Una lectura de PUAN, de María Alché y Benjamín Naishtat (2023)

Podemos participar de una certeza: no sobran las ficciones argentinas que se hagan cargo del presente vulnerable y del terror al vacío inmediato, sin subestimar al público o exhibiendo un ego abúlico. Y no se trata tampoco de una misión trascendental ni declamatoria. Una buena película permite abrir una dimensión siempre más rica y compleja que una suma de situaciones forzadas para armar un discurso. En Puan-codirgida por María Alché y Benjamín Naishtat-hay varias escenas en espejo. En una de ellas, el profesor de filosofía, maravillosamente interpretado por Marcelo Subiotto, está dando su clase y accede a que una joven militante de izquierda les hable a los alumnos y a las alumnas en términos de lucha para cambiar el sistema. La interrupción podría haberse potenciado en lo que tiene de molesto para mucha gente, pero nadie sobreactúa ni protesta. Es parte de la dinámica universitaria, son las entrañas de un espacio democrático, de conquistas sumadas al saber, de necesaria efervescencia. Esa misma joven aparece hacia el final de la película y será una parte importante para rebelarse frente al atropello de las nuevas autoridades gubernamentales. La segunda escena completa a la primera, no la anula. Del mismo modo, con otros personajes vemos dos caras de la misma moneda, siempre complementarias.

El personaje de Sbaraglia, el exitoso académico que llega de Alemania, destila pedantería y oportunismo, sin embargo, terminará sumado a la rebelión; ganará un concurso, pero, pese a todos los pronósticos, sumará a su contrincante a la cátedra. Dos cero uno (transas) de Charly García parece aportar el marco adecuado de esta saludable ambivalencia: Él se cansó de hacer canciones de protesta y se vendió a Fiorucci/Él se cansó de andar haciendo apuestas y se puso a estudiar. Por supuesto que todo tiene un límite en las negociaciones y en los cambios, pero ya lo dijo Aristóteles: el hombre es un animal político. Y esta es una de las aristas más auspiciosas de Puan, no hacer de esto un escándalo. La viuda del profesor titular, caído en desgracia corriendo, participa obviamente de todos los homenajes, pero tiene su minuto de gracia cuando se le planta a Subiotto para decirle que no entiende la obsesión de todos por el nicho universitario y las cuestiones de poder en un microcosmos variopinto y por momentos decadente. Así son las cosas en esta historia y así es la naturaleza humana. Alguien se muere corriendo, unos se detienen y asisten, otros continúan su marcha en el parque como si nada. El carácter amable que tiene el tono general obedece, en parte, a que no hay condena ni triunfalismo. El protagonista, el profesor Pena, es el principal eje de estos espejos enfrentados. Cada una de sus acciones está marcada por la doble faz y en ello se juega su humanidad (y también su grandeza). Subiotto compone un papel magistralmente siguiendo la tradición de comediantes como Jerry Lewis y Woody Allen, sobre todo en esta idea de que se puede ser muy erudito, pero pelearse con los objetos o actuar afectivamente de modo torpe. Es quien se muestra brillante y apasionado cuando está en una situación de aula (a menos que le tenga que dar clases particulares a una anciana ricachona, tan simpática como irritante) y el mismo que se sienta sobre un pañal cagado para dar lugar a un extenso gag. Por fortuna, cuando todo indica que nos cerramos a la trillada idea de identifiquémonos con el perdedor, el devenir de los acontecimientos enriquece la perspectiva de la película. Será el mismo profesor Pena quien subestime a una colega boliviana y quien aleccione posteriormente su ignorancia en un hermoso pasaje donde logrará finalmente expresar su costado más íntimo y auténtico, al mismo tiempo que destrabe la letra de un tango orillero en un país sin mar, enorme paradoja del hombre común.

Y en este juego de espejos, lo genérico también es importante. Para muchos, lo político y lo cómico son parte de un oxímoron. Puan se encarga de amigar y potenciar esa relación, y más allá de algún chistecito o un par de roles secundarios innecesarios, se planta para contrarrestar un cuadro profético lastimoso en nuestro país, pero con la suficiente inteligencia de no caer en la demagogia. El tema es que, pese a todo, pese a la vulnerabilidad del presente, siempre primará la idea de la educación pública y la democracia como fuerzas vitales de una sociedad. En este sentido, y siguiendo con el juego de espejos (esta vez en diálogo con otras películas argentinas), la escena de Subiotto hablando de la muerte de Sócrates en un aula de barrio es la escena que estuve esperando como la contracara de Dolores Fonzi, la profesora «empleada» de los alumnos en La patota, de Santiago Mitre. Todo lo humano que tiene la primera, sin desdeñar la precariedad del marco, contrasta con la trampa porteña centralista y monocorde de la segunda. En este sentido, Puan remueve el avispero saludablemente en el cine argentino.

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