Los que se quedan (The Holdovers, 2023), de Alexander Payne

El comienzo de Los que se quedan contiene una serie de signos que sintetizan su complaciente independencia, ese gesto que Payne ha ido depurando a lo largo de su filmografía. Estamos en vísperas de Navidad, en 1970. El paisaje es frío, pero la música le imprime el tono y anticipa el pulso narrativo de la película. Entonces el oxímoron es posible: la nieve se vuelve cálida. A continuación, los tres ámbitos con los tres personajes principales, todos bajo el mismo techo de un campus universitario de excelencia llamado Barton. Sin embargo, tal como ocurre en otras historias del director, tras los confortables paraísos se esconden las sombras del pasado, y la principal, la que atraviesa a los tres personajes, es la ausencia familiar.

Paul Giamatti (increíble como siempre) es Hunham, el bizco, un exigente profesor y una especie de Grinch cuya disciplina y defensa de las tradiciones confrontan con las ganas de un alumnado masculino lógicamente más conectado con las hormonas sexuales que con la Guerra del Peloponeso. Entre ellos se destaca Angus Tully (Dominic Sessa), el rebelde con causa, que pone constantemente en jaque su continuidad en la institución con una conducta que escandaliza a los superiores. En realidad, los dos protagonistas tienen sus corazas puestas para tapar los problemas afectivos y la sensación de soledad que los arrastra. La obligada convivencia durante el verano en el campus develará progresiva y sutilmente esos hilos de tristeza, con un ritmo proporcional al modo en que Payne encara la historia, sin estridencias y con la pausa justa para comprender y vivir la experiencia de ese lapso de tiempo acotado pero significativo. Por ahí va una de las claves de la película, por convertir en vital el placer  momentáneo de un lapso de tiempo, adquiriendo la conciencia de su finitud.

Pero a estos dos perdedores en la tierra prometida del crecimiento individual se les suma una mamá en duelo, Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), una viuda cuyo hijo fue a la institución y cayó en combate, el único estudiante de Barton que enviaron a la guerra, un dato que por sí solo le permite a Payne incorporar su dardo ideológico. Mary dirige la cocina del establecimiento y tendrá también sus razones del corazón. Como sus compinches masculinos, sólo a través del contacto con los otros y de una corta experiencia de viaje, podrá buscarse a sí misma en un nuevo presente. No obstante, hay un camino que recorrer de encuentros y desencuentros, con momentos de rabia y de amargura. Antes de que la rutina se adueñe del lugar nuevamente y que cada cual se cuelgue el disfraz de la vida, los tres se verán implicados en una serie de pequeñas aventuras existenciales, de esas a las que nos tienen acostumbrados las películas de Payne, lejos del sueño americano y más cerca del dolor contenido. Cada ritual doméstico durante el lapso de tiempo que pasan juntos está teñido de la melancolía pálida que los colores transmiten. Porque en el fondo cada uno de ellos necesita de ese espacio de convivencia donde haya un reconocimiento afectivo a partir de pequeños gestos, como cada uno en nuestras vidas necesitamos de los panes con manteca preparados por la viejita en una merienda, de las comidas y de los juegos a las cartas con la abuela o el abuelo. Son marcas que quedan, como los restos a los que alude el título original, y permiten sobrellevar las otras marcas, las heridas de las carencias.

A diferencia de otros trabajos, Payne parece más piadoso con la idea de la masculinidad patética. Y si bien Hunham contiene ciertos rasgos caricaturescos, a medida que avanza la historia, con las decisiones que toma se vuelve más humano. La decisión como acto trascendental es otro de los temas, sobre todo para modificar el surco del disco, huir de los lugares asfixiantes y abrirse paso a otra vida. Es en ese sentido que el viaje se convierte en recurso para desenmascarar identidades, con personajes cuyo dilema pasa por moverse o estancarse dentro del entorno que les toca. Al igual que en Nebraska y  Las confesiones del Sr. Schmidt, Los se que quedan  habla también de la dificultad de restituir lo que nunca existió: una familia, el lugar de la infancia, la felicidad. Con el telón de una sonrisa permanente, detrás de la gracia de los personajes asoman el dolor, la frustración de una vida que pudo ser, las cicatrices de una guerra y un cuerpo que escenifica la soledad. Más que el prestigio y el dinero que pueda facilitar una institución y una idiosincrasia, hay una cuestión que se vincula con el descubrimiento interior, con la fuga hacia otra realidad menos apabullante. Para Hunham también es una forma de huir de un trabajo en el que apenas puede enseñar algo vinculado con la Historia Antigua. Más allá de los consejos de Marco Aurelio, la verdadera enseñanza pasa por otro lado, sólo hace falta saber con qué ojo mirar y salir a la ruta.

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