El irlandés / The irishman (Estados Unidos – 2019) de Martin Scorsese

En Buenos muchachos (1990), Scorsese toma como referencia The Roaring Twenties de Raoul Walsh (1939), pero le escapa a la dramaturgia clásica en el ascenso y caída del gángster y se mueve en el vértigo de una narración fulgurante a base de bruscas elipsis. Al mismo tiempo, busca acentuar la correspondencia visual a la convulsión interior del personaje y a su paranoia. En una de los tantos momentos mágicos, un plano secuencia nos invita a pasar al bar de “los buenos muchachos”. Imágenes y relato nos presentan a cada uno de ellos mientras los colores, la música y los rostros se asoman en pantalla. Casi treinta años más tarde, un plano secuencia también inaugura la historia en El irlandés, pero la cámara se mete en un asilo. El tiempo pasa para todos: allí se encuentra Frank Sheeran (De Niro), un veterano de guerra y camionero que ha consagrado gran parte de su vida a la mafia y a ser la mano derecha de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el famoso líder sindical. En 1990, la narración se articulaba desde la perspectiva de un chivato; en el 2019, desde la voz quebrada de un tipo que ha sobrevivido, pero que ha quedado solo. Los espectros de la saga de El padrino de Coppola y del Leone de Érase una vez en América (1984) son evocados, aunque despojados del aire shakespereano en un caso y la nostalgia acentuada en el otro. Como si fuera un gancho de clausura, Scorsese parece buscar la síntesis de sus obsesiones y de una tradición tan noble que comienza con los gángsters desde Underworld (1927) de Josef von Sternberg en adelante, transitando los códigos clásicos del género y fusionándolos con la vertiente del etnonoir surgida en los setenta.

En El irlandés también conviven los dos tonos que han recorrido toda su filmografía. En la alternancia aparecen los tramos narrativos veloces, al ritmo de la circulación del capital y de los cambios sociopolíticos, que conforman esa épica reconocible fundada en el ascenso, los códigos de amistad, el cuidado de la sagrada familia y el poder. Luego, aquellos pasajes de reposo que conectan con películas como Kundun (1997) o Silencio (2016) donde lo religioso se presenta una vez más materializado en las dudas de los protagonistas. En relación a los primeros, basta revisar el magistral timing que Scorsese maneja cuando da cuenta de todos los movimientos de los sindicatos, la mafia y el aparato político. Años y maniobras se suceden paralelamente al acceso de Frank a zonas de privilegio (hasta donde su origen se lo permite, claro) gracias a su amistad con Russell Bufalino (un Joe Pesci contenido como conmovedor). En cuanto a los segundos, están las paradas en auto donde se activa el recuerdo y se prepara el terreno para la secuencia final, de alto impacto emotivo. Dios, Cristo y Judas aportan nuevamente sus rostros encarnados esta vez en estos tres personajes. Y el tiempo (gran protagonista anticipado con el plano del reloj al principio) no solo es esa cadena de hechos que la memoria del viejo Frank construye a medida que recuerda/olvida, también es la dilatación de una decisión que intentará, como en la tragedia griega, evitar un destino para constatar su carácter irremediable (la escena de la fiesta en reconocimiento de Sheeran es antológica, en este sentido). En un mundo lleno de trampas, la única alternativa es aceptar esa moral, que es como una religión, donde no faltarán corderos sacrificados y verdugos. El padre, el hijo y ningún espíritu santo. Las dudas para Martin Scorsese están en la tierra, aún en los ambientes mafiosos. Sin embargo, todo tiene un costo: la familia. He aquí la cuestión, cómo conciliar ambos mundos. En El irlandés hay también ovejas descarriadas, miradas que interpelan, y una en especial, la hija menor llamada Peggy será quien silenciosamente descubra la naturaleza de su padre y rompa el cerco de seguridad impostada y protección hogareña. Frank tratará de llegar a su hija. Si los espejos son centrales en la obra de Scorsese, será el rostro de Peggy uno de ellos, un interlocutor capaz de poner en crisis su modus operandi. El otro es el de Russell, la mirada del capo, la antesala del deber y de la sangre. Dualidad problemática entre cuerpo y alma, entre normalidad y excepcionalidad, entre acatamiento y transgresión, entre realidad y deseo, entre culpa y expiación. Si Jesús condujo al paroxismo esta batalla en La última tentación de Cristo (1988), Frank retomará la posta en la trama política de El irlandés.

Finalmente, la vejez se asienta implacablemente en los rostros, alterados con efectos especiales, al igual que las visiones sobre el pasado. En Viviendo en un mundo material (2011), el magnífico documental sobre George Harrison, Scorsese muestra al guitarrista en su etapa solista que mira en el monitor a su joven versión interpretando This Boy, con un semblante que devela gracia y nostalgia a la vez. En este retrato, que elude lo épico y lo unidimensional, también los Beatles releen su historia. Probablemente Scorsese haya partido de esta idea como una opción estética viable a la hora de construir su fragmentario retrato sobre la naturaleza humana de este excepcional músico, acaso para actualizar las dos primeras líneas de All Things Must Pass: “El amanecer no dura toda la mañana /Un nubarrón no dura todo el día” El irlandés es eso y Frank lo sabe. El director que siempre trabajó la representación del cuerpo como síntoma externo de una problemática interior, con heridas a base de puñetazos, látigos y balas, aquí ofrece un cuerpo cansado que dejará una puerta entreabierta para irse a dormir y tal vez alcanzar la expiación. Solo el tiempo dirá qué sigue.

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