Dos estrenos nacionales. De silogismos ilustrados e íconos.

Otro de las extrañas consecuencias que nos depara este confinamiento obligado es la exhibición de los estrenos nacionales en la televisión por cable. Un problema en Argentina conlleva siempre dos problemas por lo menos. El primero es para quienes no acceden a este beneficio (hoy, un lujo); el segundo, acaso más vinculado a una exigencia purista, es que el cine debe verse en las salas. No obstante, también es cierto que en condiciones normales, las películas de las que hablaremos están destinadas a un solo espacio y por escaso tiempo, víctimas de la indiferencia del público y de los exhibidores.

El maestro, de Cristina Tamagnini y Julián Dabien, comienza de la peor manera, es decir, con otro habitual modo de silogismo ilustrado, un tentador vicio que recorre varias historias de nuestro cine hace ya unas décadas. Dos veces, por lo menos, aparece esta voluntad por juntar dos premisas seguidas visualmente para que la conclusión nos caiga presa de una lógica tan evidente como burda. Al principio aparece un nene en el colegio que se pelea con los compañeros, el maestro lo socorre y le dice “otra vez Miguel a las piñas”. A continuación, lo vemos en su casa con el padrastro, un tipo muy desagradable que le quiere enseñar a boxear. El mismo determinismo asoma unos minutos después. El protagonista de la historia es Natalio un hombre apasionado y comprometido con la tarea de enseñar, solo que en el lugar y el tiempo equivocados: un pueblo de Salta, unas décadas atrás, ese infierno por donde circulan los rumores hasta convertirse en agresiones insoportables. Pese al tratamiento contenido del tema de su homosexualidad (en el sentido de no reiterar fórmulas vistas) la película no puede escapar del silogismo ilustrado, sobre todo porque el entorno hogareño de Natalio está dominado por la ausencia del padre y la omnipresencia de la madre, para que sepamos bien de dónde proviene su elección sexual, como si fuera un imperativo determinista que no se puede soltar a la hora de contar una historia.

Ahora bien, salvada esta cuestión y algunos excesos musicales, hay que decir que la película se sostiene con otros pilares más interesantes. Uno de ellos es la excelente labor protagónica de Diego Velázquez en cuyo cuerpo se descubre un personaje entrañable y en cuyo rostro, que aguanta estoicamente su identidad frente a los prejuicios, se traza la tristeza de habitar un mundo que ha vivido equivocado. Los realizadores aciertan en trabajar la homofobia sin desdibujar al personaje central y el sueño de representar con los chicos y las chicas El principito. Y a pesar de que, por momentos, esta clase de cine se vuelve educativo, la imagen del maestro con el portafolio es lo suficientemente fuerte como para olvidar, del mismo modo que no se olvida el color marrón de las fotos viejas.

De temática similar, pero con un abordaje totalmente diferente, es Canela, de Cecilia del Valle, la historia de una arquitecta trans en Rosario. Lo maravilloso de este documental es que, más allá de la problemática de género que muestra en consonancia con una cantidad impresionante de películas actuales, tiene muy en claro la importancia para constituir un personaje, un ícono: Canela con su camioneta amarilla es una imagen genial, de la patria del cine. La secuencia inicial debería figurar entre lo mejor de los últimos años porque es el anuncio más elocuente de esta especie de Road Movie donde vemos a la protagonista transitar por diversos lugares (su casa, la obra, la facultad, terapia, la casa de su ex pareja), orgullosa de su decisión, sin victimización exacerbada ni bajads de línea. Del Valle entiende muy bien que para hacer visible un tema no es necesario resignar al cine. Por ello deja fuera de campo lo que ya sabemos (los prejuicios, las discriminaciones), se focaliza en los miedos lógicos de Canela ante una posible operación y le ofrece con total justicia una luminosidad a su persona. Y esto es para celebrar. Y no se trata de la versión de un mundo feliz para una temática que suele regodearse en el dolor, sino de hacer justicia a la entereza de un ser humano que ha decidido reconstruir su identidad, de darle un nuevo rumbo a su vida.

Canela tiene, además, la virtud del humor, ese lazo sagrado con la tierra, y escenas desopilantes. En los silencios y pensamientos de la protagonista también se refleja la indecisión, la incertidumbre sobre ese horizonte al que conduce la operación. En este perfecto equilibrio se conjuga la principal virtud de la película. Mientras tanto, Canela y la camioneta amarilla continúan paseando por mi cabeza.

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