Homenaje personal a William Friedkin

Tengo un amigo al que conozco de la primaria. Quienes lo conocemos bien lo apodamos el monje maldito pues alrededor de él se tejen las más extrañas historias que se hayan oído. Algunas pequeñas anécdotas relatadas por gente cercana y confiable lo confirman. Hay quienes lo vieron sentado solo en una plaza haciendo solfeo o los que escucharon en alguna oportunidad la famosa frase “Ladrillo nuevo nunca quema” (estuvimos años para decodificarla y aún hoy no la entendemos). En fin, nuestro amigo es entrañable porque es así, impredecible, gracioso, enigmático.

De todas esas perlas, recuerdo una especialmente e involucra a El exorcista de William Friedkin. Como recordarán, estuvo prohibida en Argentina y se emitió en Mar del Plata, a pesar de las amenazas clericales, una noche de martes o miércoles por un canal local de aire. Bueno, la cuestión es que nos juntamos unos cuantos en la casa de de una compañera a disfrutar y padecer esta obra maestra del terror, si es que esa categoría es pertinente para dar cuenta de su fuerza arrolladora. Creo que estábamos en segundo año del secundario. Más allá de que nos queríamos llevar el mundo por delante, no reparamos en dos cosas muy importantes: que la película nos provocaría un cagazo de la puta madre y que, además, el monje estaba entre nosotros. Personalmente, creo que los acontecimientos acaecidos luego de esa reunión se relacionan con el aura turbia que envuelve a mi amigo. Lo cierto es que cuando terminó la película, todos sonrieron cancheros cuando en realidad nadie se animaba esa noche a irse solo a su casa. Yo no tuve mejor idea que ir a la morada del monje, cuya naturaleza bien podría asociarse a los ominosos interiores de los relatos de Cortázar o a la siniestra perplejidad que asoma en la literatura de Silvina Ocampo. Tomamos un taxi y allí las cosas se pusieron extrañas. Cuando llegamos a destino, le pagamos al chofer. El tipo apenas se dio vuelta. Recuerdo particularmente su enorme y arrugada nariz, pero lo que nos petrificó fue su temblorosa mano con un billete que apenas pude agarrar. Nunca olvidé esa mano. ¿Fue sugestión o la presencia de mi enigmático amigo?

Ojalá todo hubiera concluido allí. Pero faltaba aún un par de sucesos tenebrosos. Entrar a la morada del monje era una aventura. Se trataba de un PH cuyo pasillo contenía una enorme y ancha entrada. Si ingresabas de día, podías escuchar al loco Enrique, un eximio cantante de tangos y vecino, que mientras hacía sus necesidades, (des)entonaba terribles canciones. Por la noche, la cosa mutaba, ya que el silencio y la oscuridad anticipaban la atmósfera de terror que inspiraba el departamento del monje. Cuando entrabas, si tenías suerte, te encontrabas con sus padres y por aquel entonces único hermano,  gente muy agradable y servicial. Si no, estabas perdido.

Nunca olvidaré esa noche, la noche de El exorcista. No pegué un ojo y además no me dejaron. El monje tenía otro ser diabólico: un gato. Un gato con la locura del dueño. Un gato molesto que, entre otras cosas, atacaba por detrás u orinaba donde quería (en cierta oportunidad, el monje fue a pileta y cuando abrió el bolso, estaba el nefasto animal). Esa noche, el desgraciado arañó las puertas de la habitación. Cada ruido era un trueno para mi mente sugestionada y no contento con eso se metió a la cama. De un grito tiré todo lo que tenía y nunca olvidaré que, al inclinarme, vi el rostro del monje con sus ojos encendidos.

¿Sugestión? ¿Maldición?. Por lo pronto, nunca supe a quién echarle la culpa de todo esto, si a mi mente frágil, si al monje o a la picadura cinéfila de Friedkin, con una película que me persiguió toda la vida.

elcursodelcine

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