El humor sana (me dijeron por ahí)

Se suele decir que beber, jugar, drogarse y otras cuestiones son perjudiciales para la salud. Es más, se advierte en bizarras etiquetas para evitar juicios multimillonarios. Yo agregaría que el cine también es perjudicial para la salud y que deberían colocar cartelitos en las promociones (ni hablar de ese veneno llamado Netflix; habrá que esperar quién pueda ser el valiente capaz de ganarles alguna millonada de la que facturan por segundo). A las pruebas me remito. Pero, tengo la necesidad de anticiparles, como el narrador de El corazón delator de Poe, que yo no estoy loco, bajo ningún punto de vista. Las cosas se dan así. Todo por culpa del cine.

Resulta que algunos trámites de salud me han tenido ocupado durante este último tiempo, problemitas que no vale la pena enumerar pero que me tienen como una especie de Mickey, el personaje de Woody Allen en Hannah y sus hermanas. La cosa empezó con las cervicales. Dos o tres mareos me hicieron recordar a los viajes de Peter Fonda en TheTrip.

Luego siguió con un temita en el ojo izquierdo que derivó en la aplicación de unas inyecciones. La obra social, negocio si los hay, se hizo la víctima incapaz de cubrir el costo y acá estamos en medio de un litigio que me hace sentir como Julia Roberts en Eric Brockovich. Hoy en el sala de espera en el quirófano, una enfermera muy amable me coloca unas gotitas de anestesia y me da la ropa para entrar al quirófano, un delantal verde con unas tiras que nunca logré atar por supuesto. Es que en esas situaciones que requieren habilidades manuales soy El joven manos de tijera y como el gran Jerry Lewis, toda la vida he peleado con los objetos (podría enumerar una serie de imbecilidades y torpezas al respecto que harían honor al Libro Guinnes). La cuestión es que al rato llega la enfermera para aplicar la segunda tanda de gotas y se empieza a reír. Eso fue lo peor, porque parecía Bob Geldof en The Wall convertido en muñeco mientras suena The Trial. Pero claro, cómo no iba a tentarse: me puse la gorra en uno de los pies y la de los pies me la calcé como Napoléon en la cabeza. Si hubiera tenido un espejo me habría tentado yo también. Esbocé una falsa sonrisa para no deprimirme y pasé al quirófano, caminando con el culo al aire como Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder (las tiritas nunca logré atarlas). Allí la cosa se hizo más solemne: todos envueltos, el doctor preparadísimo y yo acostado y atormentado como Álex en La Naranja mecánica (no voy a dar detalles del momento, pero no fue tan tremendo).

A todo esto, ayer me sacaron una muela (ya estaba programada la extracción, no soy hipocondríaco) y obviamente me acordé de la película que todos los cinéfilos recuerdan en ese puto momento, Maratón de la muerte, en la que Dustin Hoffman es torturado con algunas prácticas inconvenientes. Es inevitable. Para las cervicales, estoy haciendo acupuntura (y por supuesto se me cruza Pinhead de Hellraiser). En fin, yo creo que todo esto termina con el implante capilar a fin de año (a menos que me pase como el personaje del episodio de Carpenter en Body Bags, el tipo que se aplica un tónico en el pelo, le crece melena, se levanta las minas que nunca pudo, pero le empiezan a aparecer unas sanguijuelas asquerosas que le chupan la sangre hasta consumirle la cabeza). Pero sería mucha mala suerte y coincidencia. No hay que mezclar la ficción con la realidad, no. Por ahora, voy como Peter Weller en Robocop, en reparación. Eso sí, si tengo que ir al proctólogo ni en pedo confieso las películas que se me cruzarán…Ah, y no estoy loco.

elcursodelcine

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