Werner Herzog y la conquista de los sueños

(Extractos principales de un Taller consagrado a su cine)

“En realidad nací en Munich, pero cuando tenía dos semanas de edad la casa en que vivíamos fue derribada por una bomba. Nos mudamos a las montañas en Baviera, y hay algo curioso en esta área. El sitio donde crecí fue uno de los últimos lugares ocupados por los norteamericanos. Cuando niños, jugábamos con ametralladoras que encontrábamos en el bosque. En verdad fue peligroso; mi madre vivía atemorizada, pero yo tuve una infancia feliz.”

La historia es conocida. Luego de una  edición del festival de Cannes, Wim Wenders sostuvo que había que mejorar las imágenes del mundo. En su película, Tokio Ga (1985) aparece Herzog y dice algo más o menos así: “Lo que pasa simplemente es que sólo quedan pocas imágenes. Cuando miro aquí afuera todo está edificado, las imágenes no tienen espacio. Uno tiene que excavar como un arqueólogo para encontrar algo en este paisaje herido. Necesitamos imágenes que correspondan a nuestro estado de civilización y a nuestro profundo interior. Me iría a Marte si fuera necesario para encontrar imágenes puras, ya que en esta tierra no es fácil encontrarlas.”

Del primero se sabe que desistió hace tiempo; el segundo, radicalizó el planteo a través de sus películas. Con La salvaje y azul lejanía (2005) llevó su desconfianza con respecto al planeta tierra, un lugar inhabitable, al límite. Más allá de la anécdota puntual, puede ser un punto de vista posible para pensar cómo se redefine el estatuto de una imagen en el cine contemporáneo y si ya es posible ver algo distinto.

Werner Herzog forma parte de esa clase de cineastas a los que determinados rótulos genéricos no les cuadra o al menos habría que considerarlos con cierto cuidado. Decir que La cueva de los sueños olvidados es un documental (por lo menos en su sentido más convencional) representa, al igual que en sus trabajos anteriores, una insuficiencia puesto que la película intenta desplazarse en forma permanente hacia otros terrenos, a la vez que confirma, una vez más, los rasgos de una poética personal.

La historia de base es así: en el sur de Francia, en 1994, tres exploradores encontraron una cueva con imágenes pictóricas, las más antiguas descubiertas hasta la fecha. Por supuesto, esta es solo la excusa para que con poco material y limitaciones técnicas evidentes, el cineasta alemán descubra, fascinación mediante, una nueva forma de sinfonía visual, una expresión estilizada de un paisaje (“instante congelado en el tiempo”) y una reflexión sobre la forma en que el ser humano se representa con imágenes. Desde el inicio, la delicada partitura musical sumada a la voz en off del director nos instala en un ámbito hipnótico, mientras la cámara viaja y envuelve panorámicamente toda la naturaleza circundante a la cueva de Chauvet. Es el primer signo de desplazamiento, uno de los momentos de poesía, de búsqueda de imágenes, uno de los puntos sobresalientes dentro de las preocupaciones de Herzog y de su posición con respecto al estado actual del arte cinematográfico. Bastan algunas declaraciones al respecto, a propósito de una retrospectiva dedicada en Bs. As. a su obra hace unos años: “Estoy harto de las imágenes de las revistas, de las tarjetas postales. Estoy harto de entrar a una agencia de viajes y ver un cartel de Pan Am sobre el Gran Cañón: es un desperdicio, imágenes gastadas:”

“Hay que manejar el término ‘documental’ con precaución –declaraba Herzog en 1996, cuando presentó el film en Buenos Aires, invitado por el Goethe-Institut–. Se trata solamente de una tentativa de categorización. No hemos desarrollado un concepto más apropiado, pero pienso que un film como Lecciones en la oscuridad, filmado en Kuwait, no es en definitiva un documental. Es más bien una película de ciencia-ficción, un réquiem musical y algunas otras cosas. No existe una palabra para describirlo. Pero esto no tiene ninguna importancia.”

La naturaleza como expresión del tormento interior del alma, la lucha contra los elementos y una poesía oscura como la de Hölderlin son frecuentes en su cine, pero aquí alcanzan una expresión concreta, una materialización perfecta. Herzog subvierte –no parece aventurado afirmar que de manera genial– eso que se suele llamar documental para alcanzar su sueño: aquello que él define como “una verdad extática”. Más allá de esto, hay una operatoria que pone en jaque cierta tradición vinculada con la ética en la representación de las imágenes.

Herzog continúa buscando poesía en los lugares menos pensados. En este caso se interna en el abismo de la WEB. En tiempos donde los diagnósticos están a la orden del día, su mirada no pretende ser ni apocalíptica ni necesariamente integrada porque lo suyo siempre es el asombro aristotélico y este se manifiesta en la voz en off que utiliza magistralmente en el documental.

Aquí el tema pasa por indagar acerca de los orígenes y evolución de Internet y su impacto en la humanidad. Con un registro más didáctico y cercano al informe televisivo que en otros trabajos, abundan más los reportajes que las imágenes recreadas o puestas en cuestión, práctica dominante en su última etapa. No obstante están esos signos particulares en la forma en que articula su acercamiento a los personajes con los que interactúa, ya sea a través de un encuadre que enrarece la situación o a partir de testimonios que se vuelven desopilantes por su misma extravagancia. Del primer procedimiento hay un ejemplo notorio: una familia cuenta la desgracia sufrida a raíz de un accidente mortal de auto y la viralización de una parte del cuerpo de su hija por las redes. El hecho es terrible y su exposición podría haber caído en las mañas deplorables del sensacionalismo pero la distancia se logra con una puesta en escena en la que se ve una mesa con platos llenos de donas (¡!) y todos mirando a cámara en posición frontal como si fueran muñecos.

«A menudo la música constituye el único camino para dar a una imagen su significado correcto, el verdadero. En Fata Morgana, por ejemplo, hay una escena sobre las dunas, en la arena. Al verla, sentìa que era una imagen «femenina», pero no lograba dar esa sensación. Entonces puse como fondo el coro de mujeres de la Misa de la Coronación de Mozart y, enseguida, la imagen reflejó su cualidad femenina, ya no más secreta.»

«El desierto es un paisaje en trance, o si se quiere, no es tampoco un paisaje, su transformación en algo que antes no se había visto aún, la imagen nueva o la realidad vista de modo nuevo, traspuesta, verdadera, pero también fruto de la pesadilla, la realidad de la fata morgana.»

A pesar del peligro, la convicción persiste: el rey no puede estar desnudo, le hace falta un disfraz. Será un bufón o un usurpador, el amo de ningún otro reino que no sea una duplicidad o un truco. Puro delirio, política ficción. A sugerencia de Herzog, llamemos conquistadores de lo inútil a esos histriones que corren hacia su perdición echando espuma por la boca y despreocupadamente. Todos merecen ser llamados traidores, traficantes de reinos, renegados de élite a la ley de su jerarquía o de su especie. Desde Aguirre, pasando por Fitzcarraldo, hasta llegar a Cobra verde (1988), si retomamos la línea de películas con Kinski.  La historia trata de un bandido llamado Francisco Da Silva, un personaje que excede lo real para transformarse en una leyenda.

Dentro de esta galería de excéntricos personajes, están aquellos que ejercen el poder desde lugares materiales y concretos, los que involucran el dinero y los medios. En Fe y moneda (1980), Herzog encuentra al evangelista Gene Scolt, animador-vedette de una emisión televisiva religiosa que organiza veladas y festivales cuyo ulterior significado es el de las inmensas colectas de bienes. Scolt es poseedor de tres estaciones televisivas en Los Angeles, San Francisco y Connecticut. Cada día aparece en las pequeñas pantallas de ocho a diez horas sin interrupción. Se trata de un relato curioso y provocador de la religión vendido por los medios.

Todos parecen ser parte de los mismos, aún con sus matices. Y hasta los animales forman parte también de una dinastía bastarda. En Encuentros con el fin del mundo (2007) Herzog se va con una tripulación a la Antártida, no sin antes aclarar que le interesan otros aspectos de la naturaleza y que no pretende hacer «otra película más sobre pingüinos». No obstante, hay una secuencia hermosa y determinante.

Ese pingüino que por algún motivo se niega a seguir con sus compañeros adquiere la estatura de un héroe herzoguiano, aunque tenga que condenarse a una muerte muy próxima.

La corona le tocará al patito feo. Es también una aberración de esa clase lo que el cineasta reverencia en Walter Steiner en El gran éxtasis del escultor de madera (1974). La grandeza del saltador en esquíes no consiste en aterrizar unos metros más adelante que sus competidores de Alemania Oriental , sino en saltar tan lejos que podría morir cayendo más allá del límite, al precipicio.

Porque el cine es ese territorio donde se expresan los enigmas y las experiencias elementales. Cada una de sus películas han abordado este tipo de interrogantes, ¿qué significa estar preso?, ¿qué es tener hambre?, ¿qué es criar hijos?, ¿qué es la soledad en el desierto?, ¿qué significa estar enfrentado a un verdadero peligro? Herzog es un romántico que busca imágenes, misterios insondables, experiencias trascendentes, riesgos. En 1976 filma Corazón de cristal, cuyo comienzo habla de su poética. Una estampa romántica, un hombre solo en medio de la naturaleza.»Miro a la distancia hasta el fin del mundo» En eso consiste su cine.

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