La más maravillosa música del alma. Sobre Ennio Morricone

1-

La música de Ennio Morricone siempre estuvo en mis oídos, incluso mucho antes de conocer nombre y apellido. Fue inevitable. La televisión ha canibalizado desde siempre sus bandas sonoras más conocidas en telenovelas, cortinas, publicidades y otros programas. Y yo me crié con el cine, pero sobre todo con la televisión. Sin embargo, mi encuentro con su nombre y apellido se produjo azarosamente. Para el año 1986 (sí, el año del mundial) tenía quince y una banda de amigos con los que compartía pasiones, el fútbol y la ópera, un combo que espantaría a quienes se regodean exacerbando aparentes incompatibilidades. Uno de ellos me prestó el CD de la banda sonora de La misión (1985), la película de Roland Joffé de la que prefiero no acordarme. Era un domingo a la mañana, había trasnochado y como de costumbre me dormía con música, entonces puse el disco. Dicen que en ese estado de intermitencia entre el sueño y la vigilia, las cosas se sienten de otro modo. Para mí ha sido una verdad inexorable y ha habido cantidad de ocasiones en las que una escena de película o una melodía se me incrustaron para no irse más. Así llegó Morricone, gracias a mis amigos, los mismos que eran capaces de cantar Las Bodas de Fígaro en un vestuario de fútbol. El oboe de Gabriel fue el inicio de una pasión, un idilio eterno con el maestro, un imaginario encuentro entre sangre tana y una compañía para momentos de alegría como de desesperación. Después llegarían los lugares comunes de la melancolía de Cinema Paradiso de Tornatore o de Érase una vez en América de Leone, tentaciones demasiado fuertes como para hacerse la figurita difícil o ponerse en plan de placer culposo, una pose muy habitual de varios críticos que jamás voy a entender. Los trapos de Ennio los defiendo a muerte.

2.

El viaje de Morricone tiene diversas paradas, pero para llegar a la del cine hay varias antes (los años de estudio en el Conservatorio, los comienzos profesionales para la RAI y la RCA donde escribe y supervisa varias canciones de éxito) cuyo destino fueron las colaboraciones con  directores italianos y extranjeros, tan grosos como Argento, Leone, Pasolini, Tarantino, De Palma, Bertolucci, entre tantos.

Antes de trabajar profesionalmente, fue trompetista, a veces acompañando, y otras sustituyendo al padre durante la Segunda Guerra Mundial, y luego en clubes romanos nocturnos y en salas de sincronización. Los estudios en el conservatorio se alternaban con su labor como arreglista, circunstancia que en los años cincuenta sería decisiva. La primera persona que lo llamó para trabajar con él fue Carlo Savina, un excelente compositor y director. Buscaba un colaborador que le ayudara a escribir los numerosos arreglos para la producción de radio en la que trabajaba, hecho que le permitió adquirir experiencia en el manejo de orquestaciones.

El de la pantalla grande fue un aterrizaje gradual, después de años divididos entre la radio, la televisión y la industria discográfica, trabajando como asistente de muchos compositores conocidos en ese momento. La primera película para la cual compuso la música por completo fue Il Federale de Luciano Salce (1961), con Ugo Tognazzi y una Stefania Sandrelli muy joven, con apenas 15 años, no sin antes incurrir en L’immancabile gavetta, expresión que en italiano significa “pagar derecho de piso” y “trabajar de modo encubierto” mientras la firma la ponen los otros. De todos modos, Il Federale fue el comienzo. El conocimiento del público llegaría con Por un puñado de dólares en 1964 y el reencuentro con Sergio Leone, a quien conocía de la escuela primaria. Varias veces refirió la anécdota:  “A finales del 63, un día sonó el teléfono de la casa. -Buenos días, me llamo Sergio Leone. El tipo dijo que era un director y sin hacerla demasiado larga, añadió que me visitaría en breve para discutir uno de sus proyectos con más detalle. En esa época yo vivía en Monteverde Vecchio.

El apellido de Leone no era nuevo para mí, pero en cuanto lo encontré en mi puerta algo en mi memoria se disparó inmediatamente. Entonces noté un movimiento del labio inferior que me recordó algo: ese hombre se parecía a un niño que había conocido en tercer grado. Le pregunté: -¿Eres Leone de la escuela primaria? Y él: -¿Y tú, Morricone, que venía conmigo a Viale Trastevere?. No lo creerías. Tomé la vieja foto de la clase: los dos estábamos allí. Fue increíble encontrarnos después de casi 30 años.”

El encuentro con Leone ha pasado a la antología de momentos míticos en la historia del cine. Morricone sabía poco o nada sobre los westerns, pero el año anterior había escrito la música para Duelo en Texas, una coproducción italo-española dirigida por Ricardo Blasco y Mario Caiano, y  estaba trabajando en Le pistole non discutono (Mario Caiano, 1964).

Parece ser que pasaron toda la tarde juntos. Salieron a cenar a Trastevere, Sergio lo invitó y pagó él. Entonces le dijo que quería mostrarle una película. Fueron a un pequeño cine en Monteverde Vecchio donde se proyectaba esa noche Yojimbo (1961), de Akira Kurosawa. Allí donde Morricone encontraba el absurdo, Leone veía la fuerza virtual de su trilogía (de más está decir que este encuentro ha sido tantas veces evocado por Tarantino; en Había una vez en Hollywood, lo vemos en la apasionada conversación entre Pacino y Di Caprio mientras hacen negocios). Más allá de la disidencia, el compositor italiano da forma musical a la exageración del gordo Leone, y en esa combinación de picaresca y grotesco que se ve en pantalla la banda sonora deja su huella inmortal, para recrear el mítico mundo de los héroes homéricos pasados por la fusión del western clásico con la comedia a la italiana. Nada mal pudo haber salido de allí. Uno provocando la vista, el otro al oído. Ya para El bueno, el malo y el feo (1966) la cosa pasa a mayores. Además del famoso incipit «del coyote», el tema más famoso de la película es definitivamente «El éxtasis del oro». Se sabe que Metallica y los Ramones han abierto sus conciertos con esta pieza durante años. Morricone entra a la cultura popular una vez más. Lo complejo parece fácil. Y esa es la virtud de los grandes.

3.

En varias entrevistas Morricone destacó su admiración por el ajedrez. No es para menos. Hay indudablemente puntos de contacto entre los sistemas de notación musical, divididos entre duraciones y tonos, y el ajedrez. Como en el cine y como en la música, el tiempo es lo que tiene se tiene a disposición para generar los mejores movimientos y combinaciones. Ni hablar del peso de los silencios. Y algo más: es posible hacer coincidir patrones como si fueran partes de un instrumento. Aunque también, el ajedrez, como la música, da lugar a lo inesperado. Una decisión rompe la lógica de lo previsible, como ese acorde que aparece cuando no lo esperábamos. Las bandas sonoras del gran Ennio transcurren de manera esperada, con melodías simples que se hacen irresistibles pero que son mortales en su poder hipnótico, aunque, a veces, pueden tener variaciones imprevisibles. De modo tal que sus composiciones son como las piezas de ajedrez: tienen la fuerza arrolladora de quien las maneja, con la lógica del cálculo, pero con la puerta abierta a la sorpresa, cuando menos lo esperamos. En un memorable libro en el que dialoga con Alessandro De Rosa, Inseguendo quel suono (Persiguiendo aquel sonido) afirma: “Tengo que decirte que cuando estaba haciendo la última película de Tarantino, Los ocho más odiados (2015), y leyendo el guión descubrí la tensión creciendo silenciosamente entre los personajes, pensé en el estado mental que sientes durante una partida de ajedrez. Contrariamente a las películas de Tarantino, sin embargo, en el ajedrez no se derrama sangre. Al contrario, el juego está dominado por una tensión espasmódica y silenciosa. Alguien incluso dice que el ajedrez es una música silenciosa, y para mí jugarlo es algo así como escribir música. En realidad, para las Olimpiadas de Ajedrez de Turín 2006 Incluso escribí el Himno de las Piezas de Ajedrez.”

A propósito de la relación con el director, las malas lenguas reprodujeron alguna vez la supuesta crítica despiadada del compositor hacia el cine de Quentin, una falacia absoluta. Morricone ha visto con beneplácito y admiración el modo en que el director norteamericano ha reutilizado su música. El encuentro con Tarantino es similar a la de aquellos instrumentistas clásicos que en los sesenta caminaban en los mismos pasillos que los rockeros, mirándose de reojo, hasta que consiguieron trabajar juntos, o hasta que los clásicos se dieron cuenta de que había en ese nuevo estilo una energía inusual y potente. Es lo que Morricone vio en el cine de Tarantino. Y de esa conjunción surgieron momentos inolvidables, como la secuencia de apertura de Bastardos sin gloria (2009), donde el crescendo de la tensión está construido sobre una parte de una pieza que ya Morricone había usado para el drama televisivo El Secreto del Sáhara (1988), con el nombre de The Mountain.

“Estaba disfrutando de la película. En ese momento ya no me importaba la música…nada. «Si le gusta así…» pensaba. Te estaba contando sobre El Veredicto donde usé Para Elisa de Beethoven.  Ya en la primera película con Sollima, empecé un tema con este fragmento. No tenía nada que ver, pero la película salió tan bien que Sollima la consideró un amuleto de buena suerte, y desde ese momento quiso que abriera todas las películas con la melodía. Y así empecé la segunda y la tercera con Para Elisa. Cuando Tarantino a su vez lo empleó, no me quedó nada para justificar su presencia… ¿Por qué? ¿Qué podía decir en ese momento? ¿Te gusta eso? Entonces, quédatelo…”

4.

La colaboración de Morricone para la pantalla grande siempre representó un desafío entre la lógica y el caos, entre armonías celestiales y pesadillescas. El tema es saber nadar en las dos aguas. Se podrían citar cantidad de ejemplos. Sin embargo, cuando todos se refugian en los lugares seguros (e irresistibles) de la “melancolía a la italiana”, es bueno recordar aquellos trabajos donde el afán por experimentar se hizo presente. Y si hay un director que se entregó y entendió perfectamente la potencialidad de dicha experimentación para sus películas fue un joven Dario Argento. En las tres primeras películas en las que colaboró con el director (El pájaro con las plumas de cristal, 1970,  El gato con nueve colas, 1971, 4 moscas de terciopelo gris, 1971), decidió explorar un lenguaje más disonante, recurriendo a técnicas que fueran más allá de la experiencia weberniana. Así que empezó a coleccionar ideas musicales, fragmentos melódicos y armónicos basados en una serie de doce sonidos, utilizando los principios ya previstos por la teoría dodecafónica schönberghiana.

“Darío Argento parecía estar bien dispuesto a tales experimentos. En un momento dado, sin embargo, su padre Salvatore, el productor, me llevó a un lado y me dijo: «Me parece que estás haciendo la misma música en las tres películas. Le respondí: «Mira, es diferente, si lo escuchamos juntos te explicaré por qué». Así que fuimos al teatro y escuchamos todo, pero no creo que nos entendiéramos totalmente. Era su problema? ¿Era mío? A partir de esa experiencia comprendí que para algunas personas la disonancia es un problema.”

La colaboración con Darío Argento terminó después de este episodio y se reanudó sólo quince años después  con El síndrome de Stendhal, 1996. “Persistí, continué experimentando con otras películas que me permitieran esta búsqueda, dándome cada vez más libertad. ¡Intenté todo! Llegué a niveles de complejidad bastante altos usando inventos orgánicos particulares y continuos, dados por el contexto de la película, pero después de unos veintitrés o veinticuatro experimentos de este tipo, algo me dijo que si continuaba por este camino, nadie volvería a llamarme.” Y efectivamente, a raíz de eso vendrían las colaboraciones donde la veta más sentimental le allanaría el camino a EE.UU y al reconocimiento internacional vertiginoso a partir de los años ochenta.

5.

Se fue Ennio Morricone. Nada se puede agregar a la más maravillosa música que nos pueda quedar para seguir escuchando una y otra vez al maestro, compañero de incansables momentos donde la nostalgia, la aventura, el drama, la risa y las lágrimas invadieron mi vida, como en una película, bien italiana, hasta la médula. Gracias por tanto…

(Las citas pertenecen al libro Inseguendo quel suono. La mia música, la mia vita de Alessandro de Rosa, Ed.Mondadori, 2016 y fueron traducidas por Paola Carosella)

Esta nota fue publicada originalmente en Funcinema.

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