Algunos documentales sobre directores. Un recorrido posible.

Las siguientes impresiones fueron recogidas en los últimos años a partir de la experiencia de ver en festivales y otros circuitos varias películas sobre directores de cine. El orden y la aparición son totalmente antojadizos. No hay ninguna lógica más que la posibilidad de hacer interactuar diversas miradas sobre estos artistas. Va la primera parte.

Michael H. Profession: Director de Yves Montmayeur (2013)

El comienzo del documental muestra una cruel pero significativa escena de Benny’s Video como para que quede claro cuál es el polémico universo de Michael Haneke. Esta delimitación de territorio es apenas el inicio de otros momentos intensos de su filmografía, mostrados también en situaciones de rodaje y complementados con las palabras del director y de los actores. Se podría decir que representa el costado más interesante del filme: la forma en que Montmayeur contrapone lo que dice el austriaco con sus propios métodos de dirección. En un pasaje lo escuchamos declarar que su cine intenta “buscar la verdad y respeta al espectador”; en otro, alguien lo califica como “un genio en crear distancia”, y a continuación vemos la escena más terrible de su último trabajo, Amour, o el castigo aplicado a un niño en La cinta blanca, lo cual genera un espíritu ambiguo por la manera en que opera en el espectador. Tal vez, lo menos interesante es la falta de puntos de vista contrarios o el peligro de que la figura en cuestión termine imponiéndose sobre quien registra. Esto queda en evidencia cuando en una entrevista es el propio Haneke quien decide qué se pregunta y cómo. La megalomanía del artista, dirían muchos. De todos modos, se rebate una idea tosca perpetrada por gran parte de la crítica que quiere explorar la mente del director a partir de sus películas, de calificarlo como cruel por lo que ofrece con su cine.

¡Qué extraño llamarse Federico!-Scola cuenta a Fellini de Ettore Scola (2013)

Ver esta película es de esos acontecimientos que devuelven la confianza en el cine. Un acto de amor, un homenaje (sin pompas exageradas) y una original propuesta que trasciende el mero recorrido documental por los filmes del maestro Fellini. Acentúo la idea de originalidad para los críticos que, con los argumentos de evitar un cine “más académico” como lo llaman, están más preocupados por enaltecer una cámara arriba de un sapo que reivindicar a directores de la talla de Scola. Hay más osadía, creatividad y vida en este hombre, por entonces de de 82 años, que en muchas de las óperas primas sobrevaloradas como caballito de batalla.

Varios niveles de enunciación se complementan a la perfección. Scola logra desmontar con notable fluidez la filmografía de Fellini, ensamblar muchas de sus imágenes, recrearlas y hacer sentir los procedimientos del director todo el tiempo. Destaca el artificio por sobre la vida, incorpora un narrador y nos sumerge por los más variados paisajes de una Roma de ensueño. Al mismo tiempo, narra la relación con su amigo en los primeros años y la forma en que fue evolucionando. Es interesante cuando  inserta archivos de audio para otorgarle la voz a ese personaje de Fellini adulto, de espaldas, interactuando con el mismo Scola recreado. El final es un montaje que emociona sanamente antes de devolvernos a la vida. Imperdible.

Reflejos, de Ignacio Verguilla y Mariela Pietragalla (2012)

Reflejos es un acercamiento a la obra y poética de Gustavo Fontán, un cineasta singular (y obviado por los circuitos consagratorios del nuevo cine argentino) que ha sabido consolidar a lo largo de sus películas un ideario estético muy sólido a través del ámbito de lo cotidiano y lo familiar, el mestizaje entre documental y ficción, entre otros procedimientos. La principal virtud de los directores es respetar ese espacio estético para que hable por sí solo, sin intromisiones abusivas. A partir del montaje de fragmentos fílmicos y de las palabras del propio Fontán, accedemos, como si de un viaje se tratara, al interior de la obra y de las obsesiones que la determinan. Una muy buena oportunidad para descubrir la sensibilidad de un gran director.



Contra la ignorancia: la ficción de Alejandra Rojo  (2016)

Existe una figura en cierta red social cuyo fundamento consiste en enviar un “toque” a algún contacto, una especie de llamada para conseguir una respuesta inmediata. Tal vez sea una imagen posible para graficar el documental de Alejandra Rojo, dedicado al enorme director Raúl Ruiz, cuyo fin parece ser sacudirnos de la comodidad racional e invitarnos al fascinante laberinto que sus películas proponen. La escasa duración no es un impedimento, por el contrario, un acierto que deja en evidencia  dos ideas claras como documentalista. La primera es que la mejor forma de dar cuenta de la monstruosa filmografía del realizador es ir al meollo, a pocos procedimientos fundamentales para sentir sus imágenes y seguir sus ideas; la segunda destierra la posibilidad de cualquier método expositivo/ didáctico consagrado a priorizar lo biográfico como signo excluyente. Esto último, que podría malentenderse en aras de reflotar un espíritu elitista, se convierte en la principal virtud de un documental al que le place jugar con la digresión y la fragmentación para hacer honor a la sustancia fílmica de una obra inabarcable y compleja.

Al no haber un centro más que la percepción momentánea de los pasajes elegidos, las imágenes se complementan con justos testimonios de personas cercanas al entorno del director (amigos incondicionales en esta loca idea de sostener un arte singular) y declaraciones alternadas del propio Ruiz. Y si bien se rescatan fechas claves para la historia personal que marcaron decisiones políticas y estéticas, son las principales obsesiones las que dominan el espacio de interés. Allí están entonces  las marcas de la infancia, las historias navales del padre, las conjugaciones del arte con la ciencia y las posibles combinaciones que destierran la narración anclada únicamente en un conflicto central (A propósito, un desvío personal: si hay una película que une los dos linajes familiares de manera elocuente es Combate de amor en sueño, del año 2000, donde un prólogo incluye matrices de historias de viajes con fórmulas científicas; aquí se unen la profesión materna, docente en matemáticas, y la influencia del padre con sus relatos de capitán de barco).

Pese a la inevitable melancolía que trasunta toda evocación, el tono neutro de una voz en off conducente y analítica ayuda para acompañar las imágenes a través de breves intervenciones. Lo bueno del seguimiento es la discontinuidad. Si hay algo certero en el documental es la necesidad de eludir una estructura férrea para convertir en mármol al sujeto físico. A cambio, son sus ideas las que se materializan y un trabajo importante de montaje cuyo desafío es la síntesis, la condensación de partes que tienden a  un único destino: la poesía. Conmueve (re)ver el doble travelling de El tiempo recobrado (2000) mientras escuchamos acerca de la no linealidad del tiempo y el privilegio del cine como arte que escenifica esa cuestión, pero principalmente la sensibilidad de Ruiz para ir un paso más adelante que cualquier otro a la hora de mostrarlo. También gratifica recordar de qué manera cualquier superficie especular conduce a una dimensión espectral, una de las principales condiciones para una película, siempre “condenada a ser un fantasma” de la memoria.

Dice Ruiz en uno de los pasajes del film: “No puedo dejar de hacer películas”; según la lógica del documental de Rojo, somos “tocados” y ahora está en nosotros seguir el itinerario.

Jerry Lewis, clown rebelle de Gregory Monro
(2016)

Se trata, en principio, de un modesto film de una hora aproximadamente que parte de un destacado trabajo de montaje. El motor de Monro apunta fundamentalmente a bañar la mirada del espectador con una sucesión de imágenes, a fin de que comprendamos la genialidad de Lewis en su salsa. Es en este sentido que debe sentirse la película, desde la impronta de un cinéfilo que agradece  a un  grande de la comedia y ese amor se sostiene en la selección de escenas escogidas, como si no hubiera nada que analizar más allá de la materialidad misma del celuloide y de la performance del actor/director/clown. En este punto, se aparta de otro documental (El método para la locura de Jerry Lewis, Gregg Barson, 2011 ) tendiente a racionalizar un modus operandi. Está claro que a medida que avanza la película de Monro son las emociones las que prevalecen; su legitimidad obedece a que son motivadas por el  agradecimiento hacia una figura descomunal y por los recuerdos con los que uno llena la memoria de la infancia. El director deja en claro por qué los franceses aman el cine de Lewis, de qué manera se instala como el heredero de Chaplin, Keaton, Laurel & Hardy, entre otros representantes de la tradición y uno piensa en cuánto le deben los principales exponentes de la llamada “nueva comedia americana”.

Ahora bien, todo lo anterior es acompañado por testimonios. Están los críticos (entre ellos Jonathan  Rosenbaum, quien escribió hace tiempo una discutible nota en la que para ensalzar a Jerry Lewis, devalúa a Woody Allen), los imitadores y otros actores cómicos. Los aportes son interesantes pero no tienden a poner en cuestión aspectos de su obra, más bien se organizan como complemento de la admiración y la reivindicación proferidas. No obstante, la frutilla del postre, se nos sirve al final. Son diez o quince minutos donde vemos al viejo Jerry sentado con su pulóver rojo en su casa, atravesados el cuerpo y la voz por el paso del tiempo, rodeado de fotos con las cuales interactúa alternando la nostalgia y la inextinguible gracia verbal como gestual. Es el momento del documental y la emoción es sana. Uno mira hacia los costados y advierte los rostros de agradecimiento por tanto a un tipo de noventa años que aún conserva la energía vital para regalarnos una vez más una morisqueta y una sonrisa no exentas de sarcasmo.

Liv & Ingmar de Dheeraj Akolkar (2012)

“Esta es una historia de cinco décadas y dos amigos”. Con esta frase comienza el personal documental que toma como base el libro de Liv Ullman, Senderos. Una casa frente al lago en el presente activa la memoria (y también el olvido) e invoca a los espectros del pasado a partir del recuerdo de esta enorme actriz e incansable compañera de Ingmar Bergman, nada menos. Los materiales serán principalmente los testimonios, las cartas que intercambiaban (una decisión fuerte que abre una puerta a la intimidad no siempre ética) y fragmentos de películas que acompañan el relato. Por la forma en que Akolkar ensambla palabras e imágenes, está claro que subyace la concepción de la obra fílmica de Bergman como un exorcismo de sus demonios interiores, sin embargo, el punto de vista es el de Liv y el paso de los años le permite plasmar una mirada  moderada frente a una relación que tuvo más de tormento que de tranquilidad. Pero, en definitiva, ¿cómo se construye un vínculo de amor en una pareja?, ¿qué determina que dos personas permanezcan juntas, cuáles son los móviles? Las respuestas pueden ser múltiples y Ullman ensaya, hasta poéticamente, diversos veredictos tales como “afrontar el drama de pelear cuando se sabe que uno no es bueno para el otro” o “amarse mundana e imperfectamente”. Y aquí está lo más jugoso del documental: que esta grandiosa mujer haga gala de su tono de voz, de la forma en que escoge sus palabras, de la manera en que mira perdidamente a través de la ventana. En este sentido, se debe reconocer que hablar a cámara es también un arte.

Dividida en capítulos cuyos títulos remiten a sentimientos (amor, soledad, dolor, anhelo, amistad), la película respeta un orden cronológico en el itinerario personal como profesional de la pareja. Se inicia con Persona (1966) y finaliza con Saraband (2003). Más allá de un empalagoso piano y una secuencia final evitable, el relato de la actriz regala hermosas frases donde los límites entre la experiencia de vida y de rodaje parecen difuminarse (“Cuando me miró con la cámara supe que me había reconocido”, “Lo dejé todo en mis películas.”). La evocación es una forma de catarsis que no excluye lo poético y por supuesto, menos, la gigante sombra de Bergman. ¿Qué se esconde detrás de una imagen de este hombre flaco, con gorra, riendo? ¿Cómo se conectan las expresiones de Liv con esos archivos? El documental parece ponernos a prueba frente a ello. “Me causa molestia que siempre me pregunten por Ingmar” confiesa, pero su enorme testimonio confirma la misma imposibilidad. Los fantasmas son así.

Cinema Novo, de Eryk Rocha (2016)

El director de Cinema Novo es hijo del gran Glauber Rocha. Esto implica una ventaja: poder acceder a materiales inéditos pertenecientes al círculo íntimo de familiares y amigos generacionales. Pero también un riesgo: construir una visión parcializada de los fundamentos, los alcances y el desarrollo de uno de los movimientos cinematográficos más importantes del siglo XX. Si bien ambas operatorias están en la película, hay que destacar el acercamiento poético y ensayístico sostenido pura y exclusivamente con imágenes de las cintas que marcaron una época increíble. En este sentido, Rocha tiene muy en claro que la mejor manera de mostrarlo es con la materialidad misma de los retazos de celuloide que pueblan la pantalla antes que con un enfoque didáctico y convencional. Los cientos de fragmentos utilizados y los testimonios son más que suficientes para conocer cuáles fueron los principios estéticos e ideológicos que signaron a un grupo de compañeros con inquietudes diferentes a lo que se venía filmando en el país y en Latinoamérica, y con un espíritu de libertad transmitido al inicio con personajes corriendo, una forma de tragarse las calles con la cámara. También están las influencias y la manera en que fueron asimiladas por los principales exponentes: Humberto Mauro, la Nouvelle Vague, el Realismo Soviético y el Neorrealismo. Y sobre todo filmar y montar como procesos indisociables de la discusión sobre el compromiso del cineasta con la realidad. Puede que hacia el final se resienta el desarrollo por la misma reiteración del mecanismo de montaje pero la fuerza de las imágenes es un sostén más que suficiente. Claro está, queda la pregunta para el espectador, que no está puesta explícitamente en la película: ¿qué quedó de todo aquello, qué pasó en el medio?

David Lynch: The Art Life / David Lynch: La vida en el arte, de Jon Nguyen, Olivia

Neergaard-Holm (2016)

No es mucho más lo que aporta este documental sobre el arte y la vida de David Lynch a los ya conocidos. En todo caso sí se pueden rescatar dos marcos de enunciación que parecen ser sus señas particulares. Una consiste en el acercamiento a su intimidad creativa vinculada con sus pinturas. Lo vemos sentado con su clásica estampa y cigarrillo en mano hablando del particular método que emplea, capaz de encontrar relieves y texturas a partir de la fusión con insectos o alimentos en estado de descomposición. En un momento, un hallazgo por cierto, su pequeña hija Lula corretea alrededor y entonces se produce el claroscuro humano: la inocencia de la niña y la pesadilla de la América profunda encarnada en el particular director. Si hablamos de  un hombre de contrastes, ese instante encarna desde la mirada de los realizadores, un ejemplo elocuente y poético.

El otro marco  lo constituye una puesta en escena al estilo radial donde Lynch relata frente a un micrófono anécdotas personales. La evocación es la excusa para construir atmósferas y expresar a través de las palabras la combinatoria de visiones y alucinaciones que han poblado sus películas. Se trata de una especie de memoria privada signada por la peculiar voz del cineasta en la que se destacan, fundamentalmente, aspectos de la infancia y en la que no faltan además algunos videos caseros. En definitiva, un modesto ejercicio concebido desde la admiración pero que al ser contado en primera persona gana en el terreno de la emoción.

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