37 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA. APOSTILLAS 5

Lynch/Oz de Alexandre O. Phillippe

Todo está patas arriba en este documental sobre las influencias de El mago de Oz en la obra de David Lynch. Una vez que atravesamos las cortinas, ingresamos en una lógica demencial de citas y de referencias que, lejos del rigor académico, obedecen a las lecturas, las impresiones y las locas arbitrariedades de quienes hablan en off, entre ellos, el gran John Waters. Dividida en capítulos cuyos ejes son temáticos, se tiende a analogías y explicaciones que suenan convincentes más allá del sesgo, muchas veces, fabulador. No deja de ser estimulante ver escenas de películas y series de Lynch en una continuidad que justifica su enorme autoría y la coherencia de un universo estético tan singular. Entonces, atravesando escenas del clásico hollywoodense derivamos en cantidad de imágenes montadas a un ritmo que no da respiro, pero que tiene el encanto de una sabrosa sopa cinéfila. Es decir, llega un momento donde ya ni se pregunta uno por la solidez de las argumentaciones y se entrega a esa marea de alusiones y anécdotas. El entramado de signos, en todo caso, construye una posible certeza: ya no hay una historia del cine, lo que existen son las historias del cine. Y qué mejor que la pasión de espectadores para contarlas.

Godard seul le Cinema, de Cyril Leuthy

Dar cuenta de tamaña figura como Jean Luc Godard es una empresa que no cualquiera puede afrontar. Sin ir más lejos, recientemente, a raíz de su desaparición física, la sumatoria de obituarios y de semblanzas no alcanzó para clausurar la fuerza y el movimiento constante de su obra. Por ello, el principal mérito de este documental radica en la síntesis lograda de una vida consagrada al cine, con movimientos, tensiones y un pensamiento que nunca cesó más allá del aislamiento en las últimas décadas. Muy buenos testimonios, materiales de archivo poco vistos y fragmentos fílmicos son parte del armado estructural. En este sentido, no deja de impactar cada etapa en la producción del eterno director, sin relegar la decisiva importancia de las actrices que lo rodearon y de los directores de fotografía como Raoul Coutard. Las casi dos horas vuelan a la manera del montaje godardiano, como una ráfaga de imágenes poderosas y contundentes. Pero hay algo más importante: es una linda medida para pensar cuestiones que atañen a varias películas que vemos en festivales como este. ¿Quién rompe, quién decide correrse de los lugares comunes o de satisfacer los temas impuestos por la agenda global? Frente a una idea de homogeneidad convenida, Jean Luc hubiera estado en la vereda de enfrente. No tengo dudas.

Un año, una noche de Isaki Lacuesta

Adaptación cinematográfica del libro Paz, amor y Death metal, de Ramón González, superviviente del atentado terrorista en la sala de conciertos Bataclán de París. La primera apuesta de Lacuesta es prescindir del valor testimonial de la fuente literaria y articular la historia de la pareja protagónica de modo fragmentario, montaje que le inyecta a los hechos un halo de ambigüedad enriquecedor sobre lo que vemos y cómo lo vemos. No se trata de una película que manifieste grandes pretensiones por comprender qué es el terrorismo ni por la victimización, sí sobre las secuelas que deja y cómo sobrellevarlas. Los planos cerrados, los primeros planos, permiten contagiar cierta fisicidad que involucra indefectiblemente, sobre todo en los mejores momentos de intensidad emocional, donde un ruido, una sensación o una discusión remiten a la fatídica noche. Ramón y Céline (interpretados magistralmente por Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant) lidian con su convivencia, ahora potenciada negativamente por el hecho en cuestión, que asoma por flashes, pero que nunca es representado desde el morbo. En todo caso, hay señales que sugieren más que el efectismo típico en estas historias. La primera imagen cuando ellos regresan a su departamento con unos impermeables amarillos en medio de sirenas es desgarradora. Lejos del oportunismo y el golpe bajo, y pese a una duración excesiva, se trata de una película potente, hecha con oficio.

Cambio, Cambio, de Lautaro García Candela

La primera secuencia de la película de Lautaro García Candela, con la excelente apertura de créditos,  es una síntesis posible de la Argentina condenada a la desigualdad. Mientras el joven protagonista reparte volantes en la puerta de un restaurant en pleno centro, un cúmulo de voces mediáticas enfermizas opinan sobre el valor del dólar. El efecto es potente: uno quisiera abrazar a las víctimas de un sistema económico más vulnerable, pibes sin horizonte más que ganarse unos mangos en la calle y silenciar de una vez por todas a los vampiros con traje, especuladores financieros inescrupulosos que terminan echando más leña al fuego y provocando debacles. El furor por el dólar es el veneno que tragan los personajes de Cambio, Cambio, entre ellos su protagonista Pablo, un pibe que anda a la deriva con su teclado, una banda con la que ensaya y mantiene una relación con una chica que atiende un local de celulares. El centro porteño es la boca del infierno, el punto álgido de una estructura que se propaga por todo el país y enferma a un imaginario que no logra salir del dilema de los verdes.

Pero esta película no se ocupa de las lacras de guante blanco, pone la atención en estos jóvenes que tienen pequeños sueños, pero un laburo que apenas le sirve para sobrevivir. Entonces, como si del género de gangsters se tratara, surge la posibilidad del crecimiento económico rápido a partir de convertirse en un eslabón útil de la cadena de arbolitos. Y una vez que se entra en esa lógica, la podredumbre acecha.

Uno de los bloques argumentales discurre en la relación entre Pablo (que viene de Olavarría y apenas se enteró de que en el 2001 hubo un estallido) y Florencia. En todo este segmento asoma una estética lacónica similar a la de tantas películas argentinas, con diálogos cuya pretensión realista parecen encauzar la historia al retrato generacional. Es la parte sentimental, más ligada al encierro cotidiano y situaciones mínimas. Pero cuando parece que todo se va consumiendo en rituales mínimos, la historia y la intensidad dramática levanta notablemente. Entonces, el vértigo del desquicio cambiario envuelve a los personajes, los saca de sus respectivas realidades porque el objetivo es llegar a la suma de dinero que les permita despegar y salir del país. Florencia tiene la posibilidad de una beca de estudio en Francia y Pablo quiere acompañarla. No obstante, siempre hay una fuerza siniestra que altera los planes. En el mejor de los casos, todo vuelve al lugar de origen, que puede ser modesto, a veces triste, pero digno.

La modestia es una cualidad que puede analizarse con pinzas. La falta de pretensiones no necesariamente conduce a la nada misma, como suele verse en tantos exponentes contemporáneos. Lo interesante y placentero en Cambio, Cambio es el modo en que su joven director transmite una atmósfera de humanidad y melancolía. Basta ver el rostro de Pablo para hallarla, una mezcla de inocencia, tristeza y bondad. Por una vez, el cuidado por contar una historia y por construir personajes creíbles le gana a la necesidad de bajar consignas.

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