Lo mejor de 2021. Lo que se pudo ver (Primera Parte)

El diablo entre las piernas (Arturo Ripstein, 2019)

En tiempos donde la sordidez cotiza como criptomoneda y el arte de incomodar es mayoritariamente una impostura, Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego regresan para marcar el abismo que existe entre ellos y los otros, entre la pereza y el trabajo, entre la ligereza desganada y la formalidad bien entendida. No se trata de legitimaciones académicas ni mucho menos, solo apuntar a la crisis de un lenguaje cada vez más despreciado por la pavada, la fachada política grandilocuente y los imperativos del presente. Afortunadamente, aún existen directores como Ripstein y escritoras como Garciadiego. Juegan a otra cosa. Están en las ligas mayores.

El vínculo entre el espacio y los personajes ha sido una de las constantes en sus melodramas despojados, estilizados, fetichistas. Un solo plano, un movimiento secuencial, describen a la perfección un estado: puede ser una mujer cagando en un baño precario o un anciano en bata que se arrastra por la casa. Son Beatriz y el viejo, una pareja gastada por los años, consumida por los celos y los insultos, pero atada al mismo tiempo a un lazo irrompible, el del amor enfermizo que, como vampiro, se alimenta de la sangre de la violencia. Esa casa destartalada y recargada de objetos, con el habitual decorado barroco de las películas del matrimonio mexicano, es la cueva por donde andarán los personajes, en medio de la asfixia y del dolor, pero también presos de los placeres que hay que reavivar, porque el fuego no es eterno y su alimento incluye maldades y otras perversiones.

Sin embargo, con el despliegue escénico, El diablo entre las piernas incorpora una lengua, un código verbal exquisito, el artificio perfecto del melodrama, un cúmulo de expresiones donde la oralidad se complemente con la escritura de modo extraordinario. Hay que escuchar los diálogos para evaluar la complejidad de tonos y el encanto de esas frases deudoras de boleros, tangos y de la jerga de los reyes y las reinas de la noche. El viejo insulta y ella anota en una libreta esos insultos. La libreta ya se ha convertido en otra cosa, en un diario de blasfemias que ingresan en el terreno artístico. Pero también están las otras conversaciones, la del viejo con su amante, la del amante con su marido, las de Beatriz con su compañero de tango. Todas están atravesadas por un uso de la palabra riquísima en matices, donde el humor incluido en pequeñas dosis contribuye al armado de un mundo autónomo e irresistible.

Y si el sexo en la vejez parece ser un tabú al que pocos y pocas se le animan, Beatriz y el viejo buscan saciar el deseo, ese impulso que puede envejecer pero nunca muere. Ella tiene el diablo entre las piernas y arrastra como cadenas un apetito insaciable; él no puede convivir en apariencia con esas historias de puta, pero son el motor de su calentura. Es el machismo mexicano retorcido hasta el ridículo. El hecho de que anden en pelotas prácticamente por la casa habla de una frontalidad que de la tragedia puede pasar a la comedia en cuestión de segundos. La expectativa genital nunca logra sobreponerse a la pasión descontrolada y a la pulsión de muerte. Así se vive en el universo Ripstein, no apto para la tibieza.

Pero para completar este cuadro de tintes expresionistas y ambientes decadentes, y para atestiguar esta fuerza irracional que también es contagiosa, hay una joven mujer que los ayuda en las tareas domésticas y que ingresa paulatinamente a formar parte del círculo. Su temprana aparición simula enmarcarse en la empleada doméstica maltratada. Más tarde, tejerá poco a poco con los mismos hilos de perversidad, e irá desde una malsana curiosidad por entender la noción de amor que sostiene la pareja, hasta ser partícipe de sus decisiones. En toda gran obra, debe haber testigos.

Al final, cuando ya estamos en el barro de la desesperación, cuando la calma después de la tormenta ocupa la escena por escaso tiempo, lamentamos que la película termine porque no hay forma de no querer a estos desgraciados.

Los niños de Dios (Martín Farina, 2021)

La última película de Martín Farina es un objeto misterioso como fascinante. Pasarán unos cuantos minutos para que apenas sepamos dónde estamos, aunque es bueno perderse en el cine, de igual modo que nos extraviamos en una ciudad. Apenas comenzada la exploración, el tono queda impregnado con un relato en off mientras transcurren imágenes desenfocadas de un cuerpo que se arrastra. Son los primeros signos de una fragmentación que parece resistirse a dar vida a un relato uniforme. Una historia, la que funciona como marco, está vinculada con un caso famoso que repercutió en la opinión pública a fines de los años sesenta, la llamada Famila Internacional o la secta de Los niños de Dios, un grupo de prostitución religiosa que fue desarticulado judicialmente. No obstante, a Farina no le interesa cubrir el hecho mediáticamente sino a partir de retazos que van armando el referente. Lo importante es el impacto que tuvo en un núcleo familiar y sobre todo en Fran y Sol, quienes fueron criados a la luz de tales prácticas. Lejos del sensacionalismo, la película materializa las subjetividades de los protagonistas, y lo hace desde la propia subjetividad del director, esto es, ofreciendo un rompecabezas estético donde vuelve a confirmarse su pericia y su sensibilidad para crear atmósferas, del mismo modo que la capacidad fotográfica de un ojo/cámara dispuesto a penetrar la intimidad, a involucrarse, porque si hay un precepto documental en Farina es que nada se consigue sin el compromiso de la simbiosis con los objetos y las personas representadas.

A medida que vamos adivinando, juntando piezas, no podemos obviar ese pulso característico del cine del joven realizador ni el naturalismo de sus imágenes, generalmente dotadas de una apabullante claridad cuya sensación inmediata conduce a la ilusión de que toquemos esos cuerpos que filma. Es una cercanía por momentos extrema, como si se escrutara la realidad. Es una mirada con marca personal (si se me permite el término futbolero), pero que en ningún momento deja afuera al espectador, aunque sea desde un lugar de rechazo. No se puede ser indiferente porque la película misma es subyugante, lírica, extraña y con un halo que roza, incluso, lo sobrenatural. ¿Qué ha pasado? ¿De qué hablan? ¿Por qué pronuncian dos idiomas? Son algunos interrogantes cuyas respuestas están ocultas o dosificadas. ¿Qué papel cumplen los cantos religiosos en sus vidas? ¿Qué dolencias físicas y emocionales transitan? Las preguntas se van sumando y lo terrible permanece donde debe estar, fuera de campo. La película formaliza las consecuencias desde un asombro no exento de compasión o al menos de comprensión. Pero si bien uno esperaría encontrar en este tipo de propuestas una especie de cine terapéutico (una de las etiquetas del mercado actual), aquí siempre hay una sensación de extrañamiento provocada por un montaje que se niega a dar una idea de completud y que privilegia un viaje interior por las conciencias más allá de lo que vemos. De allí que el tema sonoro nunca es una materia para tomarla como accesorio, ya que es funcional a la intencionalidad estética de la película. Pese a que Los niños de Dios aborda cuestiones familiares, nunca el director se toca el ombligo. Parece cerrarse una trilogía, pero se abren continuamente puertas asombrosas.

Rancho (Pedro Speroni, 2021)

Hay algunos caminos apresurados y fáciles a la hora de comentar documentales carcelarios como Rancho. Uno de ellos es dejarlos pasar o resignarlos al gesto complaciente que consiste en afirmar que es un retrato donde se hace justicia en la manera que se muestra a los presos, una salida habitual que esquiva algunos complejidades. Otro es indignarse desde un lugar cómodo frente a una serie de relatos que son indigeribles para quienes solo ven las cosas desde una sola óptica, los mismos que se divierten con las ficciones de ladrones y de gángsters, con sus anécdotas desaforadas de crímenes y robos, pero cuando ven un documental con personas huyen despavoridos. La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara a una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro.

El punto de partida es la palabra rancho. Con un fondo negro leemos las diversas acepciones de la palabra. Lo irónico es que la forma en que se inserta ese sustantivo (varias veces devenido en verbo) es parte del argot de la cárcel, en contraste con cualquier aproximación lingüística que provenga de fuentes académicas, incluido el diccionario. De este modo, rancho en la jerga es un vocativo o una acción que aparecen vinculados con convivencia forzada. Y esa convivencia forzada es la que muestran los primeros planos cerrados en espacios reducidos, claustrofóbicos, donde los cuerpos son escrutados por un registro omnipresente. A los gestos se le suman las palabras, porque un modo de supervivencia posible, aún en el mismísimo infierno, sigue siendo la posibilidad del relato. Y cada preso tiene sus historias, sus excusas, sus broncas y sus sueños. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para hacer analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención. Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre. El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.

Corpus Christi (Jan Komasa, 2021)

Una de las tramas posibles de Corpus Christi de Jan Komasa es la simulación. Como tema, excede a lo religioso. Hace unos cuantos años Lawrence Kasdan planteaba algo similar en Mumford (1997). Aunque menos solemne, la historia de un tipo que se hacía pasar por psicólogo en un pueblo básicamente metía el dedo en la llaga de modo similar: ¿hasta dónde los discursos y los dogmas tienen fuerza de convicción?, ¿no depende todo en definitiva de esa categoría abstracta llamada fe? Pero si en Kasdan había atisbos de comedia, en Komasa todo es serio, terrible y cruel, como suele esperarse de gran parte del cine europeo contemporáneo, ese que invita a pensar y a sufrir.

El protagonista es un joven llamado Daniel que vive en un reformatorio dirigido por un sacerdote. La vida allí se muestra desde el inicio con una doble moral, que será un rasgo recurrente en todos los rincones de la sociedad polaca. Una escena violenta es continuada con el ritual litúrgico, como si nada hubiera pasado. La iluminación que rezuma claridad parece una ironía perfecta ante la oscuridad de las situaciones. Cuando el joven es trasladado al norte con una posibilidad laboral, empieza un calvario donde aprovecha la posibilidad de hacerse pasar por cura (en la era de Google, todo se aprende). Ese proceso de simulación le permite a Komasa dar cuenta de los aspectos más sórdidos de la comunidad, desde el policía que habla de “escoria” para referirse a los ex convictos hasta los fervientes católicos que sacan a relucir las miserias apenas se los enfrenta con la verdad.

Pero si la bajada de línea es lo más flojo de la película, el contraste es el misterio que se abre en el rostro de Daniel. Su mirada, sus ojos celestes y sus gestos faciales son un territorio fascinante que la cámara capta muy bien, a tal punto que participamos de las mismas dudas que el resto de los personajes en torno a la naturaleza humana o bestial del personaje, de su condición divina o diabólica. Esto es visible en varios momentos donde el pasaje del cielo al infierno es cuestión de segundos (acaso sea también ello una parábola de nosotros mismos y de la dualidad que nos gobierna). Komasa no ofrece concesiones a la hora de insertar la violencia en sus cuadros luminosos.

Al parecer, esta idea de hacerse pasar por sacerdote es algo frecuente en Polonia y la película toma referencia una base comprobable. Pero, más allá de eso, el sueño de un preso por ser sacerdote parece ser una posibilidad de no ser rechazado en un mundo que da vuelta la cara. Por ello, una vez que Daniel se pone la sotana no hay posibilidad de juzgarlo. Primero porque genera una atracción en la comunidad, una especie de empatía que le permite introducir ciertas dosis de juventud y de frescura (el vicario al que sustituye es alcohólico). No obstante, se produce un quiebre en el vínculo cuando él quiere enterrar a un victimario al lado de las víctimas de un accidente que conmocionó a la población. Mientras que Daniel halla un camino de redención para materializar el dogma cristiano más allá de los egoísmos personales, el resto de la comunidad se rebela y saca a relucir la barbarie. La resolución es terriblemente demoledora. La luz se sigue filtrando por las ventanas, pero el barro de la humanidad está cada vez más espeso.

El piso del viento (Gloria Peirano y Gustavo Fontán, 2021)

This Must Be a Place es una gran canción de los Talking Heads acerca de sentirse cómodo, pleno, en una casa. La diferencia con la película de Peirano y de Fontán es que se habilita una dimensión colectiva, un espíritu comunitario, porque quienes serán sus futuros moradores y están detrás de cámara, invitan amablemente a que amigos y amigas entren a ese nuevo espacio y den sus impresiones, además de compartir sugerencias. Casa como constructo material, pero el tema es definir el hogar, ese horizonte posible de llegada que involucra sentimientos más allá de lo físico. Y una construcción que se arma colectivamente, como si urgiera la necesidad, en tiempos pandémicos que invitan al aislamiento, a reparar lo social.

¿Y este debe ser el lugar? Todo parece indicar que sí, a juzgar por el afecto de quienes observan, pero también de las palabras y de las imágenes de Peirano y Fontán, una perfecta simbiosis donde conviven los registros verbal y visual, y donde la literatura y el cine se potencian mutuamente ahí donde uno calla para cederle el lugar al otro. Como suele ocurrir con el cine de Fontán, una vez más, los planos escriben espacios y la experiencia se torna metafísica, sobre todo cuando se cuelan esos hiatos donde la observación implacable de la naturaleza corta la continuidad de eso que solemos llamar mundo.

Adiós a la memoria (Nicolás Prividera, 2020)

Existe algo así como las intervenciones de Nicolás Prividera. Es un género discursivo que incluye su participación en diversos sitios, sus opiniones y discusiones sobre cine argentino/política/representación y, por supuesto, sus películas. Es difícil discernir cada esfera en tanto y en cuanto forman parte de un pensamiento que avanza, interpela, propone y polemiza. Adiós a la memoria es una gran película que abarca varias aristas y completa una especie de trilogía ensayística con M (2007) y Tierra de los padres (2011), aunque cada una de ellas tiene su propia fuerza. La diferencia, tal vez, es que en esta oportunidad hay una suma de capas y se resuelve a través del excelente montaje algo muy difícil: un justo equilibrio entre las partes.

El punto de partida es la memoria (“ese arte del olvido” decía el autor de un estudio sobre la autobiografía), planteada en dos escenarios principalmente. Por un lado, el olvido del padre, quien padece Alzheimer; por el otro, el olvido colectivo de un país que aún no resuelve su complicidad con la existencia de dictaduras y embates neoliberales feroces. A lo largo de la película, el vaivén entre lo privado y lo público es el resorte sobre el que se apoya una voz en off que aguijonea, pregunta y postula un diálogo con los espectadores. El fantasma de Gramsci (más insomne que nunca) atraviesa gran parte de los argumentos a los cuales se suman Benjamin, Deleuze, Freud, entre otros. Sin embargo, más allá del mosaico de citas que se pone en escena, también la cuestión afectiva es muy fuerte si se considera que es el hijo quien ahora filma al padre. No obstante, a diferencia de una cantidad considerable de relatos en primera persona que son recurrentes en el regodeo sentimental o repiten fórmulas de ciertos horizontes de referencias, Prividera opta por un acercamiento interrogativo hacia el cuerpo del padre y a su propia historia. Nada es conclusivo, todo se transforma, como la película misma que vemos, armada con diversos registros, archivos y texturas.

Hay un uso de la pantalla para dar cuenta de los recuerdos velados, como si las imágenes pudieran llenar los vacíos de la memoria. Pero al mismo tiempo, son también esas imágenes observadas a la distancia un campo de exploración que no descansa, y un puente para que la experiencia individual conduzca también a un examen generacional. Esos conductos son uno de los puntos más estimulantes del documental, porque no se trata solo de indagar en el misterio de lo real sino en interrogar qué pasó con un país que eligió mirar a un costado mientras otros eran secuestrados y torturados. Y la interpelación también alcanza al llamado Nuevo Cine Argentino. Se escucha por allí ¿por qué no hay política en todas estas películas caseras?, un pregunta cuyo alcance excede al contexto particular en que se formula y que podría extrapolarse a tantos filmes con los que el mismo Prividera ha discutido en su labor como crítico y polemista.

si el lenguaje se torna un laberinto, la película también recorre varios pasadizos y estantes de libros, citas, referencias, buscando acaso un centro que no necesariamente aparece entre una cantidad de signos perdidos: el Conde de Montecristo, la biblioteca, los libros, las alucinantes anotaciones del padre en los cuadernos. En definitiva, la acumulación, pero también la vinculación con los actos en la vida. Uno de los aspectos más delicados y honestos es la manera en que el hijo intenta comprender el olvido del padre y sus reacciones ante la desaparición de su esposa. ¿Hizo lo que pudo, fue algo deliberado, fue miedo? ¿Es el Alzheimer la crónica de una muerte anunciada, el triunfo del olvido? A medida que transcurren las imágenes, la incertidumbre es lo que reina. Hay una honestidad brutal en este planteo que puede elige desplazar fuera campo las emociones personales y en ese momento clave en el que el padre, médico, hipocondríaco, ateo  y existencialista, deteriorado por la enfermedad, no reconoce la foto de su mujer Marta. ¿Pero acaso ya no la había querido reconocer antes?

Borges aparece citado por Prividera en dos ocasiones al menos. En una es “el viejo que le dio la mano a Videla”; en la otra, el autor de genialidades como El jardín de senderos que se bifurcan. La alusión, más allá de si uno está de acuerdo o no, no significa un gesto de clausura y es, en todo caso, una invitación más a pensar en los límites siempre difusos entre la vida y la obra de un intelectual, un debate cuyas resonancias en el presente no pasan inadvertidas. Es uno de los ejes candentes que se suma a las posiciones de cualunquismo, criticadas abiertamente por el sujeto de enunciación: “odio a los indiferentes” se escucha, la voz de Gramsci a través de la mediúmnica voz en off. La secuencia final, con el triunfo final de la derecha en el país, parece funcionar como consecuencia de un largo proceso de pocas victorias y muchas derrotas. El bacilo de Camus en La peste vivito y coleando.

Memoria histórica. Memoria afectiva. Memoria fílmica. Memoria mnemónica. Todas confluyen en la idea de fragilidad, de la vulnerabilidad en las que el tiempo les provoca, a menos que existan quienes estén dispuestos a no olvidar. Adiós a la memoria es una película que nunca acaba de decir lo que está diciendo, una interpelación incesante, como las mismas intervenciones de Prividera.

Drive My Car (Ryüsuke Hamaguchi, 2021)

Una gran adaptación es la que logra Hamaguchi del cuento homónimo de Murakami, incluido en su libro Hombres sin mujeres. Y esto no tiene que ver con cuestiones de fidelidad, sino con tomar elementos del relato y potenciarlos en un universo aparte, el de la pantalla cinematográfica. Durante este viaje de tres horas (nobleza obliga: le sobra una en el medio) se cuenta la historia de un actor y director teatral, Yusufe Kafuku que, tras la muerte de su mujer, acepta realizar un montaje de «Tío Vaina» en un festival en Hiroshima. Y allí conoce a Misaki, la conductora que le asignan y con la que empieza a mantener largas conversaciones en el coche. Uno de los ejes que atraviesa a los personajes es la dinámica propia del teatro (arte enfatizado de modo permanente en la ficción, una especie de herencia de las películas de Jaques Rivette), a saber, actuar/simular, ser, ¿dónde empieza cada intención y cuándo finaliza?) Se refuerza esto con la condición actoral de los protagonistas, dispuestos a confundir los términos, a jugar si tomamos la doble acepción de play. “Todos actuamos, entonces”. Los personajes de Murakami hacen honor a la sentencia de que nadie parece ser quien es a simple vista, pero Hamaguchi envuelve esta cuestión en hermosos pasajes de ensoñación, tristeza y soledad.

Otro elemento importante es el contrapunto hombre/mujer. La trama devela ciertos patrones asociados a uno y otro. El resultado es que los hombres sin mujeres gozan de un infantilismo sano, se pierden en la ingenuidad y están detrás de ellas, aunque pueden caer en acciones torpes de consecuencias que los sobrepasan. Son los hombres quienes encuentran su propio ser a partir del conocimiento de las mujeres, de aprender a mirarlas, a escucharlas y a decodificar sus gestos. Esto va más allá de las condiciones sociales: Kafuku tendrá que leer progresivamente (como los textos teatrales que estudia) a Misaki, la joven chofer con un traumático pasado, y entender la vida más allá de su ombligo (como no pudo hacerlo con su difunta esposa), para reencontrarse interiormente. Los personajes femeninos son intensos y representan la alteridad, las que se van, el doble. Los personajes masculinos las buscan para encontrarse a sí mismos.

No obstante, el amor verdadero parece ser, por lo menos para los hombres, un ente abstracto, idealizado, que solo ellos creen comprender, hasta que la realidad les cae encima. Esto es parte también de esa incomunicación de base, de la imposibilidad de entender un cierto misterio femenino que los sobrepasa. Y esto va in crescendo: las dudas de Kafuku con respecto a su mujer revelan cada vez más su ingenuidad/desprotección, pero lo mismo le sucederá con las otras mujeres que conocerá en diversas circunstancias. Todo es quizá en materia de explorar la interioridad femenina y bastan algunos primeros planos gloriosos del director para enfatizarlo.

Incluso, en el mismo viaje del auto (marco de la historia), a medida que se conocen Kafuku y Misaki a través de la palabra, hay silencios que son más fuertes. Y aquí viene el otro elemento clave, la palabra como desahogo, que no necesariamente es verdad, no solo por la cárcel que representa el lenguaje en sí mismo, que expresa y desecha al mismo tiempo, sino porque se constituye como una máscara que desinhibe, pero siempre es insuficiente. Palabras y silencios que escamotean el deseo y generan los sustitutos, las máscaras temporales, como en el teatro. Generalmente, unos tienen lo que a los otros les falta. Y esto excede a la cuestión del amor.

Sumado a lo anterior, la experiencia de la soledad asoma como un horizonte ineludible. Este es el mundo que traza la película, un mundo contemporáneo signado por la soledad de la gente que se muere sola, enferma del alma y en este punto trasciende lo regional con aquellos temas que recorren la historia tales como los suicidios, los amores prohibidos y las razones del corazón. Pero siempre hay un tiempo cinematográfico que permite el pasaje. En una estructura a base de secuencias narrativas y dialogadas, la conversación es el registro por excelencia dentro de un orden cotidiano de aparente banalidad. De lo simple parece derivar lo complejo. Y entonces surge el auto como ámbito privilegiado, un espacio simbólico, ligado al cine, con sus ventanas/pantallas, sus reflejos y encuadres reforzados.

Siempre sugieren correspondencias entre parabrisas y cámaras, entre conductores y espectadores en una sala de cine, solos y con otras personas al mismo tiempo. Las imágenes recurrentes de la visión a través del parabrisas, metaforizan al espectador: ver algo pero al mismo tiempo sentirse separado de lo que se está viendo. Los trayectos en automóvil, además de activar la naturaleza cinematográfica y reforzar la idea de encuadre, aluden a un sentido de privacidad, o de distancia con respecto a lo que se observa, pues es estar como en una sala cinematográfica. El auto se transforma así en un espacio privilegiado, se pasa allí momentos importantes. Se tiene una vida mucho más intensa que en una casa, para algunos, donde se está siempre en movimiento, donde no hay tiempo para meditar.

Pero si todo fuera solamente una sumatoria de conceptos, estaríamos en problemas. Si hay algo que destaca a Drive My Car es un flujo poético, hipnótico, que no hace falta racionalizar demasiado. Solo alcanza con entregarse a sus luces, a sus colores de melancolía y dejarse llevar por el viaje.

Carajita, (Silvina Schnicer y Ulises Porra, 2021)

Los dos mundos que confluyen en Carajita, el de una empleada doméstica llamada Yarisa y la familia para la que trabaja son irreconciliables. A diferencia de otras películas que dibujan la fantasía de las bondades de clase, aquí, para que se confirme la tesis naturalista de que no existe salida con este asunto, solo hay que esperar. Y también prestar atención a cómo las cosas se intentan tapar con plata o de qué modo la generosidad se disfraza en sentencias como “come algo Yarisa , en esta casa hay muchas sobras”. Mientras tanto, un vínculo parece erigirse más allá de todo y su principal fundamento es el afecto como un sustituto. Dos mujeres lo han construido a partir de carencias: la niñera no ha logrado resolver los conflictos con su hija biológica y Sara, la adolescente en el presente de esta historia, no encuentra en sus padres ni su hermano una razón para ser feliz, y menos un abrazo. No obstante, el destino juega sus cartas y la revelación de que un mundo desigual una relación así es ficticia. será inevitable.

Estamos en República Dominicana, pero ningún paisaje oficiará como postal para apaciguar el conflicto, a veces subrayado en demasía, a veces, disperso en algunos planos un tanto efectistas y sostenidos por efectos innecesarios. Un camino entre los dos mundos, el de los rituales ancestrales y de los burgueses, es el escenario donde confluyen los misterios, incluidos un grupo de chivos en una noche lluviosa. Con escenas de alta intensidad emocional y algunos reproches incluidos, asoma un punto de vista en el abordaje de la cuestión, sobre todo en dos momentos claves donde las mujeres piden que las miren y se pongan en el lugar del otro. No obstante, la fuerza visual de Carajita es un estímulo suficiente más allá de lo discursivo.

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