Si somos una familia muy normal. De vínculos parentales y algunas cosas más.

“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.” Así comienza uno de los cuentos más conocidos de Julio Cortázar, cuyo desarrollo hace estallar la demarcación entre lo literal y lo metafórico. Podría pensarse este procedimiento en la relación que establecen palabras e imágenes en el enrarecido mundo familiar que propone Vladimir Durán en Adiós entusiasmo (2017), dentro de una casa donde un grupo de personajes permanece en medio de ritos y juegos mientras la madre se encuentra encerrada en un ambiente contiguo y solo escuchamos su voz de vez en cuando, aunque sentimos la presencia de manera constante. La hermana (Verónica Llinás) le dirá en algún pasaje que “siempre fue una madre ausente” y uno nunca terminará de entender cómo hay que interpretar esa sentencia. De esto se trata, de poner en crisis la relación entre palabra e imagen. Pero también el funcionamiento del habla.La alternancia entre el lenguaje escrito y el coloquial subvierte el dispositivo oral. Por eso el comienzo. Se escucha: “¿Vos sabés qué es la materia oscura?” pregunta Axelito, el pequeño del hogar, mientras un fundido en negro se mantiene unos cuantos segundos y allí queda establecido el pacto con el espectador: la aceptación de un universo cerrado, cotidiano, donde se retuercen progresivamente los resortes de la verosimilitud en torno a lo que oímos (erosionando el lenguaje mismo) y lo que vemos (un formato panorámico exagerado con angulaciones varias, planos cercanos, desencuadres y variaciones focales). De modo tal que si en medio de ese cuadro familiar camina un tigre con naturalidad (como en Bestiario del mismo Cortázar) o un niño teje maniobras siniestras (como en varios relatos de Silvina Ocampo), nada debe sorprendernos. En todo caso, podemos recurrir a un tubo de oxígeno para salvarnos de la asfixia claustrofóbica de esta familia.

Pero más allá de las referencias que uno pueda establecer, hay un sólido trabajo de cámara y de montaje tendiente a descentrar permanentemente los hechos, a construir un rompecabezas cuyas piezas nunca van a encajar del todo. Y fundamentalmente a mantener la intriga a partir de personajes poco entusiastas (una maniobra que refuerza un particular sentido del humor como una atmósfera de extrañamiento) y de una madre fuera de campo a la que escuchamos demandar, protestar y pedir para que la saquen. Su voz parece sumergirnos en una especie de Psicosis vernácula. Nunca sabremos por qué está ahí, como jamás podremos determinar la naturaleza del núcleo familiar. Solo algunos indicios diseminados nos harán caer en las trampas de la interpretación forzada. El afuera apenas se cuela en algunos planos aislados, y así el interior mismo deviene en una opresión constante, siempre a punto de estallar y poniendo una barrera con el espectador en tanto y en cuanto es muy difícil tener empatía con los personajes.

Lo saludable de la propuesta es la forma en que solapadamente Durán traza el dibujo de la disfuncionalidad familiar desde una estética que remite al absurdo y al escamoteo de emociones, sin escandalizar. Esto supone un riesgo, el de la frialdad y la indiferencia, sin embargo, quienes estén dispuestos a perderse en esta tierra de incertidumbres y de extrañas costumbres, disfrutarán de la belleza de lo indeterminado.

“Las mujeres lloran hasta cuando duermen” es una frase que aparece en Kadosh, película de Amos Gitai de 1999 que guarda directa relación con esta ópera prima de Rama Burshtein en la representación de las dificultades que aparecen en el universo femenino ante las presiones existentes dentro de una comunidad ortodoxa en sus convicciones religiosas. La situación personal de Gitai (hijo de padres repudiados por sus familiares ultraortodoxos por haberse enamorado y relegados al ostracismo) generó críticas encontradas dado que proponía una mirada impiadosa pero jamás impersonal. Su lugar de enunciación era claro. No se puede decir lo mismo del punto de vista de Rama Burshtein en La esposa prometida (2012). Queda de manifiesto que está involucrada con el grupo colectivo del cual da cuenta y nunca disimula su pertenencia. Esto genera ciertos aspectos positivos tales como la propuesta de un registro casi etnográfico/documental de observación y un cuidado en la puesta en escena, signos que logran disimular los tramos argumentales más débiles, cercanos a una telenovela. No obstante,  nunca se logra afianzar el lugar de enunciación de la protagonista Shira y si bien esto se traduce como un gesto honesto dada la condición religiosa de quien filma, queda la sensación de que se podría haber ido más lejos.

Los primeros quince minutos aceleran la narración para dejar paso al tema central del film: cómo tomar una decisión que parece propia pero no lo es. A Shira le proponen casarse con Yochai, su cuñado, quien ha quedado viudo y con un bebé a cargo. El entorno presiona para que esto suceda y evite que el joven emigre. Le dicen “Es tu decisión” pero sabemos, intuimos por las miradas, que no lo es. Sobre este dilema se teje el resto de la historia y la cámara propondrá en qué medida debemos involucrarnos o no con la cuestión, avanzando y alejándose, para establecer también su discurso. Por momentos, el acercamiento es afectivo, íntimo, cuando resalta la fotogenia del rostro de la bella actriz Hadas Yaron; luego, la distancia incorpora un registro más ligado al documental con una iluminación demasiado exacerbada en una blancura tendiente a enmarcar con un aura a las criaturas que habitan esos interiores opresivos. Los colores no son parte de la realidad de los personajes, más bien configuran el entorno de los objetos, dado que los matices y las diferencias no cuentan en esta comunidad de rituales y prácticas consagradas a la reiteración. Las emociones están contenidas, forman una pared que encierra en cada ladrillo una tragedia personal, obstruida por la adustez de rostros que apenas se atreven a devolver una mirada. Si se mira, si se busca (como en la muy buena escena inicial) es por mandato.

La ausencia de una voz más elocuente desde el punto de vista enunciativo tal vez se compense con un momento verdaderamente cinematográfico hacia el final. Tiene que ver con la forma en que Shira procesa su inminente destino. Es allí cuando la sentimos única y humana a la vez.

La región salvaje (2016) del mexicano Amat Escalante está concebida desde la sordidez y la incomodidad. Su carácter diletante aparece encadenado inevitablemente a la idea de un mundo desangelado, carente de amor, donde los seres humanos se mueven por instintos y cogen como conejos. En esa doble dirección se juega y el comienzo es bastante elocuente al respecto. Un plano fijo sobre un meteorito conduce luego a una joven mujer masturbándose con un tentáculo. No hay movimiento, dinámica alguna en el enlace, sino estatismo. Cada cuadro debe sostenerse por sí solo, pero en el conjunto no hay movimiento interno: la respiración de La región salvaje es artificial y se apaga progresivamente. Hay belleza, sí, pero a cambio de violencia. Parece ser una condición sine qua non. Y es tendencia en gran parte del cine latinoamericano actual.

El mundo de Escalante en pantalla es de sopor y cada acción de los personajes está enmarcada por el cansancio y el fastidio. Se podría pensar en una suerte de nihilismo que golpea a cada imagen y que bien representaría un estado de incertidumbre generalizado en una sociedad multifacética como la mexicana, pero, tal vez, sea preferible rescatar el insólito argumento y defender el espíritu lovecraftiano de dioses primigenios que se cuela sin escándalo en la historia. Esta jugada fantástica impresa sobre el drama familiar y conyugal es más estimulante que los fríos e insólitos vínculos entre los personajes. Cada vez que la cámara bordea la naturaleza y se adentra en un inhóspito bosque para sugerir la presencia de lo sobrenatural, asoman los mejores pasajes, frente a una negatividad imperante, por momentos, gratuita y banal.

Las criaturas del film son eslabones sueltos que se juntan por casualidad. Una pareja instalada en una cabaña, lejos de la ciudad, asiste a la caída de un meteorito que deja, no solo un cráter en el que varias especies de animales copularán (una de las grandes escenas), sino una extraña criatura con la cabeza similar al Alien que todos llevamos en el corazón cinéfilo y unos cuantos tentáculos capaces de dar placer hasta reventar. Porque es ley universal que el goce lleva a la destrucción en el universo de estos directores. Y si aquellos personajes que quedan enrollados disfrutan a más no poder, no es algo que se traslade necesariamente a los espectadores, capaces de admirar los encuadres perfectos, la pericia formal, de entregarse a los bordes difuminados por una cortina de niebla, pero que nunca se conectarán con el mutismo y la hierática presencia de esos seres sufrientes. A fin de cuentas, parece decirnos Escalante, no es obligación interactuar con una película desde el placer, también se puede hacerlo desde el interés (no lo llamaría ni siquiera extrañamiento).

Hay que decir que La región salvaje es más tranquila que los trabajos anteriores del director en términos de brutalidad explícita y de examen de tolerancia a quienes miran. No es un dato menor viniendo de quien viene. La balanza esta vez marca un equilibrio mejor concebido entre un estado de violencia y un misterioso acercamiento a la naturaleza que funciona como antídoto ante el automatismo y la inexpresividad de los personajes y las situaciones que sostienen el fragmentado relato.

           

Hay un rasgo que distingue a Le Fils de Joseph (2016) de La sapienza (2014), el anterior film de Eugène Green, una llave posible para ablandar el cerrado y particular universo del director, fundado en el distanciamiento emocional con respecto al espectador y el antipsicologismo de sus criaturas. El mismo se sostiene sobre la base de una atractiva paradoja, a saber, cómo conciliar la idea de comedia en el marco de un buscado estatismo formal a base de encuadres y de diálogos filmados con planos/contraplanos  frontales en los que los personajes miran a cámara. El juego funciona, es seductor y bastan dos o tres líneas de diálogo, dentro de una parquedad comunicativa forzada, y la aparición de Mathieu Amalric (genial como siempre) en el papel de un agente literario, villano absoluto y encantador, que ha sido un desastre con sus hijos. En un momento dice “los detalles me aburren” y esa es la excusa por la cual justifica el olvido de sus nombres. Son esas pequeñas dosis la que le otorgan a la película un aire de liviandad frente a temas pesados existencialmente.

Dividida en cuatro capítulos, que continúan la referencia bíblica del título, la historia se centra en Vincent, un joven que creció con su madre y ahora decide descubrir la identidad del padre. Sus investigaciones lo conducen al maquiavélico y sinvergüenza Oscar (Amalric); su carácter lo pone en un contexto de diferencia con respecto a los amigos. Poco comunicativo, irritable, vuelca el desconocimiento de la figura paterna en un enorme cuadro de Caravaggio, “El sacrificio de Issac”, estampado en una de las paredes de la habitación como si fuera el de una banda de rock. Se trata de un signo más de disociación entre los espacios y los objetos que la puesta en escena se encarga de señalar desde el comienzo, cuyo efecto es el extrañamiento ante lo que vemos y entendemos como realidad. De este modo, una relación sexual podrá ser vista desde los resortes de una cama, los decorados de la casa estarán inundados de color azul  y de un plano exterior cotidiano podremos pasar casi imperceptiblemente a otro de conmovedora belleza (el protagonista caminando entre los árboles por un camino sombrío). Así de libre se muestra Green con tenues desplazamientos de cámara que parecen tapar con su levedad los continuos desplazamientos de los personajes en tránsito por la ciudad  (una herencia de la Nouvelle Vague). Para ello, el montaje es eficaz. Las elipsis establecen una economía tal en el relato que el pasaje de un acto a otro permite hacer avanzar la trama fluidamente. Toda la secuencia disparatada en la oficina en la que se infiltra Vincent para espiar a Oscar representa una inserción de códigos propios de la comedia que, sin invitar a la risa fácil, se disfrutan enormemente.

Y si el arte está presente en todos lados no es para construir un discurso necesariamente solemne o enciclopedista sino para instalar un registro paródico y  entablar relaciones generacionales. Vincent escupe su bronca (“nadie me quiere y yo no quiero a nadie”), sin embargo, su identidad se verá alterada cuando conozca a Joseph (Fabrizio Rongione), su tío. Además de iniciar un periplo geográfico y vivencial, el vínculo entre ambos servirá para introducir algunas preguntas frecuentes en el director: ¿cómo compatibilizar el arte con la vida?, ¿cómo captar el pasado artístico bajo la lente del presente? En todo caso, las respuestas no se dan desde un marco solemne. Nuevamente, algunos pasajes dialogales parecen apropiarse del discurso bíblico para ponerlo en un terreno paródico: “¿Qué puedo hacer para ser bueno?” pregunta Vincent y entonces Joseph agrega “Escucha la voz de Dios”. El tono, la postura corporal inmóvil y la situación ponen al espectador en la disyuntiva entre la risa y la reflexión. A medida que la película avance, las citas bíblicas (reforzadas musicalmente) se acentuarán  y serán determinantes las experiencias de los personajes, fundamentalmente la de Vincent, para transformarse.

Hay una imagen recurrente en el film. En la misma vemos a los protagonistas caminando de espaldas sin un rumbo preciso. Tal vez sea otra forma de movimiento asociada a la libre dirección de Le Fils de Joseph, siempre abierto a aceptar que entre el drama y la comedia existe un puente siempre a punto de quebrarse.

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