RAÚL RUIZ, CINEASTA CHAMÁN.

Poética del cine de Raúl Ruiz es un libro fascinante. A la vez, un cabal ejemplo de cómo un cineasta habla como filma. Cada capítulo es una conferencia y transitar las páginas se transforma en una experiencia que recupera y escenifica algunos de los procedimientos predilectos del director: la escritura como rizoma, el viaje a través de las ideas, las palabras, las imágenes, y la voluntad por ramificar el discurso más allá de un problema central. Para Ruiz el cine es una máquina y si uno se detiene en su prolífica obra no puede menos que rendirse ante tal afirmación; por otro lado, si se recorren los ensayos, se advierte que la argumentación misma es un mecanismo llevado hasta las últimas consecuencias en sus piruetas discursivas donde el límite hacia la parodia siempre está a escasa distancia.

Si hay un segmento que no tiene desperdicio es aquel que se consagra a ofrecer una alternativa frente a “los paradigmas narrativos de la industria de la diversión”, el referido a la Teoría del conflicto central. En uno de los tantos pasajes cautivantes que alberga, leemos: “Durante años mi sueño fue filmar acontecimientos que pasaran de una dimensión a otra, que pudieran ser descompuestos en imágenes, cada una situada en una dimensión diferente, con el único fin de poder adicionarlas, multiplicarlas o dividirlas, de reconstituirlas a voluntad”. Los sueños no necesariamente se hacen realidad pero al ver Misterios de Lisboa, nos encontramos nuevamente en esa fantástica dimensión que solo el cine nos da, la que permite internarnos en su condición onírica. Solo que Ruiz nunca nos hace perder el rumbo, caer en el desquicio, sino más bien, crearnos la ilusión de un universo orgánico, coherente, dentro de una estructura laberíntica formalmente perfecta. No son muchos los artistas que pueden lograrlo. Borges, con quien el cineasta chileno guarda más de un punto de contacto,  escribía cuentos  cuya lógica era implacable (nunca concibió una novela, tal vez una novela con esas características hubiera sido imposible); Ruiz ofrece una película de cuatro horas y media de duración y se gana el derecho a la ambición porque el resultado es una obra maestra. Contar su argumento sería un sacrilegio que desmerecería las virtudes del filme.

Para Ruiz, una trama se concibe a partir de la idea de viaje en todas sus facetas. Y se sabe que un viaje implica diversos momentos, aperturas mentales y situaciones que exceden la voluntad de maniobrar con un solo conflicto. Ahí está  la maravillosa Manoel dans l’île des merveilles (1984) con el itinerario de un niño a través del tiempo, uno de los numerosos ejemplos en los que el cine se hace carne en la noción de desplazamiento constante. De este modo, sus películas se presentan como una respuesta a este “concepto predador” basado en la dramaturgia clásica. En algunos casos, se hace explícita la misma fórmula que oficia como punto de partida. En Combate de un amor en un sueño (2000), las historias, matrices de futuros relatos, son introducidas matemáticamente en una especie de prólogo que no disimula su tono paródico. Luego, los relatos, ubicados en tiempo y espacios diferentes, van y vienen, entremezclados con reflexiones filosóficas y debates teológicos.

Misterios de Lisboa no es la excepción. Basada en una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, potencia un mecanismo de adaptación que no se agota en la ilustración de la fuente sino que pone en funcionamiento una serie de recursos constructivos al servicio de un viaje narrativo que rompe con el modelo hegemónico industrial basado en un conflicto central excluyente. La única exigencia, además de invitar a mirar con placer cada plano de factura pictórica, será, en todo caso, la de un espectador activo, capaz de unir los hilos de este maravilloso devenir fílmico. A partir del interrogante sobre la paternidad del niño protagonista Joao, que vive en un convento bajo el cuidado del padre Dinis, Ruiz abre la historia a una multiplicidad de relatos que fluyen musicalmente y se reproducen en diversas voces narrativas en situaciones disímiles, en una obra donde se da la sumatoria de todas las artes y una idea de narración laberíntica que privilegia la simultaneidad por sobre la linealidad de acontecimientos. El recuerdo, como motor narrativo, es apenas la excusa para incorporar un camino entre el sueño y la pesadilla, procedimiento similar a la maravillosa La noche de enfrente (2012) en la que un jubilado pasea por una ciudad a la espera de su muerte. Lisboa es el espacio de aventuras, fugas, desencuentros, de libertinos y nobles, mercenarios y amantes. Todo eso. En este sentido Ruiz ensaya una apertura que incluye todo aquello que desecha el cine masivo que se arroga el derecho de orientarse a un espectador perezoso: escenas mixtas, escenas compuestas de sucesos en serie y la valoración del azar como sesgo positivo en la medida que permite instaurar otra lógica. De este modo una convención (un viaje) puede convertirse en un extraño caso de antropofagia, es lo que ocurre en la perturbadora El territorio (1981).

En el segundo de los ensayos de Poética en el cine, denominado Imagen de ninguna parte, Ruiz se formula la siguiente pregunta: “¿Por qué entonces no temer que mañana el sueño de suplantar al mundo real por otro diferente nos conduzca a otras invenciones también inesperadas, al punto que no haya otra cosa que alteridad, porque todo sería ahí del orden de lo inesperado?”  Si bien el término “alteridad” remite en su análisis al papel preponderante que ocuparon paulatinamente las imágenes virtuales, es la palabra “inesperado” la que cobra fuerza en la medida que todo su cine conduce siempre a un factor de extrañamiento, a un tiempo de percepción donde las cosas se despojan de su rango habitual para ser miradas desde otro punto de vista. Hay planos en Misterios de Lisboa que se organizan de una forma diferente, donde sujetos y objetos que ocupan lugares privilegiados contrastan con otros en profundidad de campo, cuando podrían estar dispuestos al revés. Cuando Ruiz recupera la expresión de Walter Benjamin de “inconsciente fotográfico” en el capítulo IV de su libro, habla de signos que conspiran contra la lectura llana de una imagen, confiriéndole una extrañeza o sensación de sospecha a la percepción. Lo que hace en la película es prolongar esta idea de manera tal que en ciertos momentos unos signos están ubicados jerárquicamente sobre otros, o creemos leerlos como separados en el plano para darnos cuenta de que en realidad están integrados. De manera tal que siempre habrá dentro de un mundo aparentemente orgánico, asociado referencialmente a un contexto histórico, una voluntad por introducir la amenaza seductora de lo involuntario desterrando la utopía de que el espectador podrá controlar todo lo que ve. Que no huyamos es una de las principales virtudes de Ruiz que, al igual que Borges, nos mantiene cautivos y fascinados.

Un aspecto crucial de esta mirada es la búsqueda de un absoluto que nunca se alcanza, la puesta en escena de una paradoja: abarcar la totalidad del universo y mostrar la imposibilidad al mismo tiempo. En todo caso habrá acercamientos o personajes que operen como hilos conductores. De ahí que Ruiz utilice a un cura para que oficie como narrador omnisciente en un diálogo con los novelones decimonónicos a los que alude Misterios de Lisboa.

En esa sumatoria, las artes se complementan. De este modo, la pintura y el teatro son los pasos previos a la imagen fílmica y la literatura es un ente capaz de ser desmontado en la pantalla. Ruiz parece confirmar la teoría baziniana de la evolución del lenguaje cinematográfico como aquel que desmomifica a las artes figurativas anteriores y las libera de este modo de la obligación mimética en la representación de la realidad. Los créditos que abren la película transcurren sobre un fondo pictórico y varias secuencias se inauguran con soportes visuales y dramáticos (como el teatro de marionetas) para dar paso al devenir cinematográfico.La noche de enfrente (2012)

A su vez el cine es un maravilloso instrumento de especulación y de reflexión pero jamás resignado a la lógica del realismo como espejo. Pese a incorporar como representación un contexto histórico de fines del siglo XVIII y principios del XIX,  la cámara se posiciona en varios pasajes desde la perspectiva del reverso, provocando un extrañamiento en la mirada a través de planos invertidos, difusos, misteriosamente bellos. Y si la multiplicidad de ángulos y de perspectivas alimenta el juicio a priori de temerle al caos, los movimientos reposados y musicales de la cámara y la ausencia de un montaje histérico confirman que todo está encastrado de manera magistral por este notable cineasta para el que nunca existirá una única forma de mirar. Un plano nunca es para Ruiz una secuencia que se agota en un solo ángulo de observación; por el contrario, siempre habrá contrapuntos visuales que invitan a descubrir otros signos allí donde el ojo se resiste en una primera instancia acostumbrado a la normalidad narrativa. Se trata de un cine capaz de cruzar distancias y mundos como si atravesara una ventana, de un director que haga imperceptible ese pasaje, como si de un sueño o un viaje hipnótico se tratara. Un arte combinatorio. Un cine que asume la imagen de una esfinge. Son los artilugios de un cineasta chamán.

Publicado originalmente en http://cineramaplus.com.ar/a-proposito-del-estreno-de-misterios-de-lisboa/

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