Vampiros musicales. Algunos retratos documentales.

Eat that Question: Frank Zappa in His Own Words / Tragate esa pregunta: Frank Zappa según sus propias palabras, de Thorsten Schütte/

Zappa es un genio y todo el mundo parece tenerlo en claro. El tema es que como suele ocurrir con esta clase de músicos muchos huyen con la excusa de que es difícil o que no responde al convencional concepto que tenemos de melodía o de canción. El documental, si bien toca esta cuestión, devela un aspecto más del artista que contribuye a una visión más integral: su pensamiento político y contestatario de la corrección en todas sus formas. Y no hablamos del tipo que hace un culto al reviente como parte del negocio del rock ni que se ajusta a las modas, sino de quien escapa a toda norma. Mientras todos estaban inmersos en el sueño hippie, Zappa pensaba en un formato de disco donde la fusión de estilos y de géneros era totalmente innovadora para la época. Sus intervenciones en programas de televisión y sus discusiones en el mismísimo senado no tienen desperdicio, así como la demolición del sueño americano, de la política intervencionista, en las declaraciones que hace o en las mismas letras de canciones como Bobby Brown. Pocas veces obra y pensamiento son caras de una misma moneda. Hay que proponer en las escuelas que se lean a tipos como Zappa y el mundo será otro.

Marley (Estados Unidos-Gran Bretaña/2012) de Kevin Macdonald

Son difíciles los análisis centrados en la modalidad de documentales sobre músicos y más aún si uno ama las canciones que nos dejaron. No es mi caso con respecto a Bob Marley y al reggae, uno de los estilos más bastardeados y banalizados por generaciones. No obstante, sin ser un seguidor, jamás negaría su talento. Es así que me acerqué a la película de Macdonald sin demasiada expectativa. Los antecedentes del género muestran, en términos generales, una admiración incondicional sin puntos de vista confrontados o una apología del desastre basada en la idea romántica del artista que se destruye a sí mismo. Son pocos los que salen airosos (me atrevería a decir que los de Scorsese sobre Dylan y Harrison son dos ejemplos contundentes).

La mirada sobre Marley se construye desde un marco oficial, dada la abrumadora presencia de testimonios familiares (algunos participaron como productores) y amigos. Si bien representa una ventaja por la cantidad de archivos inéditos aportados, por otro lado no lograr despegarse de una cierta hagiografía casi inevitable en esta clase de retratos. Lo interesante es que lo anterior no es una constante y sí se pueden destacar momentos valiosos. Entre ellos, la evolución musical del protagonista. Hay aquí una cautivante revisión de los Wailers en los sesenta  y de cómo se fue definiendo el estilo posterior. También, el análisis sobre su conflictiva condición de mestizo en la Jamaica de entonces y las contradicciones que surgen cuando se pega el salto a la fama. Como otros artistas, Marley fue utilizado en los setenta por intereses políticos de pandilleros más que ideólogos (algo similar le ocurrió a Lennon). El director alterna las canciones con hermosas locaciones bien captadas en sus ambientes y el montaje posibilita una narración fluida. El didactismo cumple a la hora de referirse a cuestiones en torno a la religión rastafari, a los prejuicios de la industria musical y a los tensos vaivenes de la banda. También hay una escena que merece destacarse porque es un punto central en esta clase de documentales. En un determinado momento, se les da a los parientes auriculares para que escuchen la canción Cornerstone luego de aportarles información sobre su contenido. La resignificación evidenciada en sus miradas es también la de los espectadores cuando escuchan las canciones de cualquier músico en el contexto de una sala y las vuelven a considerar desde otro punto de vista gracias a la habilidad del director. Extraño momento que es, a criterio personal, lo mejor del filme.

Sin embargo, hacia el final (cuando los minutos empiezan a pesar) cae en los laudos que había tratado de evitar y en algunos golpes bajos (siempre será discutible cuando se muestran fotos de personas enfermas). Entonces aparece un interrogante que bien podría formularse al respecto: ¿se trata de una confirmación de lo sabido o de un aporte enriquecedor? La respuesta la tendrán los incondicionales a Bob.


Gimme Danger (EE.UU, 2016), de Jim Jarsmuch

En Gimme Danger, dos cosas quedan bien claras. Una que Iggy Pop es el desafío encarnado a la muerte, el tipo que se le rió a la parca y que sigue riéndose a partir de concebir la vida como una permanente patada en los huevos a la corrección. Otra, que el canoso director no puede esconder su fanatismo por los Stooges.

Si hay algo que tienen los documentales relacionados con el mundo de la música es el hecho de compartir rasgos genéricos con las películas de gánsters en la medida en que son propensos a narrar historias de ascensos y de caídas, de acceso a la fama y al infierno de los excesos. La diferencia en este caso es que la mirada de Iggy es totalmente desenfadada y más cercana a la comedia anárquica de los hermanos Marx. La evaluación de los hechos que hace de su vida evita cualquier atisbo de emoción tramposa y en todo caso apunta a una actitud verdaderamente punk. Valgan dos ejemplos. Cuando habla de sus orígenes, de la búsqueda de un rumbo musical que lo distinga dice “Fui a la playa, me fumé un porro y me di cuenta de que no era negro”, reflexión que sirvió como motor para la formación de The Stooges. Más adelante, en otro momento en el que el espectador pone todas sus expectativas (el encuentro con Bowie) refiere “Entonces fui al club. Conocí a Bowie y…era…cool” La sardónica parquedad de la declaración echa por tierra todo deseo de otorgarle trascendencia y protagonismo al duque blanco y a la situación. Así de simple y directo se muestra la iguana. El resto es un compendio de escenas alocadas, de los cambios que sufrió la banda y de información sobre cada uno de los miembros, pero lo mejor y lo que queda es el marco de enunciación con el rostro de Iggy y su sonrisa de viejo zorro contando las jugosas anécdotas. Esto solo alcanza para sostener el documental y volar a escuchar los discos.

Una coda

Entre este tipo y yo hay algo especial. Under the Influence se llama el documental y es un retrato intimista de Keith. Tiene concesiones televisivas pero no importa. Cuando hay alguien que se jacta de lo que ha escuchado más de lo que ha compuesto, yo lo admiro. Verlo hablar con pasión, tocar los discos de Chuck Berry, Muddy Waters, Howlin’ Wolf, verlo zapar con Tom Waits, son apenas los detalles de una gema. «No estoy envejeciendo, estoy evolucionando» dice mirando a cámara y sonriendo el viejo zorro.

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