Reality (Tina Satter, 2023) EE.UU

El primer plano de la película fija una rutina laboral. No hay movimiento alguno de cámara. El espacio transmite hermetismo. Tres personas trabajando, dos televisores prendidos y alcanzamos a ver apenas las noticias con Trump. En el medio, nuestra protagonista de espaldas. ¿Hay algo en sus pantallas diferente a la de sus colegas? La misma escena puede que se resignifique más tarde. Fundido a negro acompañado de efecto de sonido. 25 días después. Augusta, Georgia.

La primera decisión importante de Satter es dejar fuera de campo el aspecto sensacionalista de la realidad, el discurso mediático, el espectáculo, la parte visible del mismo. La saturación diaria que promueven los medios aplasta lo que la película develará: la siniestra forma en que la inteligencia emplea para acorralar a los sospechosos y sus mecanismos perversos de disuasión.

La secuencia filmada con un breve travelling nos pone en perspectiva de quienes observan. Siempre estaremos observados, vayamos adonde vayamos, caminemos adonde caminemos. El plano cerrado sobre su rostro en el auto prepara el campo de la violenta irrupción, aunque la violencia no es física y en todo momento derivará en la tortura psicológica y en los enredos en el lenguaje. La musicalización conecta con el género del terror aunque veamos el rostro angelical de Sydney Sweeney. Cuando llega a su modesto vecindario, un cartel evidencia el pacto que debemos establecer con la película en cuanto a su verosimilitud: “El FBI documentó los siguientes sucesos en una grabadora. Los diálogos de esta película fueron extraídos en su totalidad de las transcripciones de la grabación.” Abrupto golpe sobre el vidrio del auto y el título sobre pantalla negra. La realidad cae como una persiana metálica sobre el frágil cuerpo de la mujer. Ahora deberá aguantar los embates.

¿Qué significa esto? ¿Qué debemos confiar en lo que vemos en términos de fidelidad? El título Reality, ¿tiene más que ver con la lógica de un espectáculo actuado frente a cámaras o intenta acercarnos a la sustancia misma de un mundo de investigación extorsiva? Por lo pronto, quienes aparecen del otro lado del vidrio no son más que reflejos, marionetas de cartón propias de un sistema invisible, que parece forjado por inteligencia artificial y que repite uno de los grandes ejes del cine norteamericano desde siempre: el mal asoma con su porte de aparente normalidad. Que los audios verdaderos sustituyan en varias oportunidades las voces de los actores favorece el efecto alienígena de la cuestión, más allá de que veamos las pistas de audio o las transcripciones del caso por momentos para reforzar la verosimilitud.

A partir del primer momento en que comienza el diálogo/interrogatorio, la película escenifica la potencialidad del lenguaje, al mismo tiempo que su propia cárcel. Y no solo el lenguaje verbal. Hay toda una dimensión paralingüística sumamente importante o más importante que las mismas palabras. Gesto que delatan intenciones, que encubren o que permiten que surjan de las profundidades los monstruos del pantano vestidos como humanos. ¿La banalidad del mal? Tal vez. Personas que cumplen con su trabajo dentro de una maquinaria absolutamente implacable y tortuosa. ¿El motivo? Algo absolutamente sensible dentro del teatro de máscaras que representa la política: divulgación de información clasificada sobre la supuesta intervención de Rusia en las elecciones de 2016.

Y en ese teatro de máscaras, los mecanismos verbales y dramáticos (en el sentido de puesta en escena) son muy toscos. En otra palabras, más allá de la sucesión de las palabras, lo verdaderamente importante son las implicaturas conversacionales. Los actores y la actriz en el contexto de la película ya saben el final, sólo resta esperar qué ponen en juego sobre la mesa. Una, defendiendo los ataques solapados con el disfraz de la ingenuidad; los otros, haciéndose los amigos que vienen a charlar. El gran tema es el fuera de campo lingüístico. Todo lo que no se ve es la potencialidad de lo monstruoso.

El espacio acotado de la casa y sus inmediaciones es el escenario por donde se mueven los tres. Desde el comienzo, ellos la acorralan y progresivamente la irán encerrando en todo sentido. El agotamiento físico y mental es una experiencia compartida con el público. Cada palabra encubre una advertencia: como en las películas de terror, cuando un abuelito agradable muta en un asesino, aquí “estos dos hombres de familia” dicen con una sonrisa que no se le ocurra hacer algún movimiento sospechoso. Es más, añaden a un tercer compañerito, “el hombre desconocido en las transcripciones”, un robusto con anteojos cuya presencia intimidante será un eslabón más para doblegar a la joven. Las reglas del juego están sobre la mesa. Jugar es actuar en una disputa donde las palabras emplazan el resultado final. El tema es qué más se puede sacar de información, además de la que se tiene. Es parte de la tortura institucionalmente aceptada.

Paro más allá de los mecanismos de verosimilitud que pone en juego la película, pese a sus nerviosos movimientos de cámara en mano asentando su ligazón con el género documental, nunca podrá anular su mismo carácter de construcción cinematográfica. El acontecimiento en sí siempre es un signo que nos llega desde la frialdad y la lejanía de los datos y sólo tomamos conciencia y seguimos un punto de vista a partir de la gravitación de las imágenes, de la recreación que, como toda recreación, pone en juego una subjetividad. Y esa subjetividad también está sostenida desde el enrarecimiento existencial, desde la deriva emocional que sobrelleva la joven. Da la sensación de no saber en qué gran lío se metió y hasta dónde llegan las consecuencias. Un momento de respiro permite ver un árbol y escuchar el viento. Es un breve interludio, una pausa para respirar, pero aporta algo sobre Winner que nunca será definitivo para entender su personalidad: ¿sensibilidad?, ¿escape frente al agobio? O simplemente un indicio de su dispersión. Nunca la película da un diagnóstico concluyente sobre su carácter, siempre es una interrogación.

Sí conocemos aspectos de su pasado, su trabajo en las fuerzas aéreas y algunas actividades del presente. Todo ello a través de diálogos con apariencia de amabilidad, paralelamente a acciones detrás del campo visual que transforman la casa en una cárcel en medio del vecindario. La cuestión se vuelve más asfixiante cuando van al ambiente de abajo, frío, vacío, ya devenido oficialmente en una sala de tortura e intimidación. Nuevas presentaciones, otro tono, otro registro. La formalidad hace su aparición con las letras de la legalidad.

Si el resultado de la causa ya está puesto, lo que vemos y escuchamos es una disputa dialéctica donde el modus operandi es siniestro dado que son dos contra uno y sin abogados de por medio. Palabras y movimientos que intimidan en un escenario en el que brilla por su ausencia la defensa ciudadana. A medida que llegamos a la parte concluyente del caso, los esfuerzos para no quebrarse de Winner son tremendos. Y son proporcionales a la presión ejercida por palabras que tienden a confundirla, a presionarla hasta las últimas consecuencias. Lo que nunca resignarán los hombres es su apariencia paternalista: le dicen que seguramente hizo lo que hizo por su enojo con la política, una explicación acorde a una criatura.

No obstante, llega la confesión, justo en el momento en que su visión se obnubila y debe sentarse por primera vez. Y allí también, por primera vez, las pantallas mediáticas de celulares y de televisión se activan. El primerísimo primer plano de un caracol sobre la ventana anuncia un nuevo descanso, leve, o una nueva distracción. El resto es la irrupción mediática, una metralleta de lapsos discursivos ya sin importancia.

elcursodelcine

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *