El cine según Bernardo Kordon. Sobre Alias Gardelito y la adaptación de Lautaro Murúa.

En la impresionante encuesta sobre cine argentino llevada a cabo hace unos meses (y que puede consultarse aquí https://encuestadecineargentino.com/) Alias Gardelito (1961) de Lautaro Murúa figura en el puesto 54 con apenas 9 votos. La escasez de elecciones podría analizarse a partir de múltiples factores que no vienen al caso en este texto, pero cabe destacar que tanto el cuento como la película son de lo mejor que se leyó y se vio en Argentina. Va entonces una historia de gestaciones, traiciones y decisiones.

En el primer número de El escarabajo de oro (mayo/junio de 1961) le hacen un reportaje a Bernardo Kordon y le preguntan acerca de la adaptación llevada a cabo por Lautaro Murúa en Alias Gardelito. El escritor desliga al cine de la responsabilidad de ser fiel a la literatura y habla, en todo caso, luego de apelar a una metáfora gastronómica, de que en la película se sienta el gusto primitivo.

Esto nos lleva a pensar en otra variante, la que concibe el proceso de adaptación para capturar lo que podríamos denominar el espíritu de un texto, cierta atmósfera. Sin necesidad de reproducir en la pantalla la misma historia se buscaría recuperar un núcleo de sentido, una experiencia de lectura. Pero la honestidad y la modestia de Kordon no deberían pasar inadvertidas, en tanto y en cuanto entiende las diferencias entre ambos lenguajes y los diversos contextos de producción. Sabe (y lo declara en el mismo reportaje) que escribir es una tarea individual y que el cine es un trabajo colectivo costoso, donde todos meten mano en la fuente original, como si fuera un cuerpo a operar en un quirófano.

También agrega algo determinante: un buen cuento presenta ya resueltos los elementos de una gran película: un clima y un conflicto intensos que se desarrollan en un tiempo riguroso.

Esto nos permite entrar de lleno en la vinculación del escritor con el cine. En primera instancia, ¿qué fue el cine para Kordon? A diferencia de otros, por ejemplo, Horacio Quiroga, maravillado ante el dispositivo moderno capaz de replicar la humanidad en la pantalla y dar forma a un sistema de estrellas, o de Borges, quien encuentra en el western y en el género de gángsters un sistema narrativo clave para sus futuros cuentos, Kordon, como buen hombre de izquierda reniega en principio de un arte cuyo alcance masivo es un instrumento potente del avance capitalista. En La vuelta de Rocha y otros brochazos porteños (1936) se suele citar el relato Arte Made in Usa, donde ajusta cuentas contra la industria norteamericana, calificada como una gran fábrica de bodrios encajados en cintas de celuloides. Ese carácter narcisista de las estrellas y el impacto que provoca en el público (aquello que fascinaba a Quiroga) son los signos que detesta Kordon.

No obstante, esta postura irá moderándose hacia los años sesenta, sobre todo cuando los lazos entre los escritores y los cineastas se vuelven cada vez más determinantes, en una singular retroalimentación. En el número diez de la Revista Nudos, publicada en 1981, declara en una entrevista: Bueno, se ha dicho que yo escribo como si estuviera haciendo una película. En verdad he sido más hijo del cine que de la literatura.

Podría pensarse esto último en relación a un efecto de lectura que genera su escritura, predominantemente visual, directa, por momentos cercana al guión cinematográfico, esto es, organizada sobre la idea de cuadros, con mucho diálogo, como si fueran fragmentos de vida, con una transparencia que bien puede vincularse a la noción de realismo en el cine que esbozó Andre Bazin en la década del cincuenta en uno de sus textos más conocidos, Montaje prohibido. Bazin argumenta, analizando otras películas que se desarrollan en la selva con situaciones que los humanos no pueden controlar, que la fuerza de esas imágenes viene determinada por el hecho de que no haya habido un corte de montaje. Que no hayamos cambiado de un plano a otro. Al verlo “en continuidad” y saber que lo que vemos es “incontrolable e imprevisible” tenemos la sensación de que el material es más realista, más verdadero. André Bazin considera que al mantener la continuidad del espacio y el tiempo con un plano secuencia el cine puede capturar la realidad de un modo que ningún otro arte puede. Llegar donde ni la novela ni el teatro pueden hacerlo. No se trata, desde luego, de que todo deba ser rodado en plano secuencia pero sí tener una especial atención a cómo el dispositivo cinematográfico se puede enfrentar a la realidad.

Y del mismo modo que Bazin vinculaba esto a un propósito ético en el contexto del neorrealismo, Kordon tiene en claro que su estilo también obedece a una ética: Me denominan un escritor de personajes marginales. Creo que esa preferencia no es solo literaria, sino fundamentalmente humana, me atrae esa humanidad que vive en condiciones límites: el dolor, el desamparo, la pobreza.

De allí que la forma más adecuada para trasmitir ese mundo obedezca a una idea de transparencia, como si leyéramos fragmentos de vida, aspecto que lo distinguirá de la narrativa del Boom cuyas escrituras suponen un montaje más vinculado a los cineastas de la imagen:

(…) como viejo lector le reprocho al Boom tantos libros tan presuntuosos como tediosos que no me permitieron llegar a las últimas páginas.

Lo curioso de todo esto es que un escritor del Boom, Augusto Roa Bastos, será quien adapte Toribio Reyes Alias Gardelito, traicionando los preceptos de Kordon y desarticulando varios procedimientos claves del relato original. El protagonista del cuento de Kordon tiene 17 años, un rostro ligeramente infantil con ojos grandes y negros que ganaban la confianza de todo el mundo, lleva pantalones gastados y una camisa desteñida. La preocupación por lo visual aparece desde el comienzo y la síntesis sobre su historia de vida no puede llevar mucho tiempo: Era huérfano y sus tíos lo habían traído de Tucumán para vivir con ellos en ese inquilinato de la calle Paraguay. Kordon escribe con magistral economía de recursos para armar el pequeño universo de sus personajes desclasados y migrantes, como se los suele denominar habitualmente. Personajes que vagarán, observarán y aprenderán en la gran ciudad mientras se sienten foráneos ante la mirada de soslayo de los otros y utilizan la mentira, el cuento, como herramientas de supervivencia. El cuento es de 1956 y si bien se conecta con la picaresca y la novela de aprendizaje, no sería arbitrario pensarlo también en relación con Il bidone (1955) de Fellini. Toribio mentía siempre, más por sistema que por conveniencia dice el narrador, y más adelante, Toribio había adquirido por instinto el axioma del cuentero. Porque la calle señala y el olvido alimenta el instinto de supervivencia, es azar y descalifica el arrepentimiento. Y es en el riñón de la aventura donde se instala Toribio, corriéndose de toda obligación impuesta y soñando con convertirse en cantor profesional y en un hombre independiente, condición que solo es posible como postulación porque es el dinero el que rige la dinámica social, contrariamente a los pagos de donde proviene. En Bs.As, no había huertos donde robar duraznos, ni perros para apedrear, ni chinas accesibles en los ranchos de los aledaños. En la Capital solo encontró la obsesión del dinero. Por eso debe dejar atrás sus sueños y volver a la calle donde conoce a Fiacini, oportunidad para pegar el gran salto. Toribio recupera en su figura el deseo y la confianza, y también la posibilidad de trascender como cuentero, de posicionarse por encima del resto a partir de la traición y del engaño, cuando en realidad siempre se engañará a sí mismo como lumpen condenado a la periferia. Su última jugada para paliar su soledad le cuesta la vida.

El peruano Isaac León Frías en El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica (Universidad de Lima, 2013) traza un mapa sobre la década del sesenta en el cine argentino y habla de tres constelaciones visibles. En un primer momento, el del llamado Nuevo Cine Argentino (1960-1965); un segundo momento, que surge en 1968 con la corriente de cine político en La hora de los hornos y que se prolonga hasta 1976 con las películas de Raymundo Gleyzer y otros; y un tercer momento hacia 1969 con el llamado grupo de los cinco (Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Raúl de la Torre, Néstor Paternostro y Juan José Stagnaro). El puente generacional entre los cincuenta y los sesenta ya lo habían trazado Leopoldo Torre Nilsson y Fernando Ayala.

La llamada generación del 60, como puede verse, en realidad surge de una demanda muy bien expresada también en un artículo publicado en la Revista Capricornio dirigida justamente por Kordon. En el número 3 (1965) aparece Sobre la estética cinematográfica y sus autores son Abel González y Alberto Rabilotta, quienes no solo discuten lo que llaman el contenido político de un filme, sino que apelan a un tipo de cineasta capaz anticipar el futuro desde el presente. En un pasaje dicen algo sintomático: Quizá al realizador de cine de nuestra época le esté ocurriendo lo que a la mujer de Lot, que por mirar atrás se convirtió en estatua de sal.

De esa reflexión se desprende la necesidad de renovar, de pensar formas de hacer cine desde otros paradigmas que rompan con la tradición. Más adelante, se atreven a reivindicar a Murúa, pero a medias: Solo Murúa parcialmente apunta más alto a través de Shunko y Alias Gardelito; sin embargo, sus proposiciones no van más allá de lo que el mundo burgués o socialista está dispuesto a permitir.

Lo cierto es que Lautaro Murúa parece representar un tipo de cine que focaliza su interés en los sectores más vulnerables de la sociedad, sumado a la pléyade de realizadores que testimonian el paso de una sociedad tradicional a otra moderna y que utilizan a personajes cuyo fin es persistir detrás de la gran oportunidad. Por otra parte, hay una voluntad por utilizar modelos narrativos que se diferencien de la época dorada del cine argentino, donde había una industria consolidada y pensada para producir en serie y exportar.

En relación a Murúa y a su generación, hay que pensar en una renovación integral que atravesaba todas sus áreas, pero fundamentalmente a partir de carencias materiales y sobre la vulnerabilidad de los sistemas de producción y de exhibición. Acaso sea muy ambicioso hablar de movimiento, porque se trató en todo caso de una conciencia por pertenecer a una nueva tendencia por modificar los modos de hacer cine en un contexto problemático, desligados de las grandes productoras. Fue un período breve, rupturista, donde la comunión entre cineastas y escritores (Bioy. Borges, Santiago; Guido, Torre Nilsson; Kordon, Viñas, Denevi) dio lo mejor en películas que intentaban conservar marcas autorales y propendían a un espectador activo. El escritor sobrepasaba el rol tradicional de guionista como persona de oficio. Entre ellos, Augusto Roa Bastos (quien ya hablaba de cómo Victor Hugo en Los miserables narraba con planos profundos) colabora activamente en la Argentina. En 1957 trabaja con Armando Bo en El trueno entre las hojas y en 1958, con Lucas Demare en Hijo de hombre.

Lo primero para decir de la adaptación de Roa Bastos y Solly es que meten sus tijeras sin piedad en el relato y lo despojan de los elementos picarescos, de la condición de cuentero del personaje, y por ende, de la empatía que pueda tenerse con el protagonista.

La secuencia inicial es en un basural, tremendamente oscura, con dos fuertes implicancias que no han sido tenidas en cuenta. Por un lado, Roa Bastos parece prefigurar la atmósfera de su relato El baldío, que publicaría en 1966. Es como si en este período, el cine comenzara a asumir los destinos de la literatura contemporánea. (Así comienza su cuento “No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante, por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios.).

Por otro, la influencia del cine negro, no solo por la puesta en escena expresionista que domina gran parte del metraje, sino por la fatalidad marcada desde el comienzo. Pocas veces se vio en pantalla un comienzo y un final tan degradantes, a menos que consideremos películas malditas como Night and the City (Jules Dassin, 1950) con Richard Widmark corriendo en soledad todo el tiempo por las calles vacías de un paisaje nocturno, desolador y tenebroso, para terminar tirado al borde de un río. Argibay tiene un derrotero parecido. Roa Bastos piensa en esas tradiciones (el policial americano y el cine de las nuevas olas, con sus actuaciones despojadas, ascéticas y poco empáticas) antes que en el neorrealismo.

Las elecciones con respecto a la fuente original son absolutamente personales. Frente a la transparencia referida cuando analizábamos el cuento, Murúa y Roa apuestan a un montaje fragmentado con la música disonante de Waldo de los Ríos y descartan toda información sobre el pasado de Toribio en términos convencionales, así como su condición de cuentero. El hombre que construyen es el prototipo del noir, condenado a la fatalidad de antemano, o al de la lógica de los gángsters, soñadores del gran golpe para terminar tirados en una fosa o asesinados a balazos por sus ambiciones.

Por otro lado, la construcción dramática es bien deudora de estilos como el de Hemingway, a base de elipsis o silencios que deberá reponer el espectador. Ese clima de malestar tan caro al noir se traduce aquí con angulaciones y encuadres poco convencionales (como si Murúa, aún en su afán de renovación no despegara de la tradición de La casa del ángel (1957)

Y si bien es cierto que varios planos confirman un sesgo más fresco y espontáneo a la hora de mostrar Buenos Aires (algo que reclaman las nuevas generaciones de críticos para combatir los restos de un sistema de estudios de otra época), lo que predomina principalmente son los claroscuros expresionistas con fondos de conventillos, estaciones y espacios indeterminados.

Y en esa respuesta al pasado de estudios, ciertos tópicos que fueron furor para exportar, como el tango, también son revisitados. Toribio se dice cantor de tangos profesional, pero nunca se lo escucha entonar uno. Del mismo modo, el prototipo de chanta como protagonista singular de varias cintas de la época, queda desterrado. Recordemos que hay toda una tradición genérica armada en torno a la figura del chanta en la Argentina (El jefe, El negoción, El gordo Villanueva, Flor de piolas, Plata dulce, Nueve reinas, etc.)

Lucía Rodriguez Riva, en su ponencia El cuentero como punto de encuentro entre la literatura popular y el cine moderno: Alias Gardelito (2020, Conicet) sostiene: Tales ficciones evidencian las consecuencias a nivel de tejido social de la modernización económica (…) La noción de marginalidad (…) Se enfoca entre los sujetos, principalmente en los migrantes internos por motivos económicos (…)

Incluso, Roa y Murúa, parecen contestarle al cuento también, para tomar distancia del peronismo. En el relato de Kordon el personaje dice que se parece a Hugo del Carril y que podría trabajar en el cine; en la película, no solo se elude ese diálogo sino que en un momento Fiacini refiere que la Argentina es un refugio de la Gestapo, contribuyendo a la mentada idea de que Perón albergó nazis.

Lo cierto es que más que un alegato político/social, Alias Gardelito es una película deudora del imaginario del cine negro. Toribio tiene el deseo de pasar por encima de un engranaje que no conoce, flirtea con la mujer del ingeniero y pretende dar el gran salto a costa de la traición. Murúa acentúa los lazos con el género, pero tampoco resigna su filiación a la modernidad cinematográfica europea. Al igual que Antonioni, acude a los ruidos para interferir en la comunicación de los personajes, pero a diferencia del director italiano, se permite, con sutiles trazos, marcar las diferencias de clase. La mujer del ingeniero es de la clase alta, habla de un modo afectado y escucha Jazz; Toribio le dice que el Jazz es para invertidos y el Tango para los varones.

Y dentro de la estética del cine negro, aparece la lógica del gángster, es decir, el tipo que quiere ascender rápido, se mete en lugares equivocados y paga con su vida: Gardelito muere acribillado solo en un basural, a la noche, mientras un linyera lo ve agonizar sin ayudarlo; muchos años después en el desierto de Las Vegas, Joe Pesci mira, antes de que lo maten, cómo apalean a su hermano, en Casino (1995) de Scorsese.

Pero hay un elemento más que vincula a la película con el cine negro. El plan de Toribio es irse con la plata de Fiacini y del ingeniero a Rosario, pero comete ese error fatal que atraviesa todo el género: una duda final. ¿Por qué? Por soledad. Llama a Picayo (a quien había usado como boxeador para ganarse unos mangos) y le propone que se vaya con él, pero Picayo se cobra la avivada anterior y la traición se duplica. Toribio paga las consecuencias de su espera, de su vacilación (del mismo modo que el doctor alemán de La jungla de asfalto (1950) de John Huston se demora por una perversa debilidad). Entonces Fiacini antes de dispararle en el auto le dice “Vos siempre viviste solo pibe” Volvemos al comienzo, se hace de día y encuentran el cadáver. La cámara hace un travelling y muestra la ciudad a lo lejos. Luego, una especie de flashback unifica el basural de la infancia con este. La muerte en condiciones tan degradantes solo reconoce como antecedentes la visión naturalista de Los olvidados (1959) de Buñuel, donde un niño es arrojado a una pila de basura, la forma más obscena del desprecio por la vida humana, producto del neoliberalismo incipiente en las grandes urbes.

Semejante final no fue bien visto por el ente de calificación que le puso una B, lo cual se vio comprometida su exhibición (B significaba que no era obligatoria). Pese a que Murúa logró revertir parcialmente esto, la película no tuvo impacto comercial, pero sí a nivel crítico, en un momento donde la separación entre el público y el consenso generalmente sería una constante hasta nuestros días.

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