Todo comenzó por el fin. Sobre La última película, de Peter Bogdanovich.

In Memoriam. Cloris Leachman (1926-2021)

Peter Bogdanovich, animal cinéfilo como pocos, filma dos obras maestras en un lapso de tres años. Y las dos están relacionadas con la idea del fin. Una es Targets (1968), que conjuga dos historias, la de un actor fuera de tiempo (Boris Karloff) que padece su ocaso cuando se percata de que ya no puede asustar más encarnando monstruos. Ahora, hay uno más grande y pisa bien fuerte: la realidad atroz de una sociedad violenta canibalizada por los medios de comunicación. De allí parte la otra trama, la de un francotirador, un tipo social patológico que pone en vilo a la comunidad. Las armas como signo cultural también volverán a estar presentes en la otra obra maestra, la que nos convoca, La última película (1971), y un revólver colgará en la pared mientras Sonny (Timothy Bottons) y Ruth (Cloris Leachman) se miren en la cocina de la casa antes de consumar un vínculo. Y donde Karloff dejaba de ser ícono para convertirse en humano, Ben Johnson nos cuenta historias al borde del río sobre su pasado (que no es otro que el del western), para morir un poco más cada día. Ya no hay mucho que hacer en el pueblo, pero tampoco en la patria de un cine que ya no volverá a ser como antes.

Ambos títulos están atravesados por una oscura pátina de melancolía asociada a la idea de fin: el fin del cine clásico, el fin de las películas en el cine, el fin de la juventud, el fin de una era y el fin del amor. Todo condensado en una fotografía en blanco y negro capaz de encapsular el espacio, de llevarlo a una atmósfera de atemporalidad absoluta, donde los sentimientos se chocan permanentemente entre la opresión y la libertad, las convenciones y las transgresiones, los jóvenes y los viejos, el trabajo y el refugio (la sala de cine, ese espacio sagrado para ver Río rojo o Winchester 73, a veces, también una excusa para ir con alguna chica). La mirada de Bogdanovich no es la del llorón. El efecto es extraño, ambivalente. Uno quisiera quedarse a vivir con esos personajes por siglos, hay algo pegadizo como esas canciones que necesitamos escuchar pero duelen. Y ese aire seco se respira desde el comienzo con las imágenes ventosas de un pueblo texano que parece en ruinas, donde se escuchan una y otra vez los acordes de Hank Williams. Toda la película es una especie de canción de Hank Williams. Y cada uno de los personajes, sobre todo los jóvenes, viven con ese halo de dulce amargura. No obstante, la diferencia entre la sordidez (que cotiza como moneda en la actualidad) y esta actitud reside en la gracia que tienen, ya sea en su infantilismo impulsivo como en la triste resignación. Entre ellos, la maravillosa Leachman, una mujer casada que calma sus frustraciones con el joven Sonny, pero que no puede evitar llorar aun cuando hace el amor.

La última película es producto de la cinefilia que, cuando no permanece enredada en las telarañas de un museo, refresca lo mejor que nos ha dado este arte en su historia. Bogdanovich no utiliza solo la cita, además, filma como sus maestros, y fusiona el clasicismo de Ford como la modernidad de Welles. Pero también es cierto que en la temprana etapa de su carrera se advierte una tensión entre amargura y felicidad que no solo contagia a sus criaturas, porque hay un joven director que piensa como viejo y que hace carne un debate de la época. ¿Qué pasará con las salas de cines? Su respuesta: “Solíamos decir, cuando éramos jóvenes, que si no viste una película en pantalla grande en realidad no la viste. Y esa es la pura verdad. Lo grande de las películas es la experiencia de sentarse en la oscuridad, rodeado de extraños, para reír o llorar frente a cosas que ocurren en la pantalla y que, de tan grandes, nos empequeñecen”. La pérdida de una idea del cine es paralela a la pérdida de la inocencia, a la muerte de los seres queridos (Sam y Billy) o la partida de Duane (Jeff Bridges) a la guerra. Y obviamente al cierre de la última sala de Anarene. Diversas capas se superponen en un trayecto que es como los ritos de iniciación, solo que más allá de aprender, los personajes quedan estancados bajo un mismo cielo de inacción. Es la América profunda de esos lugares con un solo café, un salón de baile, una escuela y todo es uno. Es el imaginario de David Lynch, con la diferencia que en Bogdanovich no hay lugar para lo surreal. La lentitud y la tristeza que transmite es parte de la encrucijada cultural que comenzó tal vez con Easy Rider (1969, Dennis Hopper) un par de años antes para asestar un cambio de rumbo en Hollywood, entre la desazón suprema y la renovación de las formas.

Curiosamente la Academia percibió la elegía y el realismo de la película como un nuevo camino que era inevitable y le otorgó ocho nominaciones de las cuales ganó dos, una de ellas la de mejor actriz de reparto para Leachman, en cuyo rostro se leen los dos sentimientos que recorren la película, hijos de la risa y del llanto, dos gestos que se continúan en un santiamén, del mismo modo que un plano va del optimismo de la comedia a la desgracia de la tragedia. En ese umbral juega sus cartas Peter Bogdanovich todo el tiempo, en el de la imposibilidad de la recuperación del cine clásico (la comunidad proyectada en la pantalla mientras los dos amigos ven Río rojo es solo una imagen) y el de los golpes de una realidad donde predominan el egoísmo y los intentos de salvación personal. No obstante, en este último es posible apreciar la belleza presuntuosa de Cybill Shepherd o ese mapa cambiante que es el rostro de la gran Leachman. Mientras tanto, seguirán sonando espectralmente las canciones de Hank Williams.

(Publicada anteriormente en Funcinema)

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