El cine que respira. Sobre Amigas en un camino de campo (2023), de Santiago Loza

Puedo sentir qué pasa/respirando muy despacio. Son las dos primeras líneas de la hermosa canción que cierra la última película de Santiago Loza, Amigas en un camino de campo. Esas mismas palabras bien podrían dar cuenta de la experiencia perceptiva, del tiempo necesario para que nuestra mirada se interne en una propuesta estética, intimista, cuyo ritmo es homologable a la lectura y la cadencia de un poema, y donde cada plano se planta como un verso. El vínculo con la poesía no es necesariamente temático ni tampoco está obligadamente supeditado a la evocación de la escritora bahiense Roberta Iannanico. La conexión es profunda y se da a nivel formal. Loza, con la justa duración, logra que una mínima historia cobre una dimensión emocional gigante, sostenida por elipsis, silencios y apenas unos toques musicales que ofician como separadores de estrofas. Es decir, la materialización visual de un poema más allá de que se lean poemas durante la película.

Y de mirar y respirar se trata, pero en la vereda opuesta a la velocidad narrativa imperante. El encuadre inaugural nos muestra el reflejo de Eva Bianco en una ventana mientras ve caer un meteorito a lo lejos en Villa Ventana, lugar donde reside. Digamos que el cuerpo celeste es una especie de MacGuffin para habilitar la otra historia, la de un viaje a través del camino junto con su amiga, y las otras historias, la relación con su hija, el duelo por la otra amiga fallecida y un futuro que sobreviene como enigma. La salida y la llegada de dicha travesía marcan dos momentos contrapuestos maravillosos, cada uno pintado sin estridencias, pero con una carga emotiva honesta, sin la acostumbrada pose que circula como moneda corriente. En el medio, un viaje cuyo linaje no obedece a la épica heroica, donde los verdaderos obstáculos quedarán implícitos o apenas sugeridos por diálogos precisos. Un par de mujeres, una generación, atravesando los caminos llanos, cruzando el río; mientras tanto, el otro par, las hijas, otra generación, y sus conversaciones. Las dos parejas de mujeres se fortalecen a partir de una química particular, un contrato afectivo creíble donde no faltan reproches más allá del amor que se tienen.

El cine de Santiago Loza se posiciona, una vez más, en otro terreno alejado de las convenciones, pero no solo las industriales, sino, incluso, de las festivaleras o de una porción importante de películas cuyo imperativo es regalarnos fotografías sin alma o regodearse en un espacio bajo el mandato de tal o cual belleza. Lo que hace que las películas de Loza se distingan es que tienen su propia huella, un tipo de construcción (aún en la diversidad de propuestas) que apunta a sentir, tener tiempo para mirar y respirar, como dice la canción: Puedo sentir qué pasa/respirando muy despacio.

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