Sueño de invierno (Kis Uykusu / Winter Sleep, Turquía-Francia-Alemania/2014). Dirección: Nuri Bilge Ceylan

Un bellísimo plano general abre la película. Un paisaje nevado, una estampa romántica cuya desmesura transforma al protagonista en un ser diminuto. Lo vemos ingresar a un hotel llamado Othello. Será la primera de las tantas referencias teatrales y shakesperianas. Corte. Toda la luminosidad exterior cede ante la penumbra interior, el refugio de este intelectual quien parece ser un señor feudal de la zona. Allí están sus libros, algunos carteles de adaptaciones importantes y su computadora. En un momento, interrumpe la labor, se incorpora, se acerca a una ventana y mira a través de ella. Un delicado travelling hacia delante nos va cerrando el plano y entonces aparecen los créditos de apertura. La secuencia adelanta la prodigiosa puesta en escena y el talento de Nuri Bilge Ceylan, director que venía de una obra maestra, Erase una vez en Anatolia (2011). Ya se cocina en este comienzo el plato intimista, hipnótico y riguroso que se servirá durante 196 minutos.

No obstante, a no confundirse. Sueño de invierno no es solamente un elogio de la belleza fotográfica sino un planteo formal acerca de cómo lograr un perfecto equilibrio entre el teatro y el cine sin perder de vista la potencialidad de este último. Si el mundo es un gran escenario no hay que temer verlo en pantalla, y entonces un lugar geográfico y ajeno como Anatolia puede transformarse en un espacio universal (como las obras de Shakespeare), con las miserias humanas, los anhelos de poder y los conflictos sociales y espirituales de siempre. Aydin, el arrogante personaje principal, dice en un momento “Mi reino es pequeño, pero al menos soy rey”, una frase que podría haber pronunciado cualquier héroe ambicioso del teatro clásico. Él no lleva los atuendos de un rey, pero recorre el hotel como si fuera un castillo, padece sus silencios, la incomodidad de los habitantes y de sus seres más próximos. Una de ellas, la joven Nihal, víctima del distanciamiento y la incomprensión; la otra, su hermana Necia, presa del resentimiento a raíz de un divorcio y de no encontrar contención. Y como todo monarca, ve la realidad desde una ventana en la torre. El director acentuará la incomunicación de manera magistral a través de secuencias preparadas con un ritmo perfecto, sin sobresaltos. Allí es capaz de insertar sutiles maneras de marcar diferencias sociales a través de la puesta en escena. Aydin está en su camioneta. Su ventanilla está baja; la de su acompañante y encargado de cobranzas y otras yerbas legales, no. Un niño cuyo padre ha sido víctima de la extorsión legal lo mira serio; Aydin no es capaz de devolverle la mirada. Para quien controla a través del capital, la miseria se mira de reojo. Lo mínimo que se puede esperar luego de esto es un vidrio roto como efectivamente sucede.

Y si como en el teatro, el mundo es un escenario de apariencias, quienes lo habitan juegan roles, negocian sentimientos pero no se guardan para sí sus sentencias. En otra escena magistral, Aydin y su ayudante van a la casa de su inquilino Ismail a quejarse de la actitud del hijo. El intelectual vuelve a observar la miseria de costado. Cuando la discusión se eleva al límite de la violencia física, irrumpe en su hermano Hamdi, extraordinario personaje que intentará asumir su papel de conciliador desesperado. Tratará de que nada se desborde y prometerá pagar las deudas a pesar de la irracionalidad de los acreedores. Sus esfuerzos irán in crescendo a lo largo de la historia. Cuando finaliza el conflicto, el ayudante de Aydin dirá “Pobre tipo, es un nada; menos que un nada.”; por otro lado, Hamdi pronunciará “Hijo de puta; imbécil”. Ceylan elige estas conclusiones luego de un duelo verbal prolongado acompañado de una puesta en escena acorde a la tensión. La evolución dramática de la secuencia nunca resigna el cuidado formal que requieren los grandes diálogos. De igual modo, planificará cada situación dialéctica, de manera tal que el resultado es una gran sinfonía donde los gestos, las miradas y las expectativas de los interlocutores colisionan pero nunca estallan.

Fue Andre Bazin en un notable ensayo Teatro y cine de 1951 quien ofrecía a discusión la necesidad de que el cine le devolviera al teatro lo que antes le había tomado, de manera tal que la conjunción posibilitara una evolución de la dialéctica dramática. Nuri Bilge Ceylan parece seguir este camino y despoja de malas connotaciones la expresión “impronta teatral” aplicada a un film.

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