Midnight Cowboy y la manía de leer quijotescamente.

Lo sospeché desde un principio: leer el Quijote de Cervantes es un antes y un después. El después es mirar el mundo desde la óptica de una locura creadora, pero también estar preso de una enfermedad incurable. Una imagen, una película, un libro, un programa de televisión, un acto cotidiano, todo parece estar atravesado por el Quijote. No sé qué medico existe para esto. Soy consciente del peligro que esto conlleva, pero no deja de tener su costado alegre y divertido, siempre que se pueda discernir quiénes son los verdaderos soñadores y los villanos, que en la novela están bien definidos.

Me pasó la otra noche al revisar Midnight Cowboy (1969) de John Schleisinger. Don Quijote y Sancho personifican un amplio espectro de nociones abstractas, es decir, conceptos que describen un determinado tipo de comportamiento que, principalmente, se resume en ir contra el sentido común o las creencias de la mayoría. Desde este punto de vista, el Caballero de la Triste Figura se me hizo pariente de golpe a este aventurero soñador texano que va a New York metido en una fantasía que chocará contra el tren de la realidad, esa realidad para la cual no tiene lugar.

Los inolvidables créditos de apertura transcurren mientras se escucha a Harry Nilsson cantar Everybody’s Talkin. Todos hablan, no sé qué dicen es parte de la letra y configura una burbuja protectora que separa a Joe Buck de una rutina de gente que automáticamente aparece imbuida en relatos de consumo y dinero en la ciudad que nunca duerme. Un poco más adelante, cuando Joe conozca a Rico Rizzo, tendremos la principal consecuencia de la era capitalista, la exclusión desvergonzada de aquellos que no se suben al tren de esa vida. Los ecos de mi cabeza, continúa la canción, y allí nos preguntamos algo clave en la novela de Cervantes, ¿idealismo o locura?, ¿quién determina cuál es el límite entre uno y otra? La gente mira, tiene sombra en sus ojos, porque en el mundo del siglo XX no hay tiempo para detenerse, es tiempo de productividad, meritocracia, obligaciones. Como mucho, alguno se detendrá si se cruza un tipo rubio vestido de cowboy. Voy donde el clima encaje con mi ropa, porque si hay un aspecto central en la conformación de una identidad literaria o cinematográfica es la apariencia, la vestimenta, el primer signo que habilita la fantasía, la distinción y los sueños.

Termina la canción y me cago a pedos por tantas cosas forzadas, pero es tan contagioso el Quijote que no hay caso. Si el Caballero de los Leones se ha convertido  en una parte integral del inconsciente colectivo en diferentes comunidades del mundo, no puedo soltar la asociación con el deseo quijotesco de Joe y su traslado a Nueva York en busca de aventuras, para terminar trabajando como gigoló, asistir (como Alonso Quijano en el siglo XVII) al fin de las certezas para ir despojándose cruda y progresivamente del mundo que imaginó en su monomanía. Es el crepúsculo inevitable, el fin de una época. Los caballeros no se dan cuenta hasta que alguien, un espejo de sí mismos, les robe el traje. Sancho se quijotizará en la novela hasta llorar de rodillas para que la narración no se acabe; Rico Rizzo es el personaje timador, picaresco, bañado en pragmatismo, que Schlesinger nos regala con todo su mundo, es decir, con todo lo que hay que hacer para sobrevivir en un esquema donde ser tísico y manguero merece el peor de los castigos por parte de los que mueven la aguja del dinero.

Como en el Quijote de Cervantes, hay una progresiva pérdida de la inocencia. La muerte llega cuando se abandona la ropa y ya no hay más personajes, ya no hay más ficción posible. En la novela, la pluma habla; en la película, un fundido a negro, posterior a los créditos finales, es letal. Schlesinger, como Cervantes, capta la  derrota inherente a los dos protagonistas desde una mirada doliente, visceral, alejada de la mitología cinematográfica y recorriendo los bordes de la ciudad gigante. La única redención posible es la alianza entre las duplas, tanto en la novela como en la película, una amistad sostenida en el contrapunto y el desconsuelo. La monomanía de un hidalgo disfrazado ridículamente de un personaje literario anacrónico y la de un vaquero soñador en una inhóspita tierra son dos caras de una misma moneda, un orden idealizado que se estampará contra molinos y rascacielos. Con sus cambios de humores, olores y climas, esta versión de Norteamérica le hubiera encantado a Cervantes (y también a Quevedo) para destriparla sin piedad.

Por lo pronto, me fui a dormir. En vez de contar ovejitas, empecé a enumerar todas las películas que podría analizar bajo la óptica del Quijote. En el título doscientos y pico me dormí finalmente.

elcursodelcine

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