Sieranevada (2016) de Cristi Puiu

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Una cámara situada a una distancia considerable como para espiar una esquina en un día más, frenético y plagado de ruidos de autos. Un tiempo para observar también a una pareja que sale de un lugar con una pequeña. Paredes pintadas de fondo sobre tonos azulados. No es una postal de presentación ni la búsqueda forzada de cierta estética complaciente; más bien un golpe de realidad donde el sonido directo altera cualquier idea de nitidez y de tranquilidad. Un plano secuencia que refuerza esa incomodidad sin reparos. Serán apenas los únicos minutos destinados a exteriores. Luego, un auto. Los planos se tornan cerrados y asistimos a una discusión poco soportable entre la pareja con signos de histeria. Todo el camino que circundan no ayuda demasiado para soliviar el clima de tensión, teñido de un cielo gris y con camiones y tractores que pasan constantemente colaborando con la contaminación sonora. Puiu nos da la bienvenida a Rumania y luego nos mete en una casa durante casi tres horas para que ese espacio dramático, sostenido notablemente con la cámara, hable bastante del país aludido puertas adentro.

Ese pequeño universo con mucha gente adentro que transita los ambientes elásticamente es observado por una cámara espía que jamás se entromete y que trabaja sobre un discurso a base de rumores o tonos elevados según la posición que mantenga. Al mismo tiempo que alterna los detalles sonoros, lo mismo hace con los colores azules y marrones. No hay idea de completud sino fragmentos de un ritual familiar cuyos condimentos asoman paulatinamente siempre y cuando nos entreguemos con paciencia a las reglas que el registro propone. Se materializa un encierro familiar, por momentos con un tinte costumbrista, pero paradójicamente ese espacio siempre está abierto a las expectativas de que algo pase. Lo cotidiano deviene como una pesadilla de esas en las que uno tiene los pies empantanados y no puede correr. Hay en Sierranevada una especie de fascinación que impide que abandonemos el barco antes de tiempo aún con el marco claustrofóbico que utiliza.

Pero también existe un pequeño relato que se arma. El hombre en cuestión, el de la primera escena, es Lary, un médico que acude a esa casa porque allí todos conmemoran la memoria del padre. Como suele ocurrir en los funerales, los estados de ánimo fluctúan y un día transcurre como si fuera una vida entera (al igual que el drama o la comedia). Desde este punto de vista, resulta admirable la forma en la que el director construye un campo minado de tensiones siempre al borde del estallido donde los temas pasan rápidamente. Los planos secuencia siguen los desplazamientos de un ambiente a otro donde los climas emocionales varían y algunas verdades afloran, pero siempre bajo una lógica que evita que las verdades y las miserias se vomiten descaradamente sino que ingresen natural y desapercibidamente en tiempo real.

El contexto es un armado por parte del espectador paciente que sabrá dar forma a una serie de gestos privados cuyo signo recurrente, en medio de la muerte, es la amargura, sentimiento rastreable no solo como consecuencia de la demencial situación europea actual sino por los restos de un país en el que la promesa capitalista reavivó los espectros de un pasado comunista. Las heridas están abiertas y bien visibles en esa coreografía familiar que no es más que un centro neurálgico más de la Rumania presente. Una propuesta radical y notable de un cineasta que con una corta filmografía dejó de ser una promesa.

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