El viento sabe que vuelvo a casa (2016) de José Luis Torres Leiva

En algún lugar escuché hace tiempo que un documentalista es un codirector y que su principal colaboradora es la realidad, la que verdaderamente dirige y orienta una mirada. Es fácil hablar de la ficción (si es que verdaderamente existe tal categoría a esta altura de las circunstancias), un estímulo que nos determina y nos come con sus relatos adictivos. Para algunos ese dulce implica empujar el género documental al costado del camino o acotarlo al estatus del discurso televisivo. Este error, que muchas veces es un prejuicio, no ha impedido a lo largo de la historia obtener muestras abiertas a las innovaciones y trazar un recorrido en el que un traveling pueda convertir un hospital en poesía y el testimonio de un soldado sobreviviente se transfigure en una serie de versos. De este modo, el núcleo real de una situación permanece como un carozo, recluido, cubierto por las capas que lo envuelven y que no son otras que las herramientas de un cineasta.

Torres Leiva parte de un asunto en El viento sabe que vuelvo a casa: una vieja historia de una pareja desaparecida misteriosamente en Chiloé, región del sur de Chile, motivo que en la década del ochenta inspirara al director Ignacio Agüero para un documental. El tiempo ha pasado y el objetivo es buscar locaciones y personas para emprender una ficción con ribetes trágicos, pero lo que se impone finalmente es la puesta en escena de un proyecto que se niega a abandonar su condición germinal, como si de una presencia insomne se tratara. Nada de dramatismo ni de solemnidad; en todo caso, una exploración que parece eterna y una película que devela su mecanismo de armado, lejos de la pose,  y como ofrenda amistosa hacia el espectador. Su fachada es la naturalidad pero a medida que nos internamos en el trayecto de Agüero lo simple se torna complejo. Los cástings, los encuentros con los isleños, los apuntes en una libreta, son variantes de una escritura en proceso que se muestra como tal, porque ese es el tema: más allá de la planificación, del objeto, del motivo original, lo que rige el destino es aquello que sucede más allá de la creación. Por ello, se materializa la sensación de que todo el tiempo lo que vemos es lo que se está armando, un acto en potencia.

Y es el hombre en un auto el que inicia el viaje y el que enciende el botón para las historias donde lo privado siempre será indicio de un sistema clasista, heterogéneo, y en el peor de los casos, segregador. Es el contexto de enunciación fundacional para hacer preguntas a los involucrados de manera tal que den rienda suelta al relato de sus vidas, mientras la escucha se produce siempre desde un plano de igualdad y a partir de la curiosidad del que indaga pero no se pone por encima de la alteridad. La imagen del sujeto que oye es también la del compilador de cuentos tradicionales que consagra su tiempo en remotas aldeas, pero la diferencia es el gesto humano que enmarca el encuentro y que nunca se impone desde un trampolín intelectual o pretende traducir la riqueza oral. Pero tampoco puede obviar que en ese pequeño territorio se manifiesten las mismas tensiones separatistas que en el resto del país. 

Hay un misterio en esa isla que Agüero no quiere disimular en sus cavilaciones, en sus tanteos, y que se prolonga con la cámara de Torres Leiva. Y hay un camino motivado por el azar. Una anciana que lo recibe en su casa se niega a darle indicaciones y solo le dice “el que sale a conocer, sale a conocer”; se trata de un eslabón más en la cadena de exploraciones y una intervención genial en la medida que demuele cualquier esqueleto de guión o mapa de itinerario. Torres Leiva juega en la misma cancha que Kiarostami y que todos esos grandes cineastas que enriquecen la idea del cine como experiencia de lo imprevisto, de un eterno presente donde todo parece estar por hacerse. Y antes de que el viento y el mar acompañen el regreso, nos invita a mirar a través de una ventana, la noche en la isla.

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