LO MEJOR DE 2021. LO QUE SE PUDO VER (SEGUNDA PARTE)

¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze

Linda pregunta la del título. Según el director, es un homenaje a Messi quien mira para arriba cada vez que hace un gol. Y Leo tendrá que ver en algún punto con parte de esta trama que, más que trama, es un paseo por diversos tópicos, con libertad ensayística y un lugar preponderante para las sorpresas.

Hagamos de cuenta que tenemos una historia de amor posible, pero despojémosla de todos los clisés. Por ejemplo, que el azaroso encuentro sea filmado a partir de los pies de cada personaje y que en la primera cita un misterio transforme la virtual relación en una especie de maldición. El resultado es esta extraña fábula humanista que se degusta como un buen vino, con paciencia y tranquilidad. Puede que le sobren minutos (¡ay del empleo del tiempo en el cine contemporáneo!), no obstante uno se divierte con esa complicidad con que vemos a Ioselliani, Tati y tantos otros que han pintado su aldea de modos creativos y lúdicos.

La primera escena bien podría ser un homenaje a los hermanos Lumiere y sus obreros y obreras saliendo de la fábrica, solo que aquí Koberidze clava la cámara a la salida de un jardín de infantes y se toma unos cuantos minutos para ver salir a toda la comunidad. En realidad es la preparación del escenario para el fortuito encuentro entre Lisa, una farmacéutica, y Giorgi, un futbolista. Como en toda fábula, hace falta un narrador y una voz en off aparecerá esporádicamente para dar cuenta de la historia  y de sus protagonistas. De todos modos, el relato se abre constantemente hacia otras aristas para congelar bellísimas situaciones que ofician a la manera de homenajes a esa pequeña patria de Kutaisi, incluidos varios segmentos dedicados al fútbol. En lo que respecta a la trunca historia de amor, el destino hará su jugada y asistiremos a una resolución fascinante.

Otro aspecto a destacar es el ensamble musical, sobre todo la inclusión de Notti Magiche en un momento estratégico de la historia cuyo marco temporal es el último mundial y uno de los santos de devoción es Messi. Pero fundamentalmente se trata de una película sobre los espacios, sobre cómo mirar los espacios, ríos, puentes, casas, bares, escuelas, que parecen tener vida independientemente de quienes los transitan. Hay una forma supeditada a ese enfoque lírico que mantiene su pulso a través de secuencias extensas donde es posible observar detenidamente todo ello. Acaso en este acercamiento de tipo metafísico esté la respuesta a la pregunta del título.

Sexo desafortunado o porno loco, de Radu Jude

Si la alteración es un estado que hemos naturalizado en el presente, nada mejor que los cronistas como Radu Jude. Luego de un comienzo con un video porno casero se produce un corte, tan abrupto como pasar de la libertad del sexo al cuadro de una ciudad, Bucarest, en plena pandemia. Los juguetes sexuales han devenido en barbijos. Y la misma protagonista del video (que ha sido subido a Internet) es una profesora que se encuentra atormentada por la situación. Ahora bien, lejos de conducir esto en un drama convencional, el director rumano hace algo maravilloso y anárquico: utiliza esta excusa para un trazado en tres partes que dan forma a un recorrido desquiciado, incómodo y audaz.

En la primera parte la mujer camina. Camina más que Monica Vitti con Antonioni. La cámara la sigue de lejos, pero hace lo que quiere. Irreverente, la abandona y se concentra en signos de una ciudad cuyos contrastes son evidentes. Es como si la mirada de la lente nos hablara de los efectos de este mundo gobernado por la desigualdad y la paranoia, Rumania como un lugar devastado, la tierra baldía de la Unión Europea. Y cuando lo desea, vuelve sobre nuestra protagonista para seguir sus pasos en las ruidosas calles, una sinfonía desafinada de bocinas y voces.

La segunda parte es un compendio de frases y un montaje de imágenes donde, desde un lugar sardónico, se intenta dar cuenta de una imposibilidad: entender la identidad de un país y el derrotero de la historia. El único modo de enfrentarse a tal irracionalidad es el humor, la fábula. Es el puente que conduce a la última parte, un juicio donde luces y colores recuerdan a los barroquismos de Fellini, especie de farsa kafkiana con finales diferentes. ¿Otro exponente del cine del futuro?

Quién lo impide, de Jonás Trueba

Tres partes, en tres horas cuarenta y dos intervalos de cinco minutos. Al comienzo, se abre una sala de chat donde Trueba habla con sus jóvenes protagonistas. Han pasado cuatro años desde que comenzaron a filmar y es hora de ver el resultado. Cuando les dice lo que dura, miran extrañados, se ríen y preguntan qué será del público. “Hay que confiar, hay que confiar” los anima el realizador. Tal vez, en alguna oportunidad, alguno se anime a escribir sobre la cuestión del tiempo en el cine contemporáneo y su vínculo con los límites del corte en la era digital, pero mientras tanto, mientras esperamos las especulaciones académicas, podemos entregarnos y disfrutar de propuestas como Quién lo impide sin ponernos colorados. Es decir, podemos confiar.

Lo primero para decir es que se trata de un ensayo sobre la juventud, pero guiado por los mismos jóvenes que intervienen. Acá no hay maestros ciruelas, viejos vinagres ni moralistas de cuarta. Tampoco, oportunistas del reviente que, disfrazados de aires de importancia, por atrás acusan a los más chicos de los flagelos del mundo. No. Todo lo contrario. La cosa fluye con muy buena vibra. Su punto de partida es un experimento que conocemos desde Truffaut, acompañar el crecimiento de adolescentes que serán adultos a la brevedad. Trueba los escucha, juega a filmar con ellos, les inventa pequeñas historias y se sumerge en su mundo sin juzgar, como si intentara captar el pulso de la vida con la cámara. Pero lejos de reducir la cuestión a un registro netamente realista, propone un montaje para crear un mosaico de goces, alegrías, tristezas y diversas paradas, porque nunca perdemos de vista que esto es un viaje y con música incluida (uno de los aspectos que mejor maneja el director).

Lo segundo es que, más allá del marco espacio/temporal, todo aquello que escuchamos y vivimos con la película, nos interpela en un doble sentido. Por un lado, en la percepción desvirtuada que solemos tener sobre la juventud; por otro, que más allá del paso de los años, son los mismos conflictos que tuvimos pero que nuestros rollos no nos permiten atender. Y de esta sordera y de esta brecha también se habla, con pasajes muy jugosos donde las opiniones dan testimonio sobre el sistema educativo, las relaciones con padres y madres e incluso sobre la idea misma de política en España. Y hablar sin filtros también da lugar a hermosos disparates, situaciones de humor, que evidencian la falta de cálculo a favor de una poderosa intuición.

El armado es colectivo. Hay huellas de ello todo el tiempo, desde los juegos de roles al inicio hasta las maneras en que los mismos protagonistas revisan las situaciones en que fueron filmados. Es parte de la espontaneidad y la libertad puestas en práctica. Un tiempo continuo cuya clausura es la pandemia, ese horizonte que parece refundar cierta idea de registro y del cine (una vez más).

La relación amistosa entre Trueba y los chicos es el lazo que permite el optimismo que destila el proyecto. No se trata de un optimismo vendido a base de ilusiones falsas, sino de soplos de cotidianeidad encapsulados en sus detalles, en los rituales, en caricias, en dudas y todo tipo de emociones. Ponerse en el lugar del otro es el primer eslabón para generar confianza. Con diversos recursos como voces en off, dramatizaciones, carteles que advierten la naturaleza del artificio, y sobre todo con una mirada que nunca abandona ese costado romántico tan caro al director, nos preguntamos con ellos finalmente “quién lo impide”, quién impide salir a las calles, vivir intensamente, no quedarse en la queja permanente y bancarse este defecto que, a veces, es el mundo que hacemos.

Princ3s4, de Raúl Perrone

El cine de Perrone es el rayo que no se cesa, una máquina expresiva que parece no encontrar límites ni derrochar el tiempo. Y es un cine que se planta desde un lugar lúdico, libre, creativo, que recupera los orígenes cuando todo el mundo está pensando en el final. A la vez, su ilusión es tan fuerte, tan poéticamente fuerte, que un edificio abandonado puede devenir en un universo de samuráis, de leyendas orientales bajo una cortina de agua cuyo artificio incorporamos y asimilamos como si fuera un verso más del plano. Es la misma ilusión de Fellini y el estudio cinco de Cinecittà, pero en Ituzaingó. Y es un trabajo admirable que invita a sumergirse en esas imágenes en blanco y negro, a través de laberintos y misterios, para perderse, para internarse en un sueño donde no faltará un pequeño homenaje sobreimpreso al gran Kurosawa y su Trono de sangre, entre otras pequeñas joyas.

Apenas un breve sustrato narrativo (literario) es la excusa para una experiencia espectral que incluye a una joven nipona cortando cabellos de cuerpos inertes, a un samurái que ronda por allí y se pregunta por tal acto, y a otros cuerpos y rostros que se integran a una sucesión de cuadros que bien podrían considerarse de modo autónomo, dada la planificación visual que evidencia cada uno. Y es aquí donde aparece ese sentido subyugante del cine de Perrone en esta etapa de su carrera, la forma en que conjuga la luz con las atmósferas, el modo en que ensambla las diversas capas sonoras y el protagonismo que cobran las escalas de colores (en este caso a partir del blanco y negro). Cuando muchos se jactan de experiencias inmersivas, acaso deban pegarse una vuelta por la sala oscura y ver Princ3s4, otra notable película que habla del futuro en el pasado.

Noche de fuego, de Tatiana Huezo

Tatiana Huezo había demostrado con sus películas anteriores (El lugar más pequeño, Ausencias y Tempestad) una gran labor como documentalista, además de un compromiso con causas humanas. Noche de fuego es su primera ficción, y a juzgar por las primeras imágenes, no es fácil (y tampoco necesario) correrse del género para integrarlo a una historia, dura, que pega fuerte por su crudeza y por el peso de lo real. Pero lo primero son sonidos. Un fundido en negro permite clausurar la vista para prestar atención a unos gemidos. Apenas se ilumina la pantalla comprobamos que pertenecen a una madre y su pequeña hija, quienes están cavando un pozo. La pequeña, por pedido de su madre, ensaya una postura dentro. Parece evidente que no se trata de un juego. El corte habilita el comienzo de la trama, pero deja en suspenso la atroz circunstancia que le toca vivir a una comunidad en Sierra de Guerrero, México, un lugar asediado continuamente por los narcos y custodiado por el ejército. En el medio, la gente, tratando de vivir de las plantaciones de amapolas y escondiéndose de los embates permanentes que incluyen la posibilidad de secuestrar a las jovencitas del lugar.

Desde el comienzo dos líneas expresivas dialogan en tensión. El ojo documentalista de Huezo apunta al orden de lo natural como si fuera un descanso necesario frente a la vorágine de peligros inminentes. En definitiva, los insectos, las plantas, se comportan de otro modo distinto en contraste con la barbarie de esas camionetas que vienen a arrasar con todo. La armonía de ese reino enseguida le cede el lugar a la explotación laboral, a gente congregada en una zona determinada para usar sus celulares. Y en medio, las infancias. Tres amigas y un chico, captados por las desgracias de los adultos y unidos en rituales lúdicos, porque aún en tiempos de desesperación hay intersticios de felicidad. Inocencia y amenaza. En esos lugares se aprende a los golpes. Ana, la protagonista que veremos crecer junto a su madre, y tendrá que cortarse el pelo para que la confundan con un chico y no se la lleven, al menos hasta que su cuerpo manifieste evidencias de que se ha transformado en mujer. Mientras tanto, vivirá breves raptos de alegría con sus amigas y será testigo e interpretará como pueda los horrores cotidianos: violaciones, atropellos varios, vecinos que abandonan el lugar, casas solitarias con restos de comida pudriéndose.

Pese a constituirse en un material que bien podría cuadrar dentro de la sordidez gratuita, la potencia que la directora le imprime a las imágenes compensa un trabajo que no pierde nunca el equilibrio. La narración, a base de elipsis bien insertas, posibilita una fluidez que constantemente se complementa con la observación atenta del entorno. La tensión aumenta, la expectativa sobre el destino de la (ya) joven Ana es la clave para mantenerse en vilo. El gran monstruo fuera de campo es un Estado que perpetúa la miseria, que favorece las conductas bestiales y que se olvida una vez más de la gente, sometiéndola a condiciones inhumanas de vida. No solo las protagonistas resisten frente a los narcos escondiendo a sus hijas, tampoco consiguen trabajar en paz porque los militares envenenan sus plantaciones. Y es tan fuerte el miedo que ni capacidad de organizarse queda. Ver normalizada esta situación es siniestro.

En este contexto, la idea de feminidad es sepultada. Y de esa crisis de identidad también cuenta la película a medida que los cuerpos crecen y las jóvenes no solo no pueden gozar de su sexualidad sino que se ven obligadas a ocultarse, envueltas en una red de complicidad ineludible. Gran parte del pulso vital que imprime la cámara en mano aparece destinado a captar el impacto de estos terrores. Y si el cine no necesariamente tenga que ser un oficial de justicia que reemplace las obligaciones políticas e institucionales, al menos puede acercarse a quienes necesitan ser vistos y escuchados. Un consuelo, que no es poco.

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