Unas palabras sobre Franz Borzage, el hombre que supo amar.

Pocos directores del período clásico han expresado el amor en el cine como Franz Borzage. Y pocas veces las mujeres han sido dignificadas en una pantalla como en las películas de Borzage. Dignidad que no es idealización. El mundo, más allá de las ventanas, es un lugar horrible, de guerras, totalitarismos, en definitiva, de maldad, brutalidad y amenaza masculina. Sin embargo, lejos de proferir discursos, lo que prevalece es la construcción de un mundo privado, un cuarto propio desde donde resistir, a solas o en comunidad, con amantes perdidamente enamorados más allá de los preceptos de la moral burguesa.  Bad Girl (1931) es una obra maestra al respecto, todo aquello que la industria podía regalarnos antes de la implementación del Código Hays. Sally Eilers andará por allí espantando hombres, para quedarse finalmente con el más perejil.  Hoy hablamos de las relaciones líquidas. En ese entonces, en las películas de Borzage, los cuerpos se sienten con la pasión de la primera o la última vez. Una pasadita por Adiós a las armas (1932) es siempre un placer para comprobarlo.

El romanticismo de Borzage es pasión en todo lo que tiene de ritual litúrgico. Se trata de una forma de exorcismo personal, acaso por algún desengaño amoroso, quién sabe. Su bronca hacia el machismo no implica un grosero trazado de sus protagonistas hombres, galanes, pero siempre infantiles, inmaduros. Diez kilómetros adelante están sus pequeñas heroínas, de miradas profundas, de pocas pero precisas palabras. En Tres camaradas (1938), Margaret Sullavan le chantará Robert Taylor que se comporta como un bebé. Es que para hacer frente al orden patriarcal se debe ser segura y resistente emocionalmente, sin que ello signifique resignar justamente pasión, desborde de amor. En el país del melodrama ya había un rey con Borzage y sus mujeres de ojos grandes (Janet Gaynor, Loretta Young, Margaret Sullavan).

El obsesivo amor por el artificio le llevó a rechazar numerosas propuestas atascadas por los imperativos realistas. De allí que encontrara en los Estudios los colores de su paleta y un sentido de familia que transmitía a sus actores y actrices. Según la biografía de Herve Dumont, Frank Borzage: La vida y las películas de un romántico de Hollywood, era quizá el hombre más querido de todo Hollywood.     

          

Maestro indiscutible, poeta del deseo, pacifista carnal y soñador, ha construido planos cuyos fondos irreales le pertenecen al imaginario de los cuentos de hadas. En Song O’ My Heart (1930), filma la muerte de una mujer con amor, como si preparara el lecho para cobijar a una criatura. La iluminación que inunda una ventana es la prueba irrefutable de que la belleza también es posible con el último suspiro. Sin palabras, Borzage alimenta el pasaje del cuerpo al alma prescindiendo de miles de páginas de filosofía y religión. Es hora de decirlo: antes que tantos, Borzage filmó la muerte como ninguno. Basta ver Liliom (1930)-una versión muy superior a la de Fritz Lang-en el momento crucial en que el inadaptado protagonista deja esta vida para ser conducido a su periplo moral por las altas esferas. De todos modos, como le sucede a Joan Crawford al comienzo de Mannequin (1937),  a veces las escaleras conducen al infierno, y el infierno para Borzage es la guerra, el mal. Hombres de mañana (1934) también refiere a la muerte, pero en todo lo que tiene de absurdo. Hacia el final, una madre afligida llora a su hijo. Tan jodidamente potente es todo que lo absurdo de la existencia muta en un alegato por la paz en apenas unos minutos. En una época donde los escrúpulos aún contaban, el horror queda fuera de campo para devenir en serenidad y amor. De las ventanas para afuera, el mundo; de este lado del cuarto, el cine.

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