Wim Wenders y el acto de ver

(Los siguientes son algunos extractos de la clase dedicada al cineasta alemán)

«Daney intenta una hipotética periodización de la historia del cine distinguiendo entre un cine articulado en torno a la cuestión de qué hay detrás de la imagen (cine clásico); otro que plantea la pregunta de qué hay que ver en la imagen (cine moderno) y un tercero para el cual lo fundamental es que detrás de la imagen hay siempre otra imagen (cine manierista).

Existe algo así como una pedagogía Wenders que, en un mundo saturado de imágenes, va a tratar de determinar qué cosa de ahora es materia para el ojo.

“Mis historias siempre comienzan por imágenes”

“En las películas, las imágenes no conducen necesariamente a otra cosa; están allí por ellas mismas. Creo que una imagen pertenece en primer lugar a ella misma. La manipulación, que es necesaria para moldear todas las imágenes de una película en una historia, no me agrada; es muy peligrosa para las imágenes pues absorbe tendencialmente lo que estas tienen de vida. En la relación entre la historia y la imagen, la historia se parece a un vampiro que intenta vaciar la imagen de su sangre. Las imágenes no quieren trabajar como un caballo, no quieren llevar ni transportar nada: ni mensaje ni significación ni propósito ni moral. Pero es precisamente eso lo que quieren las historias.”

Wenders establece una distinción entre las imágenes, como algo singular que posee un valor por sí mismo, y las historias, cuyo sentido vendrá determinado por la inserción de esas imágenes en una trama argumental.»

«Dejar que las imágenes encuentren sus propios objetos, sus propias formas. No hay nada en el cine que presuponga como condición indispensable el narrar historias. No hay una relación intrínseca, inseparable entre la imagen y la narración, entre la imagen y el lenguaje. Hay, en todo caso, una relación de complementariedad, pero cada uno de los regímenes, el de la imagen y el de la narración, siguen sus propios patrones, obedecen sus propias leyes y generan sus propios signos.

La finalidad es recuperar la mirada desprejuiciada y devolver la transparencia al mundo. De ahí la profusión de niños-guía. Esos son los únicos con el poder de instaurar el placer primario de la visión, la inocencia de la primera mirada sobre el mundo. Tan simple como eso. Una mirada sobre el mundo capaz de instaurar el placer primario de la visión, de recuperar la experiencia del cine como algo completamente fenomenológico. Frecuentar el territorio de la infancia no puede dejar de verse como una vuelta a los orígenes del cine, al registro producto del asombro. Por ello, el cine puede contribuir a detener la desaparición de las cosas, a recuperar el asombro del espectador ante los parpadeantes detalles que ofrece la realidad punto. Mostrar frente a demostrar, mirar y describir lo visto.

Wenders ha encontrado este modelo en la filmografía del director japonés Ozu: “Para mí ha realizado el cine ideal, ha representado un paraíso de cine perdido durante muchos años”. En Tokyio-Ga (1985), especie de ensayo documental, realiza un viaje tras las huellas de ese paraíso perdido y solo encuentra la pureza en la mirada de dos viejos discípulos del maestro: el actor Chishu Ryu y el operador Yuharu Atsuta.»

«¿Y por qué Ozu, y por qué Japón? Wim Wenders a principios de los años setenta definía su propia contradicción como cineasta tratando de acotar el lugar en el que se encuentra quien “ha heredado algo como el cine americano, pero no tiene mentalidad americana”  y se fascina con una gramática que no es capaz de recrear. De allí una de sus frases más: “los americanos han colonizado nuestro subconsciente”. Esta tensión será clave para entender desde sus primeros cortos cómo entra en juego el cine norteamericano y la serie negra en particular con ese nuevo cine alemán del que forma parte. Y que será sustanciado principalmente en un enfrentamiento cara a cara, primero con la ficción en estado puro de Patricia Highsmith y luego con las fuentes biográficas y creativas del género: Dashiell Hammet.

En El amigo americano (1977) parte de un relato original de Highsmith, El juego de Ripley, y ensaya un enfoque radicalmente novedoso con respecto al género policíaco, del mismo modo que la escritora con respecto a la tradición: desdén por la acción febril, descarte de descripciones conductistas, no respeto por el estilo seco y duro de los maestros de la serie, a cambio de la morosidad, la introspección y el vaciamiento de la acción. Wenders se maneja, entonces, por los carriles de la dispersión, de la desdramatización y con la mirada puesta más en la tradición europea.»

«Es difícil no rendirse ante el poder subyugante que generan las fotografías de Sebastião Salgado en este documental bastante convencional de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado. La música, el relato en off, los paisajes, crean una especie de adicción, una belleza que seda, que deslumbra, aún cuando el registro remite al horror. Está claro que para el artista brasileño la mirada de un orangután está puesta en el mismo nivel que la de un chico desnutrido en África. Y aquí empiezan los problemas o al menos algunas preguntas que, otrora, se transformaban en verdaderos debates: ¿qué hay detrás de una imagen?, ¿cuáles son los límites de representación?, ¿cuál es la moral del artista detrás de la cámara? El mismo Wenders dedicó varios años a formular estos interrogantes antes de que sus películas se acomodaran a la era de las multipantallas. Hoy se ha transformado en un realizador cuya puesta en escena ya no dialoga con los materiales elegidos y el resultado es un film de pleitesía, de belleza comercializada, más cerca de un libro enciclopédico, de una señal de televisión en alta definición, que del cine.»

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El motivo del viaje es la forma narrativa que mejor se adecua a su particular concepción del cine. “Porque existen los itinerarios organizados al detalle y con un único objetivo, que puede ser el de visitar museos, ir de compras o descansar, o aquellos sin propósito, en los que no se busca nada en especial. Eso es lo que marca la diferencia entre turistas y viajeros. Estos últimos se olvidan del cronómetro y se abren a toda posibilidad, incluso al desencanto y al peligro. Porque de ellos también hay mucho que aprender. Son aquellos que le ponen el cuerpo a los viajes y hasta pueden atravesar océanos o surcar cielos con una que otra meta para perderla la felizmente en el camino. Ceder a esa posibilidad, proponiéndose una percepción más poética que racional, a veces lleva a descubrir lugares fascinantes, de dudosa ubicación en los mapas y sin nombre. Así se presentan las grandes revelaciones: de sorpresa, imprecisas e inclasificables. Pero determinantes. Nacen de una disrupción que aleja del plan trazado y provoca una repentina toma de conciencia de satando un torbellino de pensamientos y sentimientos que nos modifica para siempre.”

«Hay una idea fundamental que atraviesa el cine moderno y que Wenders hará carne en su cine: el vagabundeo. El vagabundeo de Wenders, lleno de carreteras, autos, trenes y aviones, es también un merodeo por el cine clásico. Ese cine que tanto amó y que ya no puede ser en los setenta. La cámara pasa a ser, entonces, en términos de Deleuze un equivalente a todos los medios de transporte.

Y es importante en la medida en que rompe con buena parte de la tradición narrativa occidental. Tradición que va desde la trayectoria del héroe homérico, hasta el viaje de conocimiento romántico en Goethe. Lo que hace Wenders es suspender o frustrar el viaje como fuente de conocimiento, poner en crisis su función cognitiva.»

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Siempre será el movimiento el que va a crear el relato. El movimiento es sinónimo de cambio, la sustancia de la vida. Los personajes deben encontrar la certidumbre en la incertidumbre, en la frontera, en el umbral. Eso implica prestar atención no a la meta, sino al trayecto en sí.

Justamente, en esta película edificada sobre la ausencia, es relevante la presencia del sonido. La ciudad es escuchada: los sonidos y los rumores son una forma de ingresar a su corazón. Por ello, es tan importante la presencia de Madredeus y de esta escena en particular para dar cuenta de la poética de Wenders en cuanto a imágenes, pero fundamentalmente en cuanto al sonido. Espera, contemplación, tiempo suspendido. La música como el espejo en el que debiera mirarse el cine. Philip ha dejado en su habitación un libro del poeta portugués Fernando Pessoa en el que el propio Friedrich ha subrayado una frase que ilumina el sentido de esta reflexión: “escucho sin mirar y así veo”. El sonido, por tanto, como algo que ayuda a ver las cosas de manera diferente. Pero Wenders también utiliza al técnico de sonido como contrapunto, como antítesis de lo que puede considerarse como la suficiencia tecnológica. Frente a un desarrollo tecnológico que ha suprimido toda dificultad de cara a las imágenes, todo esfuerzo a la hora de crearlas, como se pretende demostrar por el uso que los niños hacen de ellas, Philip encarna el espíritu artesanal frente al ojo automático de oreja imaginativa.

Los niños de la película pertenecen a la civilización de la imagen, con un ojo permanentemente conectado al visor de la cámara de vídeo. Pero lo que en el adulto es un motivo de angustia, en ellos adquiere un carácter más lúdico y jovial. Ricardo es el único que no usa las imágenes (ni las ve ni las registra) y que en vez de reclamar la presencia de Philip, huye de él. Es el nexo entre los dos hombres. Y es mudo.»

«Podría decirse que con esta película, Wenders redime a todos los personajes de su filmografía que no han sabido mirar. Para ello, tuvo que regresar al paraíso perdido de Ozu, Japón, para refundar la mirada y empaparla de emociones. Para sentirse bien.»

(Entre las fuentes citadas están los maravillosos seminarios brindados por Ricardo Parodi para el Instituto Goethe sobre Cine Alemán, el libro dedicado al director, de Íñigo Marzábal y los textos reunidos en El acto de ver)

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