Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021)

1-

Sospecho que, como en la vida, luego de ver una película, al escribir, se podría controlar tanto la ira como la euforia desmedidas. Mientras tanto, sin sumarme al consenso generalizado sobre Licorice Pizza en cuanto a considerarla una obra maestra, confieso que la he disfrutado por momentos y sigo pensando en Paul Thomas Anderson como uno de los realizadores norteamericanos más estimulantes de la actualidad. Hay cientos de reseñas (algunas de ellas muy buenas) que, además de referir su argumento, destacan sus logros. Sin embargo, parecen compartir la necesidad de relevar el carácter fetichista, una superficie de indudable placer, encanto indiscutible que Anderson maneja perfectamente, entre otros signos evidentes. Por mi parte, me quedé pensando en otras cuestiones que comparto a continuación.

2-

En un momento de Licorice Pizza se escucha Life on Mars? de David Bowie, incluida en el glorioso disco de 1973, Hunky Dory. Mientras miraba la escena, se me cruzó como un rayo otra escena, la de un documental sobre el Duque Blanco llamado Five Years (2013). Allí, Rick Wakeman-quien participó con los teclados-cuenta la gestación de los acordes de la canción. En un momento destaca la genialidad de Bowie para componer, para no seguir necesariamente reglas. Es decir, en el momento preciso en que un acorde vendría a cerrar una secuencia de modo convencional, se produce una apertura que abre otras aristas para la canción.

No se necesita ser un especialista para darse cuenta de que Wakeman está refiriendo un desvío, acaso una figura retórica que bien podemos asociar a gran parte del cine contemporáneo si nos atenemos a una narrativa que suele excluir-como escribía el gran Raúl Ruiz-la idea de un único conflicto. En este sentido, Paul Thomas Anderson parte de una historia de amor en la que un adolescente con la cara llena de granos sigue como perrito faldero a una chica mayor, sin embargo, a medida que avanzan los minutos la situación se abre hacia otras aristas donde comienzan a surgir otras secuencias y otros personajes, al punto de que parecen hacen honor a la máxima de Doc en Inherent Vice (2014), “Todo es una puta locura”. Y en esa galería de seres excéntricos, según los gustos, se preferirán unos u otros. Pero no es menor ese gesto de amplitud en el cine de Anderson, disimulado por el mismo tiempo cinematográfico que parece crear una selva urbana colorida, lisérgica, para perdernos en ella. Así pues, perdemos nuestro equilibrio en una convención mientras algo imprevisto o irreconocible emerge de lo oculto (cfr la secuencia con la moto y la estrella de cine que interpreta Sean Penn, el modo en que deriva todo hacia el remate).

Y la noción de desvío le cabe también a los diálogos, no solo porque cada gesto fuera de lo común y cada palabra se hacen esperar demasiado por momentos, sino porque las estructuras lingüísticas empleadas se corren de los carriles normales. Ese tiempo en que los personajes retardan lo que van a decir, o ese lapso en que dicen algo pero subvierten absolutamente cualquier implicatura conversacional, también es una forma de eludir esos acordes que muchos querrían escuchar. Anderson se obsesiona con la forma de romper la confianza desmesurada de la destreza verbal, haciendo que el discurso sea un embrollo vacilante o un velo de engaño, aún en esta comedia romántica cuya ternura parece más evidente que la de Punch Drunk Love, especie de espejo retrovisor. Y desde Magnolia, afortunadamente, Anderson llegó a desconfiar de los remedios disponibles para los oradores libres del dolor.

3-

Atrapa el pez dorado es un ensayo publicado por David Lynch-el mayor rey de los desvíos-sobre el origen de las ideas y la creatividad que el cineasta americano aplica a su universo. El punto de partida del libro es la meditación, algo que le apasiona desde hace años y cuya práctica ha marcado su proceso creativo. Lynch enlaza temas y lanza ideas. Esas ideas que, según él, son como peces persiguiendo el cebo del deseo. En un apartado habla sobre la música y dice lo siguiente: “La música tiene que casar con la imagen y realzarla. No puedes limitarte a poner algo y esperar que funcione, ni siquiera aunque se trate de una de tus canciones favoritas de siempre. Esa pieza musical puede no tener nada que ver con la escena. Cuando casa, lo notas. El conjunto da un salto, pasa eso de que «el resultado es mayor que la suma de las partes».

La música tiene que casar con la imagen y realzarla. No puedes limitarte a poner algo y esperar que funcione, ni siquiera aunque se trate de una de tus canciones favoritas de siempre. Esa pieza musical puede no tener nada que ver con la escena. Cuando casa, lo notas. El conjunto da un salto, pasa eso de que «el resultado es mayor que la suma de las partes». En otro gran pasaje de Licorice Pizza, Gary y Alana se quedan mirando juntos el cielo, acostados, uno al lado del otro, mientras suena Let Me Roll It de Wings. Es uno de los pocos segmentos de reposo y la canción casa muy bien. Parece fácil, pero Anderson, al igual que Tarantino, y siguiendo la tradición de Scorsese, conciben el cine a partir de la música y son los mejores en este aspecto. Acaso sea magia o intuición.

4-

Y si hablamos de intuiciones, hay también en varios planos de Licorice Pizza, de incertidumbre luminosa, una intuición que gobierna los actos antes que la razón.  Son aquellos en los cuales los personajes parecen estar trabajando compulsivamente o corriendo para deshacer alguna herida profunda y oscura. Y en el medio de una historia de indecisiones y postergaciones del beso final, se interponen los objetos de consumo (desde colchones a máquinas de flipper), sustitutos temporarios del deseo. Porque si hay algo que marca a fuego varias películas de Anderson es el modo en que el consumismo determina hábitos y compulsiones. Como Barry en Punch Drunk Love, quien es capaz de ir a una isla lejana por Lena, Gary y Alana, desde la magistral primera escena, buscarán una serie de obstáculos materiales y emocionales para llegar a destino. Y como en El hilo fantasma, una vez establecidas las reglas de juego, lo que resta es jugar, asumiendo los peligros incluidos. Solo que en Licorice Pizza hay una alegría de primera mano ausente en las películas anteriores, más afectadas por cuestiones morales. No obstante, si bien la historia se ajusta erráticamente a la estructura de la comedia romántica. Pero es solo un eslabón de sus muchas desviaciones. Anderson necesita esa estructura para que el espectador se sienta cómodo, para darle un sentido de dirección y orientación narrativa que, progresivamente, dará lugar a las partes antes que al todo. Y esa es su mejor intuición como cineasta: el goce pleno de cada momento antes que el resultado empaquetado.

5-

Hay una bandera que da gusto defender con Anderson y es el valor que le confiere a la imagen y a la experiencia cinematográfica. El trabajo con los colores-que parecen primar como fundamento estético-y las diversas texturas defienden la experiencia en la sala como una posible inmersión que, más allá de la época referida, da vueltas sobre el poder del cine y sus posibilidades de embellecer una historia donde, como en The Master, los abrazos y los reencuentros hallan su existencia en los rechazos y los golpes. Anderson no es Cassavetes, pero de sus torrentes de amor toma al menos algunos brotes emocionales. Suficiente para considerarlo como un grande del presente.

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