann, además de homenajear sus performances teatrales del pasado, se perciben su carácter fotogénico y su sensualidad. No obstante, el resultado se parece a una película de retazos, con más preocupación por cumplir con el lucimiento formalista que con insuflar vida, aire.

Misterios ancestrales: El despenador, de Miguel Kohan

“Nuevamente saliendo a investigar, pero ahora solo” se escucha en off. Investigación y soledad son los dos signos de la ropa existencial del protagonista, el antropólogo Raymundo, quien conduce por las rutas del norte argentino tras los rastros del despenador, figura andina inquietante cuya presencia data de antes de la conquista española. Cuentan los lugareños que los despenadores tenían una tarea: acabar con la vida de las personas enfermas mediante un abrazo que cortaba el aliento y evitaba el contagio. Recopilando pedazos de narración a través de testimonios, va Raymundo con su viejo auto en esta especie de road movie despojada de adrenalina. Porque si hay algo que singulariza a la película, pese a la idea del viaje y la movilidad que ello implica, es cierto estatismo en la puesta en escena que se corresponde con esa parálisis temporal, ese hiato que se abre en el presente cuando el pasado se cuela por los portales ancestrales. Esto, que en parte aparece justificado formalmente, acaso perjudique al tono, impregnado de monotonía y carente de vida en varios tramos.

Que la película transite por un sendero de indeterminación genérica es un sesgo interesante. Pasarán unos cuantos minutos hasta que descifremos su naturaleza ficcional pese a que la base real que sustenta la historia es muy fuerte. No obstante, todo ese lado enigmático, misterioso, que podría explotarse a partir del orden de las creencias, le cede la posta a una omnipresencia de la voz en off cuyas constantes reflexiones empantanan el ritmo narrativo, siempre en zona de arranque, pero flaco de reservas. Incluso, ese nivel enunciativo relega gran parte del paisaje y de momentos que sí son verdaderos hallazgos porque parecen escapar al cálculo. Se trata de zonas en las que la cámara descubre (¿espontáneamente?) aspectos de lo cotidiano, como ese desfile de cabras en medio de la ruta la botella de vino apoyada en el auto mientras Raymundo, parado en medio de las salinas, mira el horizonte. Son apenas pinceladas dentro de una propuesta que combina melancolía y humor aunque le falta aire.

Capturar imágenes, formar pensamientos. Sobre Sara Facio: Haber estado ahí, de Cinthia Rajschmir

Tal vez sea escaso el tiempo y la intensidad destinados en esta película consagrada a Sara Facio, notable fotógrafa, cuya obra incluye una extensa e imponente galería de personajes y situaciones. Si bien sus anécdotas y los relatos sobre el origen de varias fotos mantienen el interés en la escucha, desde el punto de vista cinematográfico hay poco que decir. Se trata más bien de un ejercicio, de un diálogo filmado convencionalmente. Porque una cosa es la dimensión de una artista como Facio y otra distinta lo que una cineasta hace con ello. No se advierte voluntad en la película por disociar la admiración de una búsqueda expresiva más estimulante, más personal por parte de la directora, y esto, acaso, resienta un trabajo hecho con buena voluntad, pero carente de energía. Es el problema que surge cuando no hay una distancia necesaria para abordar un retrato.

Lo anterior, sin embargo, no será necesariamente un impedimento para que mucha gente se acerque a una obra fascinante y a la labor de una mujer que puso el cuerpo y el ojo en escenas determinantes o en lugares privados donde quienes se dicen famosos son capturados en toda su espontaneidad. Sara Facio abre las puertas de su casa y de su mundo a Cinthia Rajschmir, y en esos encuentros solo perduran algunos chispazos. A lo mejor se trate de ello en definitiva, de instantes. De allí el hermoso título elegido: haber estado ahí.

No obstante, quedan las historias detrás de las fotos en espacios y hechos determinantes. Por allí vemos la casa de Neruda en Isla Negra, la vuelta de Perón, los encuentros con Cortázar y María Luisa Bemberg, todos atravesados por el talento de una verdadera cazadora de instantes, de planos y una gran y modesta oradora.

El teatro de la vida

Si pusiéramos películas en espejo, solo para indiciar el reverso, El triunfo es lo opuesto de César debe morir (2012), de los hermanos Taviani. Comparten temática (la posibilidad de generar un lugar para el arte en cárceles de máxima seguridad), pero el camino es totalmente diferente. Allí donde los Taviani hibridan las formas genéricas y nunca pierden de vista la institución, Emmanuel Courcol hace honor al título de su propuesta, “el triunfo”, acudiendo al viejo esquema del individuo que lucha contra obstáculos y de algún modo llega a la victoria. Con mensaje incluido, por supuesto.

El individuo en cuestión es Etienne, un actor desocupado que decide hacerse cargo de un taller. El objetivo es ambicioso: poner en escena con un grupo de cinco reclusos Esperando a Godot de Samuel Beckett. A medida que avanza el proyecto, Etienne deberá lidiar con sus propios fantasmas y con sus obsesiones. Ponerse en el rol de director implica bordear una delgada frontera hacia el autoritarismo, sacudir el ego por la cara de modo peligroso, y si a ello sumamos la inexperiencia de quienes actúan todo se vuelve más problemático. Si bien los presos intentan colgarse el traje de profesionales, Etienne se dará cuenta de que lo más importante será hallar ese diamante que todos llevamos adentro y que alguien ayuda a pulir.

Ahora bien, hay por lo menos dos formas de seguir la historia. Una de ellas consiste en perderse y dejarse llevar por el ritmo que propone, entregarse a la ficción edulcorada que oculta lo peor de la cárcel para ceder el paso a un grupo simpático de presos, construidos dramáticamente para tales fines narrativos. En esta dirección, en la que se propone como comedia dramática, inofensiva para aquellos que suelen consumir el fetichismo de la marginalidad,  la película cumple las expectativas.

No obstante, si se hurga un poquito, si se sale de esa superficie de placer, son demasiados los subrayados que se encuentran, asociaciones forzadas a partir de la idea de la obra de Beckett. La cuestión de la espera está lo suficientemente marcada en varios tramos y sentidos, y entonces asoman los mensajes peligrosamente. Inspirada en hechos reales, El triunfo se evidencia como una recreación personal acomodaticia a los parámetros y a las exigencias industriales, con un enorme protagónico de Kad Merad y una desdibujada mirada sobre la cárcel, más cercana a una carpa de circo que a la verdadera institución.

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