Madres paralelas, de Pedro Almodóvar, 2021

Pedro Almodóvar es un cineasta político, Y es político porque gran parte de su filmografía ha brindado por la libertad, por la defensa de la identidad sexual y por romper todo tipo de tabúes sociales. Y esa libertad estuvo siempre en perfecta consonancia con sus formas estéticas (pensar el mundo a través de los colores), sus reelaboraciones genéricas, su preferencia por las mujeres, siempre potenciadas en pantalla, y esa voluntad por retorcer los mecanismos narrativos al punto de lo inverosímil.

Pero Pedro no es necesariamente político por Madres paralelas, su última película financiada por empresas muy importantes pero que no ha hecho demasiado ruido en la taquilla o no ha alcanzado el nivel de repercusión crítica que, acaso, se esperaba. Sobre los motivos de exaltación o indiferencia se puede debatir largo y tendido, pero si hay algo evidente es una necesidad de enunciar discursivamente algo que en sus filmes anteriores permanecía resguardado en un cuidado más sutil y misterioso. ¿Decisiones personales, imposiciones del mercado? Vaya uno a saber. En todo caso, dos certezas pueden formar un juicio de valor fundado en el desconcierto, tratándose de quien se trata. La primera es que la vara había quedado muy alta con Julieta y Dolor y gloria, con las cuales Madres paralelas se esfuerza por pertenecer a una especie de trilogía. La segunda, que hay subrayados verbales que hacen ruido, y cuando en el cine se habla más de la cuenta innecesariamente, vienen los problemas.

Una trama gira en torno a la maternidad y sus posibilidades: la deseada, la no deseada y la que no se siente. Este es el tablero al principio y tres mujeres tienen sus fichas al respecto. Janis quiere ser madre soltera, Ana no tiene interés (hasta que ocurra algo importante y la falta aumente su deseo) y Teresa, su madre, no puede conciliar ese rol con sus aspiraciones profesionales. Como suele ocurrir con Almodóvar, el azar une a los personajes y a sus historias, y tanto Janis como Ana se verán en el mismo camino a partir de parir en el mismo hospital. Un imprevisto oficiará como un aspecto clave para que la relación entre ambas se haga más compleja.

No obstante, una segunda trama se añade a ésta. Janis tiene otro deseo, que consiste en recuperar la memoria y la identidad de las víctimas de la Guerra Civil Española en su pueblo natal. Para ello se contacta con Arturo, un arqueólogo casado, que también será el padre de su hija. Y aquí es donde los silencios, tan importantes en sus películas anteriores, se transforman en ruidos incómodos o, en el peor de los casos, declamaciones. Quiero decir, no es necesario pensar en Pedro Almodóvar como cineasta político a través de una remera que diga We Should All Be Feminists y que Janis le dé un sermón a Ana en la cocina sobre la memoria. Un director que ha sabido construir diálogos magistrales con un código propio, con una voz reconocible, cae en la trampa de la banalidad, con una escena donde los primeros planos delatan una torpeza impredecible y un cuidado tan pacato como el pasaje de lesbianismo, más acorde a la demanda de las plataformas que a la alegría que nos ha regalado su cine en otras oportunidades.  

Por ende, no es el detalle de un plano ni un aspecto necesariamente puntual lo que resiente a la película, tal vez sea una sensación de conjunto que huele a corrección política, un traje que parece quedarle incómodo a Pedro, una ropa de lugares comunes, como el travelling final musicalizado y con frase de Galeano incluida.

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