Las películas que justificaron el 2022 y unas palabras más.

Es el clásico momento de las listas, los balances, las discusiones por participar o no en convocatorias a votar en diversos sitios, las quejas por las elegidas, el vedetismo, la figuración, los que critican los mismos espacios donde envían sus títulos preferidos, los que exigen un programa político detrás de cada elección, los que acusan de académicos a otros y después colaboran con elegancia en sus mismos espacios, y los académicos que se pretenden faros del mundo hacia quienes escriben sobre películas. En fin, de todo un poco en esta ensalada que es el mundo de la opinión sobre cine. Lo bueno de tener un espacio propio es no deberle nada a nadie ni rendirle pleitesía a ningún genio circundante. Estas películas que enuncio a continuación representan para mí lo mejor que he podido ver en este año. El orden no altera el placer y el interés que me generaron. Cada una va acompañada de algo que escribí sobre ellas oportunamente. He incluido algún título que en su momento no me despertó demasiado entusiasmo, sobre todo en el contexto de los festivales, pero que he vuelto a ver y las impresiones han variado. Agrego unas palabras sobre una película hecha en mi ciudad, Mar del Plata, que envié a su director, porque lo sentí así. Buen año y que el 2023 nos encuentre aturdidos de música y cine para alimentar el alma.

Tales of the Purple House (Abbas Fahdel)

En principio, algo distingue a esta película de otras actuales. Se trata de un ensayo poético donde la pandemia no es una excusa para la victimización emocional, al contrario, un motor expresivo para acrecentar el compromiso político de Abbas Fahdel y su sensibilidad estética. Todo esto, logrado gracias a su implacable poder de observación y a la presencia de Nour Ballouk, quien no solo pinta imágenes sino versos. Tales of the Purple House está estructurada en tres partes, una división que parece remitir a uno de los niveles discursivos posibles, aquel que conduce al orden mítico, porque antes que los humanos, antes que las guerras y toda la injusticia, hay un mundo, una tierra hermosa y allí está voz de Ballouk para referirnos el principio de los tiempos con un plano maravilloso. Por ende, la naturaleza será una de las protagonistas, amparada en una mirada que no deja de declarar su amor a una tierra castigada por conflictos bélicos y bombardeos constantes. Frente a las inevitables imágenes televisivas que delinean otro nivel enunciativo para marcar los tonos de la realidad política, están las otras, producto de una lente que crea poesía, que transforma cada rincón de ese pequeño refugio en un universo agigantado en la pantalla. Solo una atención dedicada como la de Fahdel puede articular escenas del estilo y dar cuenta de la modestia de quien entiende que nada somos sin los animales ni la tierra que habitamos. Por ello, sus gatos (ya consagrados al altar de la comedia) arman una historia aparte con sus caricias, sus juegos disputándose alguna laucha, las plantas, los insectos, todo aquello que se integra a la vida cotidiana en una paz que se ve constantemente amenazada. El tiempo cosmológico no es igual al tiempo de las urgencias políticas. Pero Fahdel y Ballouk no se recluyen para ignorar lo que ocurre en el Líbano, y más específicamente en Beirut. Allí también se inserta el discurso comprometido, allí surgen los actos de resistencia, la participación en marchas y los relatos del dolor, de familias disgregadas por la circunstancia que les toca vivir. Por supuesto, a todo esto, encima, se le suma la pandemia. La ética del documentalista es completa: se vive para crear, pero jamás para dar la espalda a la realidad.

Moonage daydream (Brett Morgen)

A modo de un DJ cinematográfico, Morgen parte la figura de Bowie como si fuera un espejo que estalla en mil pedazos y ofrece una personal visión del Duque Blanco sustentada en un ejercicio impresionante de montaje. A diferencia de la mayoría de los documentales centrados en artistas que narran su ascenso y caída, o incluyen aspectos privados aptos para el morbo, Moonage daydream es una fiesta audiovisual que acude a la obra de un artista inagotable para que hable por sí misma sobre todos los temas: la fama, la soledad, el dinero, la música, las reinvenciones de un músico, la vida y sus espejismos.

Crímenes del futuro (David Cronenberg)

Lo que podría representarse en un marco futurista es en realidad acompañado por un paisaje gótico, medieval, donde el afuera se asemeja una tierra baldía de pocos habitantes. El tratamiento espacial es alucinante, del mismo modo que la morosidad de la cámara para recorrerlos, como si los personajes flotaran por el lugar. La trama se concentrará en los sentidos que despierta el título de la película, cuestión que no conviene adelantar, pero que insiste sobre un mundo sin posibilidad de trascendencia. Cada cuerpo, cada rostro, con sus marcas y su palidez, son producto del deseo llevado al más alto plano de fetichismo, despojado de emociones. Y son parte de un mundo donde se desnuda el carácter contradictorio de la ciencia: el avance tecnológico provoca un deterioro absoluto en todas las estructuras sociales, políticas e individuales. Basta ver el derrotero de los personajes que abren la maravillosa secuencia inicial.

Y como es habitual en su poética, la excusa de una representación artística o una performance científica abre una puesta en abismo que ubica el cuerpo torturado de sus protagonistas en la frontera de su desintegración. Ellos intentan descifrar lo que hacen, cómo controlar la energía creativa y enfrentarse a la destructiva. Y en esto no hay diferencia entre un científico y un artista. La cuestión es cuando los aspectos más siniestros de cada actividad salen del entorno represivo y se manifiestan para dislocar un orden aparente.

Las bestias (Rodrigo Sorogoyen)

Estamos en una aldea perdida de Galicia, un microcosmos en el que se enfrentan dos modos de vida. Una pareja francesa se instala en búsqueda de un horizonte, un plan de evasión del mundo capitalista para generar sus propios recursos con su huerta. La negativa a firmar un convenio que permita a una empresa a explotar el territorio, genera en sus vecinos (lugareños desde hace setenta años) la ira y el acoso permanente. Por momentos, la incomodidad se percibe en carne propia y recuerda a algunos clásicos norteamericanos de los setenta con temática similar, en la que un núcleo familiar se ve alterado por la pesadilla de los otros. El estado de violencia que se genera parece encontrar sus razones en una visión naturalista: el medio es el que determina el comportamiento bárbaro de los humanos y no hay escapatoria, sobre todo si fuera de campo se huelen los embates del mercado, llegando incluso a las zonas más inhóspitas. En el fondo, y para evitar un maniqueísmo burdo, todos tienen sus razones. Unos pretenden salvarse temporalmente desde el punto de vista económico porque nunca han tenido nada; los otros eligen una tierra para encontrar un modo de vida diferente.

Sean eternxs (Raúl Perrone)

Me tocó como jurado en la última edición del Bafici (y con enorme satisfacción) premiar a Sean eternxs (2022), a esta altura, un hermoso compendio de razones líricas. No es la poesía forzada ni manipulada en pos de un reconocimiento para quien hace bien los deberes mostrando la pobreza. Perrone habla, vive y siente el cine con pasión y con honestidad. Sus pibes en pantalla son mostrados en función de la belleza que nos pueden dar y no de la miseria que muchos querrían explotar. Hay allí energía viva de rituales colectivos y una voluntad por ubicarlos más allá de cualquier proyecto de homogeneización cultural vampírico. En esto, Perrone vuelve una vez más a Pasolini: esculpe con la cámara. Y además, se hace cargo de una tradición pictórica que elude la pose y se integra a la realidad plástica de las imágenes que crea.  Una maravilla de la habrá que seguir escribiendo.


Ennio, el maestro
 (Giuseppe Tornatore)

Puede que sea un documental dentro de los carriles convencionales de enunciación, pero a quién le puede importar eso si el que habla es Ennio Morricone. Tornatore se basa en el libro En busca de aquel sonidoMi músicami vida, una serie de entrevistas que el maestro sostuvo con su discípulo y confidente, el también compositor Alessandro de Rosa. Además del recorrido cinematográfico impresionante, está la faceta menos conocida de Morricone, que completa su genial espectro como compositor y una vida llena de historias para contar. Placer absoluto.

Náufrago (Martín Farina & Willy Villalobos)

Ahora, ¿de qué va este viaje? ¿Es una sesión de hipnosis? Una voz en off (la de Villalobos) nos habla con el tono propio de un estado de trance mientras las imágenes dan cuenta de un barco que zarpa en medio de una tormenta. La parte visual es alucinante e incluye detalles de sonidos que me remiten a lo que Bergman logró en el inicio de Persona (1966) y que el buen sistema de audio de la sala permite apreciar. En materia discursiva, las palabras van recogiendo fragmentos de la memoria entrecortadamente. Del mismo modo que las olas dejan restos en la orilla del mar, pescamos los signos de esos recuerdos sueltos: Perón, Evita, Isabel, la militancia, los compañeros, las detenciones, la tortura, el exilio Néstor, y el presente en Cabo Polonio, Uruguay. Pareciera que no hay otra forma de exorcizar el dolor que no sea a partir del estado hipnótico. Y del mismo modo que las palabras evitan caer en la cárcel de la transparencia referencial, las imágenes construyen su propio itinerario fotográfico, enlazadas, mancomunadas en el mismo misterio. Son unos sesenta minutos de impacto emocional y de hermoso desconcierto. Si, justamente como se escucha, lo propio se vuelve extraño, ese desdoblamiento de raigambre chamánica logra encontrar una voz posible, capaz de lidiar con los fantasmas del pasado. No parece fácil, como tampoco lo es congeniar con esas tormentas de arena, con las inclemencias climáticas en un refugio casero, de espaldas al mundanal ruido de la llamada civilización. La naturaleza cobija, pero también obliga a devolver.

Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson)

Y si hablamos de intuiciones, hay también en varios planos de Licorice Pizza, de incertidumbre luminosa, una intuición que gobierna los actos antes que la razón.  Son aquellos en los cuales los personajes parecen estar trabajando compulsivamente o corriendo para deshacer alguna herida profunda y oscura. Y en el medio de una historia de indecisiones y postergaciones del beso final, se interponen los objetos de consumo (desde colchones a máquinas de flipper), sustitutos temporarios del deseo. Porque si hay algo que marca a fuego varias películas de Anderson es el modo en que el consumismo determina hábitos y compulsiones. Como Barry en Punch Drunk Love, quien es capaz de ir a una isla lejana por Lena, Gary y Alana, desde la magistral primera escena, buscarán una serie de obstáculos materiales y emocionales para llegar a destino. Y como en El hilo fantasma, una vez establecidas las reglas de juego, lo que resta es jugar, asumiendo los peligros incluidos. Solo que en Licorice Pizza hay una alegría de primera mano ausente en las películas anteriores, más afectadas por cuestiones morales. No obstante, si bien la historia se ajusta erráticamente a la estructura de la comedia romántica. Pero es solo un eslabón de sus muchas desviaciones. Anderson necesita esa estructura para que el espectador se sienta cómodo, para darle un sentido de dirección y orientación narrativa que, progresivamente, dará lugar a las partes antes que al todo. Y esa es su mejor intuición como cineasta: el goce pleno de cada momento antes que el resultado empaquetado.

Esquirlas (Natalia Garayalde)

En Esquirlas (2020), de Natalia Garayalde, lo personal y lo político, pero con una arista novedosa. Un registro que crece paulatinamente con la vida de la directora y que da cuenta de cómo la corrupción y la negligencia política alteran el destino de una comunidad y de una familia. Poderosa, triste y contundente. El campo creativo de Garayalde es abierto y las esquirlas son varias, desde las materiales hasta las afectivas. La clave de la película es la memoria como una operatoria de montaje, y si bien pareciera compartir con tantos otros autorretratos documentales una cierta idea de cine expandido y un sentido emocional a partir del uso de materiales personales, aquí la dimensión política va encontrando su lugar progresivamente, para desnudar las impiadosas formas del poder de la corrupción gubernamental.

Un aspecto notable de la película es la manera en que conjuga las imágenes de video en relación con lo real, sobre todo, después de tantos años de bastardeo mediático. Lo que ofrece Esquirlas es la materialización del siguiente enunciado proferido por Jonas Mekas en su documental Lost, Lost, Lost (1976): “Y yo estaba allí. Yo era la cámara/ojo. Yo era el testigo, y lo grabé todo, y no sé, lo vi y tomé notas con mi cámara.” En efecto, lejos de los imperativos estéticos, la necesidad ética de reorganizar esos diarios fílmicos con la distancia justa le permite a Garayalde encontrar la medida justa para abordar la tragedia sin acudir al juego de las lágrimas, encontrando una dialéctica entre subjetividad y tecnología donde el cuerpo fue y es el principal soporte.

Hallelujah: Leonard Cohen, a Journey, a Song, (Dayna Goldfine y Dan Geller)

En 1984, luego de un proceso de escritura que llevó siete años, Leonard Cohen le regala al mundo un himno: Hallelujah. La canción apareció en el álbum Various Positions y Columbia no quiso distribuirlo en EE.UU. La nefasta imprudencia no impidió que se conociera: Dylan la difundió en sus recitales, John Cale la versionó maravillosamente al piano, Jeff Buckley la martirizó y toda una generación se pegó al coro de un tema que se han apropiado desde bandas sonoras como Shrek hasta cualquier reality show que dé vueltas por el mundo. Todo esto y mucho más cuenta este entretenido y emocionante documental sobre el gran trovador, el hombre de traje, el escritor y el compositor canadiense, uno de los más importantes de la historia de la música. Y por supuesto, el motor es el derrotero de la canción, con múltiples testimonios. Hallelujah es tantas cosas que resulta muy difícil dar cuenta de su complejidad, por ello, las diferentes voces argumentarán que trata sobre los motivos para componer, sobre el poder de la palabra y de la Palabra, sobre el deseo sexual, sobre las diferencias sexuales, pero fundamentalmente acerca de trascender lo dual y buscar la reconciliación. Además, una de las aristas más jugosas de la película es la labor rigurosa por seguir las versiones, con partes y finales diferentes. La conclusión es que estamos ante la perfecta simbiosis entre un texto sagrado y la música pop. Una delicia y un eterno obsequio de Leonard Cohen.

Mandibules, (Quentin Dupleix)

Un par de tipos de gendarmería dicen en un fragmento de la película que el mundo está desquiciado. En esa frase se resume la propuesta de Dupleix, pero se trata de un desquicio productivo, ameno entre tanta sordidez festivalera. Con una estética y un desarrollo que recuerda a películas bizarras de bajo presupuesto de décadas anteriores, los patrones que dan forma a la historia son de índole surrealista, abiertos al azar y a la arbitrariedad como principio constructivo. Dos rufianes simpáticos y amigables son contratados para trasladar un maletín de un punto a otro. Sin embargo, el hallazgo de un moscardón de enormes proporciones altera los planes cuando creen poder domesticarlo para robar un banco. Todo el derrotero es un cúmulo de placeres visuales y fetichistas donde no prima ninguna exigencia explicativa y sí ciertos personajes desopilantes. Probablemente, muchos verán en esta hermosa locura una especie de Tonto y retonto a la europea, pero no debería ser menor la posibilidad de entregarse a la aventura en la que por mucho tiempo recordaremos a una tal Dominique y a una extraordinaria Adèle Exarchopoulos gritando, acusada de comerse un perrito.

El fulgor, de Martín Farina/8 puntos

Las películas de Farina exceden cualquier categorización. El fulgor se presenta como un documental, sin embargo, la transformación alucinante de lo real que opera en su interior hace estallar todo intento de clasificación. Hay un arco observacional, signado por el maravilloso ojo fotográfico del joven director, que va desde una serie de tareas campestres hasta la celebración del carnaval en las calles de Gualeguaychú.   Los dos ámbitos, el paisaje rural y la fiesta son reformulados más allá de sus estereotipos y de las convenciones esperables porque lo que predomina es un culto a las sensaciones, la postulación de una otra realidad, la cinematográfica, en estado puro (como si volviéramos a las vanguardias de la década del veinte). Por un lado, las actividades del campo remiten a un naturalismo que no escatima en buscar belleza en aquellos lugares que muchos rechazarían, por ejemplo, la carne colgando, las achuras desparramadas o los restos consumidos por moscas. Por otro, ámbitos que son despojados de machismo en su significación y que habilitan una mirada diferente a partir de un montaje que fragmenta espacios y cuerpos en una lógica erótica (esa que tan bien ha trabajado Farina en sus películas). Ese erotismo contiene dosis de sensualidad y de misterio y apenas discernimos si lo que vemos es parte del sueño o de la vigilia, territorio de la razón mundana o de las proyecciones del deseo. Película de texturas, una sinfonía de colores y de sonidos, y de una potente originalidad que confirma una vez más la solidez del realizador.

No Bears, (Jafar Panahi)

La vida de Panahi, encerrado en su propio país desde hace años y privado absurdamente de la libertad, es un laberinto kafkiano que no le ha impedido filmar y distribuir clandestinamente sus películas. Como si de la magnífica ironía de Dios se tratase, a juzgar por uno de los poemas más conocidos de Borges, el realizador iraní ha encontrado aún en esta circunstancia un precario sistema de producción para que su condición de artista no cese. Y lo ha hecho con ingenio y valentía, acentuando incluso los espejos entre realidad y ficción, esa marca característica de una cinematografía que supimos conocer tardíamente. El comienzo de No Bears es parte del engaño: una pareja prepara sus pasaportes para salir del país. Cuando estamos sumergidos en la ilusión, se escucha corte. Se trata de un rodaje pautado y manejado remotamente por el propio Panahi con una computadora desde un pueblo fronterizo con Turquía, el lugar donde se encuentran sus actores. Por supuesto, esto es solo la punta del iceberg. A medida que avance la trama, la dimensión dramática de una historia que intenta armarse pese a las dificultades se alterna con los inconvenientes que padece Panahi con los lugareños a raíz de una supuesta foto que tomó y que es crucial para resolver el litigio entre dos familias. Situaciones absurdas y un tono que incluye al humor como posibilidad de resistencia funcionan a la manera de un escudo frente al carácter ridículo de tradiciones que se niegan a cambiar, rituales propios de órdenes autoritarios e historias folklóricas que buscan el control político. De modo tal, que la película construye un arco que va desde la incomodidad hasta la impotencia, expresada magistralmente al final con un gesto que bien puede extrapolarse al presente del director.

Telma, el cine y el soldado (Brenda Taubin)

Hay un principio ético que anima a las películas que produce Salamanca y dirigen jóvenes cineastas, a saber, que el cine es un arte que no debería distanciarse de la gente. Y hay algo más, es también una forma de hacer visible a las personas, sin gritos ni histeria, al margen de debates sobre etiquetas, tradición y otras cuestiones que solo atañen a aquellos que viven y miran desde estructuras de cristal. Por ello, cuando se mira Telma, el cine y el soldado, se respira afecto, respeto y cuidado.

Con estos hilos, Taubin va armando un cuadro de vínculos, testimonios y gags que ofrecen pequeñas historias íntimas, siempre condicionadas con otras más traumáticas, esbozadas con archivos, pero que no interfieren en ese gesto donde prevalece la vida y las ganas de saber qué ha ocurrido con ese muchacho apodado el Tano, a quien buscarán en modo detectivesco. De este modo, se abre un arco de expectativas, siempre sostenido por el registro de la comedia.

UNA MENCIÓN ESPECIAL

La memoria que habitamos (Diego Ercolano)

(Palabras enviadas a su realizador)

Estimado Diego, recién ayer pude ver con tranquilidad La memoria que habitamos. Quería felicitarte especialmente por el trabajo que has llevado a cabo con los chicos y las chicas del Illia (colegio en el que hice la secundaria y del cual guardo hermosos recuerdos) y con todo tu equipo. Entiendo que las funciones que han tenido hasta ahora fueron muy convocantes y me parece la mejor devolución: más allá de las elecciones formales, hay una cuestión de empatía y de solidaridad que traspasa al mismo objeto artístico. Es un gesto noble en un mundillo, el cinéfilo, bastante egoísta y egocéntrico. Estimo que la gente capta y captará muy bien uno de los propósitos fundamentales del documental, el compromiso con la verdad y con la memoria, esa memoria que, como bien dice una de las protagonistas, es como la tinta y no hay que dejar que se diluya. Porque en definitiva, también se dice por ahí, la cuestión no es ser o no militante, sino ser solidario, y Silvia es recordada por sus amistades de ese modo. Las barbaridades que se cometieron en este país en materia de represión jamás deben quedar impunes y tu película es un eslabón importante para las nuevas generaciones. Por ello me ha gustado mucho el contraste epocal, el de los y las estudiantes en el patio abierto jugando, conversando, expresándose, y el de las aulas del pasado, rescatadas con los relatos del presente para habitar la memoria justamente. Párrafo aparte la valentía con la que encararon el episodio en la cárcel. Es común cederles la voz a los verdugos y no interpelarlos. Aquí sucede todo lo contrario. Hay una frase de Orson Welles que dice “Creo que un trabajo es bueno siempre que representa al artista que lo ha creado”. Diego, sin dudas, tu trabajo y tu compromiso te representan. Un abrazo. Guillermo

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