Oppenheimer, de Christopher Nolan, 2023.

Generalmente, este tipo de estrenos-ya favorecidos por todo el impacto mediático publicitario y económico-suele encontrar más difusión gracias a la puja de extremos enceguecidos. Lo cierto es que Oppenheimer de Christopher Nolan no es ni una opereta ni una obra maestra, en todo caso, una película efectiva. Si hay algo que discutir es esa idea de efectividad y en qué contexto se da.

El dulce de Nolan es su dispositivo narrativo, un hábil montaje cuyo resultado es un vendaval verbal (sobre todo verbal) de tres horas, una eficiente maniobra de distracción para pasar el rato a medida que se teje una trama político/histórica de secretos, atrocidades, conspiraciones, pero también triunfos. Nada hay que pueda escapar a la lógica narrativa hegemónica del conflicto central que EE.UU instituyó en el cine. En este sentido, Robert Oppenheimer en andas, vitoreado por sus colegas en reconocimiento del éxito científico no es una imagen que difiera de la de Rocky Balboa en un contexto pugilístico. Ambos son modelos de personajes inmersos en ficciones donde lo único que importa es sortear obstáculos para lograr un objetivo. Por ello, quien se tome demasiado en serio el rigor documental de la película (como alguna vez ocurrió con JFK de Oliver Stone y Argentina 1985 de Santiago Mitre) se encontrará en una especie de callejón sin salida ya que no hallará más que versiones acomodaticias a las posiciones de enunciación ideológica. Oppenheimer, más allá de que quiera disimularlo con los matices que interpreta magistralmente Cillian Murphy con sus miradas a lo Hamlet o Macbeth, es una película a la americana. La seducción no pasa necesariamente por el estatuto de las imágenes ni por su contenido. En una de las escenas extraviadas en medio del carrusel audiovisual de alto impacto en la retina, a Oppenheimer le muestran los horrores que provocaron las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Nolan lo muestra en pose de compungido, impresionado como el resto del auditorio, agachando la cabeza. Por supuesto, jamás veremos la pantalla. Hubo un tiempo en que los cineastas elegían ese contraplano, pero el cine era otra cosa y las imágenes también. Hoy la empatía se construye de modo cada vez más obsceno en función del relato, aún para con personajes ambiguos.

Hay varias entradas posibles a la película menos críptica y más didáctica de Nolan. Una arista es el retrato de un obsesivo, un camino que parece prometedor al comienzo y se diluye progresivamente. La posibilidad de explorar la mente de un tipo que es la encarnación de un pensamiento que no cesa, y que vive la realidad como un sonámbulo, es oro en polvo rápidamente desechado en tanto y en cuanto el imperativo del manual de historia asoma y con ello, todas las obviedades que se esperan: la creación de la bomba, el mapa geopolítico, la amenaza nazi, la Segunda Guerra Mundial, la intervención norteamericana, etc. No obstante, el método expositivo de Nolan confía en la fragmentación espacio/temporal como modo de persuasión, sobre todo para escenificar la lucha entre Oppenheimer y el villano de esta versión, Lewis Strauss (Robert Downey Jr.). Ambos constituyen las fuerzas contrarias tan útiles a este tipo de narración donde los roles están bien delimitados: si hay un héroe, está la contracara. Y eso supera cualquier otra voluntad. Nolan es tan hábil en ese sentido como torpe para filmar un beso o para arruinar una escena subrayando lo que debe quedar implícito.

Más allá de que la película incluye ciertos cuestionamientos a la doble moral yanqui, siempre dentro de los esquemas que el sistema permite, siempre prevalece el papel que cada uno representa. Sí, sí: Harry Truman es tan desagradable como se puede imaginar, los políticos son gente fría y sin escrúpulos a la hora de planificar un bombardeo, pero podemos verla cien veces y la impresión final sobre Robert Oppenheimer (y más áun, a pesar del plano con que cierra) será la misma según la lógica que propone Nolan: libre de toda culpa y pecado (más allá de sus cavilaciones) y víctima de la persecución ideológica. O en todo caso, un hombre atravesado por las circunstancias, como si esa frase justificara absolutamente todo en el mundo. Más vale perderse entonces en la maraña ficticia, en el teatro de máscaras, en el armado propio de la narración de enigma, en esos momentos de potencia cinematográfica, antes que en la ingenua creencia de que nuestro héroe nunca tomó verdadera dimensión de lo que había creado. Solo en este sentido funciona una película cuya recreación de los hechos está a la altura del discurso de Rocky cuando vence a Iván Drago en la Unión Soviética. Oppenheimer es una película efectiva (¿para despertar conciencia en tiempos de guerra?) o para internarse en el relato (¿y olvidar que el cine alguna vez necesitó imágenes justas para dar cuenta de la Historia?). Acaso un debate tan arbitrario en el presente como pasar del blanco y negro al color en la pantalla.

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