Demon, de Marcin Wrona (2015)

Yo no me quiero casar ¿y usted?

Los casamientos (salvo para los que se casan) suelen ser espacios de pleno goce gastronómico y diversión garantizada. Por ende, si algún imprevisto interrumpe tamaño evento, muchos son los que pondrán el grito en el cielo. Para decirlo más claro: hay una cantidad de actores secundarios agradecidos por participar de manjares pagados por otros.

En Demon, el factor de suspensión obedece a un hecho inesperado: el novio es poseído en pleno festejo. Peter llega al pueblo de su prometida. Las imágenes del comienzo instalan una dimensión siniestra en lo cotidiano, clavan las primeras dosis de horror a plena luz del día. El hallazgo en un pozo de restos óseos inaugurará el tormento del novio que explotará en medio de la fiesta. La escena no tiene desperdicio. Filmada en plano general se propone como ejemplo de cine en estado puro, despojada de efectos y de una composición exquisita en cuanto a encuadres. No será el único momento pictórico. El tratamiento visual de la película es notable. Los colores parecen sacados de las viejas fotografías familiares y contribuyen a forjar esa atmósfera espectral como onerosa.

Lo demás derivará en un desquicio que transformará a esa boda en una de las más antológicas que se hayan visto, con exorcismos truncos, discusiones religiosas y disparates varios. Mientras el pobre Peter sufre las consecuencias de su nuevo estado, el resto de los invitados conformará una galería de excéntricos que seguirán de juerga a pesar del acontecimiento en cuestión. Serán ellos los poseídos por la joda, capaces de continuar el festejo a cualquier precio. Las risas histéricas en medio del terror son otro signo de la locura que gobierna las leyes de este mundo. De un humor sutil y de una elegancia poco frecuente para el género, Demon confirma que lo mejor del terror sigue llegando desde otros continentes.

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