De Rumania con amor (por los tonos grises y azulados). Sobre algunas películas contemporáneas.

De los enaltecimientos apresurados son pocos los que se salvan en el alicaído panorama del cine contemporáneo, sobre todo cuando un conjunto de películas provenientes de algún país, generalmente etiquetadas con la marca de nuevo cine tal o cual, reviven las esperanzas por hallar nuevos estímulos. El cine rumano no fue la excepción a la regla, sin embargo, considerando que se trata de un sólido bloque de películas y de directores con un tiempo razonable para un análisis más riguroso, podría afirmarse sin temor a equivocarse que las expectativas se cumplieron en gran parte.

The Fixer, de Adrian Sitaru, 2016

Su primer tramo no promete demasiado dado que parte de un trillado conflicto argumental a partir del cual un joven becario, que trabaja en una cadena de noticias francesa, ve la oportunidad de su vida cuando dos prostitutas rumanas menores de edad son expulsadas de Francia. La posibilidad de una gran historia lo lleva a manipular contactos y forzar reportajes, sin embargo, se enfrentará a obstáculos que pondrán a prueba su integridad moral. La necesidad de saltar profesionalmente ese escalón que lo sacaría de su condición de “arreglador”, lo confronta con el espejo de su estructura familiar y de su ética profesional.  No es casual, por ello, que la primera escena de la película nos muestre un travelling que recorta al protagonista en un natatorio siguiendo ansiosa y atentamente a su hijo, el cual se prepara para una competición. Poco después, sabremos que el padre ejercerá una presión desmedida (del mismo modo que la ejerce sobre sí mismo y sobre una de las chicas damnificadas). Apenas algunos minutos se toma el director para presentar las dos facetas del joven, que involucran lo privado y lo laboral. El carácter obsesivo es el puente entre ambas. Entonces surge el caso en cuestión.

Parece ser ya una costumbre rumana en el cine explorar ciertas historias personales despojadas de desbordes emocionales, con un registro más bien realista donde los tonos marrones y azulados devienen, en su recurrencia, como marca estética autenticada. Aquí la película levanta notablemente ya que Sitaru elige acompañar el dilema con decisiones formales que, lejos de subrayar una idea, construyen un marco visual cuya fotografía revitaliza los espacios transitados por los protagonistas. En esta etapa que marca el periplo de los periodistas, los mecanismos manipuladores no son escenificados de manera sensacionalista y se delimita bien ese estado de incertidumbre que podría hacer estallar todo en cualquier momento en busca de la primicia. Al mismo tiempo, Sitaru tensa el resorte empático con el espectador en la medida en que nos lleva a ponernos del lado de estos hombres que buscan aparentemente la verdad pero al costo de una voracidad que los deja mal parados, pues los (y nos) aleja de cualquier atisbo de humanidad. Se ve muy bien esto en la escena en la que intentan hacer el reportaje y filmarlo en un café. Los hechos que involucra la secuencia sacuden la integridad moral del protagonista cuando se percata de la edad de la chica (tiene catorce años), quien se ofrece a chupársela en el auto. Es ahí cuando entra en crisis y a la vez comienza a sufrir la presión de los otros para lograr el objetivo. El tema pasa por filmar o no, y finalmente lo hacen (“tenemos lo que necesitamos” dice uno de los compañeros). Aquí la cuestión se hace más pesada y el punto de vista se vuelve complejo. ¿Qué estamos viendo como espectadores en esa puesta en escena? ¿Importa qué hay detrás de toda esta mugre de trata de personas o el éxito de los tipos a los que seguimos durante todo el film? La pelota se arroja sobre terreno neutro y estará en cada uno ver hacia dónde la patea. En lo que respecta al joven protagonista, la última escena nos devuelve al comienzo con un acto de justicia: el caso de estas jóvenes ha repercutido en la forma de ver a su hijo, es decir, al otro. Ahora sí (díría Borges) es nadie.

Sierranevada, de Cristi Puiu, 2016

Una cámara situada a una distancia considerable como para espiar una esquina en un día más, frenético y plagado de ruidos de autos. Un tiempo para observar también a una pareja que sale de un lugar con una pequeña. Paredes pintadas de fondo sobre tonos azulados. No es una postal de presentación ni la búsqueda forzada de cierta estética complaciente; más bien un golpe de realidad donde el sonido directo altera cualquier idea de nitidez y de tranquilidad. Un plano secuencia que refuerza esa incomodidad sin reparos. Serán apenas los únicos minutos destinados a exteriores. Luego, un auto. Los planos se tornan cerrados y asistimos a una discusión poco soportable entre la pareja con signos de histeria. Todo el camino que circundan no ayuda demasiado para soliviar el clima de tensión, teñido de un cielo gris y con camiones y tractores que pasan constantemente colaborando con la contaminación sonora. Puiu nos da la bienvenida a Rumania y luego nos mete en una casa durante casi tres horas para que ese espacio dramático, sostenido notablemente con la cámara, hable bastante del país aludido puertas adentro.

Ese pequeño universo con mucha gente adentro que transita los ambientes elásticamente es observado por una cámara espía que jamás se entromete y que trabaja sobre un discurso a base de rumores o tonos elevados según la posición que mantenga. Al mismo tiempo que alterna los detalles sonoros, lo mismo hace con los colores azules y marrones. No hay idea de completud sino fragmentos de un ritual familiar cuyos condimentos asoman paulatinamente siempre y cuando nos entreguemos con paciencia a las reglas que el registro propone. Se materializa un encierro familiar, por momentos con un tinte costumbrista, pero paradójicamente ese espacio siempre está abierto a las expectativas de que algo pase. Lo cotidiano deviene como una pesadilla de esas en las que uno tiene los pies empantanados y no puede correr. Hay en Sierranevadauna especie de fascinación que impide que abandonemos el barco antes de tiempo aún con el marco claustrofóbico que utiliza.

Pero también existe un pequeño relato que se arma. El hombre en cuestión, el de la primera escena, es Lary, un médico que acude a esa casa porque allí todos conmemoran la memoria del padre. Como suele ocurrir en los funerales, los estados de ánimo fluctúan y un día transcurre como si fuera una vida entera (al igual que el drama o la comedia). Desde este punto de vista, resulta admirable la forma en la que el director construye un campo minado de tensiones siempre al borde del estallido donde los temas pasan rápidamente. Los planos secuencia siguen los desplazamientos de un ambiente a otro donde los climas emocionales varían y algunas verdades afloran, pero siempre bajo una lógica que evita que las verdades y las miserias se vomiten descaradamente sino que ingresen natural y desapercibidamente en tiempo real.

El contexto es un armado por parte del espectador paciente que sabrá dar forma a una serie de gestos privados cuyo signo recurrente, en medio de la muerte, es la amargura, sentimiento rastreable no solo como consecuencia de la demencial situación europea actual sino por los restos de un país en el que la promesa capitalista reavivó los espectros de un pasado comunista. Las heridas están abiertas y bien visibles en esa coreografía familiar que no es más que un centro neurálgico más de la Rumania presente. Una propuesta radical y notable de un cineasta que con una corta filmografía dejó de ser una promesa.

I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, de Radu Jude, 2018

Existen varias formas de sacudir la historia en el cine y de colocar espejos ante el pasado. Después están quienes quieran reconocerse o no verse reflejados, como los vampiros. La película de Jude es tan ambiciosa como necesaria, una interpelación a la mandíbula sin concesiones por donde desfilan varias citas teóricas y filosóficas que podrían alejar a unos cuantos espectadores (es cierto) si no fuera por la sagacidad y el sarcasmo del realizador, sobre todo cuando pone a discutir puntos de vista encontrados entre una directora teatral y un funcionario acerca de la puesta en escena de un espectáculo público sobre la historia de Rumania. Lejos de reivindicar cuestiones patrióticas, la protagonista intenta concientizar a la gente sobre la participación del estado en la matanza de judíos ordenada por un líder colaboracionista. Al principio, Jude incorpora un marco metaficcional donde la actriz Ioana Iacob se dirige al público para anticiparle cuál será su papel en la película. Lo hace desde un museo militar. El otro personaje desopilante (humano, demasiado humano, para su función) es el político preocupado por el mensaje cuyos argumentos son atendidos desde la ficción evitando el maniqueísmo. La secuencia final con la representación es de lo mejor que se haya visto este año y la reacción del pueblo un síntoma claro de los tiempos que corren.

Hotel Dallas, de Livia Ungur y Sherng Lee Huang, 2016

Estamos habituados a las ficciones rumanas que nos llegan para mostrarnos las consecuencias que dejó la apertura desaforada al capitalismo luego del gobierno de Ceausescu (y su posterior ejecución) , arduas y renovadas propuestas que acaparan la atención dentro del mapa del cine en la actualidad. Dentro del marco de autoconciencia por donde se mueven estas películas, este film deviene como inusual, heterogéneo, desparejo pero estimulante.

En el comienzo del documental de Livia Ungur y Sherng Lee Huang queda en evidencia el tono y el tenor de un conjunto de procedimientos: la cámara oficia de guía para un tour por un pintoresco y artificial hotel que recrea al de la famosa serie Dallas. La entrada es elegante, sostenida por un reposado movimiento y una música que establece un efecto irónico con respecto a lo que vemos. Se trata de un pequeño viaje hacia el interior de una iconografía fetichista cuyo efecto mnemónico nos conecta con los personajes y los objetos del mundo de aquellos ricachones envueltos en el drama de la ambición por el dinero. A continuación, un narrador dirá “Nacía en 1979, así que era muy joven cuando vi la serie”; luego, una serie de dramatizaciones protagonizadas por chicos acerca de la historia política del país. Esta multiplicidad enunciativa será una constante, pero su punto de confluencia parece ser una tesis: la manera en que impactan las imágenes mediáticas y televisivas en el imaginario de los espectadores y de todo un país, al punto de determinar conductas. La forma que tienen los directores de demostrar esto es bastante peculiar y consta de un abanico de estrategias que tienden a la descentralización, al pastiche, pero que en el fondo caen presas de demasiado vicio televisivo.

La serie Dallas fue un éxito en el mundo durante la década del ochenta, incluso durante la etapa del comunismo en Rumania. Entre los que miran obnubilados ese mundo de lujo están Illie, un pequeño criminal que anhela ese horizonte de progreso económico,  y su hija Livia (la realizadora misma, convertida en personaje, y admiradora de Patrick Duffy). Cuando cae Ceausescu, el padre se transforma en una versión rumana de JR (el protagonista malvado de la serie) y construye la réplica de la mansión que da origen al Hotel Dallas del título. Este es el punto de partida para mostrarnos qué ha quedado después de esos delirantes sueños de grandeza y para evocar los fantasmas del pasado (ya sean de la serie como del país). No deja de ser un propósito ambicioso, sobre todo si se considera la convivencia de voces discursivas y niveles expresivos que alternan el videoarte, los archivos de películas y programas de TV, más las dramatizaciones incluidas (no siempre con buenos resultados). En la ficcionalización misma del sujeto locutor (Livia vestida de tejana) y su intercambio verbal con el actor Duffy, fuera de campo, se estructura gran parte del documental, centro desde donde se disparan otras aristas, algunas de ellas incisivas, personales y también originales. Además, hay un uso del humor que, cuando no desemboca en el trazo grueso, se vuelve ácido (un ejemplo es una familia almorzando y haciendo un análisis de los filósofos rumanos) y absurdo (las pintorescas recreaciones de JR en clave vernácula garca).

Hotel Dallas tiene, sin embargo, un problema, que consiste en colocar todo en un plano de igualdad (no es lo mismo la muerte de un personaje de la serie que la de Ceausescu). Se supone que el discurso reflexivo y especulador de un cineasta debería tener un peso específico que exceda una mirada artística subjetiva, más allá del espectáculo. De lo contrario, hay un límite muy delgado hacia la frivolidad u el ombliguismo en temas tan fuertes. El tamiz de la hibridez y una puesta en escena ingeniosa tienden a elidir una mirada comprometida cuyo peligro es la liviandad. Tiempos de la posmodernidad le llaman.

Graduación, de Cristian Mungiu, 2016

Una vez más el cine rumano amasa una idea, a saber, que el país se ha convertido en un gran baldío donde los pilares (la educación, la justicia, la salud y la familia) se desmoronan con una rapidez alarmante. Desde esta perspectiva, Mungiu trabaja sobre un malestar connotado desde la primera secuencia de planos: una estructura de monoblocks, un ambiente casero sin vida, con aspecto de museo conyugal, y un piedrazo sobre una ventana. Es la punta del ovillo, la carta de presentación para el pantano narrativo y personal de los seres que deambulan por una tierra devastada, carente de desbordes emocionales, y cáustica por donde se la mire.

El protagonista es Romeo, un médico que vive como puede con Magda, su mujer, que permanece cual zombie como consecuencia de un matrimonio terminado. Ambos forman parte de una generación que vio frustrados sus sueños de progreso y que se sienten cómplices del derrumbe. Por ello, el padre hará lo posible para que su hija rinda los exámenes que le permitan acceder a un colegio en Inglaterra. La presión es constante pero se verá entorpecida por turbios obstáculos. Romeo maneja varios escenarios (también tiene un amante) pero siempre se viste igual y su semblante jamás muta en una sonrisa. Es que no hay tiempo para eso. Para colmo, alguien ataca las ventanas de su casa y el auto. El horizonte de su vida es tan incierto como el del país y apenas puede descargar un llanto brevemente camino a su casa. La monotonía de esta vida es coloreada por la recurrencia a los tonos azulados y marrones y la cámara capta los nervios de este hombre anclado en una estructura asfixiante. La incomodidad gobierna y los placeres aparecen siempre postergados pues ninguno goza de un momento de disfrute en lo que hace.

Dentro del esquema ideológico que la película traza, el microuniverso familiar se transforma en el mecanismo extintor de una mirada trágica: cuando las instituciones no funcionan asoman los pequeños actos de corrupción cuyas implicancias morales son apenas el comienzo de una montaña de decisiones dudosas, donde la ética se ve comprometida. En efecto, la imperiosa necesidad de Romeo por forjar el futuro para su hija se ve amenazada (al principio intentan abusar de ella) y entonces el mismo incurrirá en una serie de pedidos poco transparentes porque el fin justifica los medios. La agonía individual y social nunca es frenética, y se cocina lentamente. Estos signos, propios de una realidad monolítica y de monoblocks, son los yuyos que crecen en Rumania, otro país afectado por el capital salvaje.

¿Por qué se soporta semejante sequedad? Se sabe que en el cine la dictadura de la felicidad como de la miseria triunfan siempre y cuando no se noten las costuras, y si hay algo que sostiene a Graduación es el equilibrio en medio del agobio, la pericia del director para encerrarnos en la cárcel de la verosimilitud sin que nos escandalicemos pese a su crudo realismo.

          

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