Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, de Bernardo Bertolucci, 1964)

La revolución en la cama

La década del sesenta se pone picante en el cine italiano. Momento de parricidios, herencias y suicidios. La calentura política se traslada a la pantalla y todos parecen tener algo que decir. El Partido Comunista es un hermoso hervidero que alberga nombres a quienes se reciben con los brazos abiertos, aunque no faltará mucho para que los expulsen de variadas formas. De esta generación es Bernardo Bertolucci, un cineasta que, a la par de otros realizadores, escriben progresivamente el acta de defunción del neorrealismo e incursionan en películas herméticas, ensayos crípticos, despreocupados por una idea de público masivo. La concesión se abre hacia la dispersión de estilos y miradas que inician su camino abrazadas por el clamor ideológico/partidista. Pero claro, lo propio del plan es que falle, y siempre hay algo más interesante, insondable, que se abre en el interior de una película más allá de sus motivaciones éticas y es ese misterio el que salva al cine.

Antes de la revolución (Prima della rivoluzione), de Bernardo Bertolucci, aparece en 1964, un año después de que Fellini rompiera todo en pedazos con Ocho y medio y muchos espectadores quisieran romper las salas de cine o cagar a palos a los administradores de las mismas. Nadie entendió nada, y sobre ese desconcierto se fundó gran parte de la modernidad. Así se vivían las cosas en la década del sesenta, así se vivía en una sala cinematográfica. Ese fue el contexto de los nuevos realizadores. Bertolucci da cuenta de una intensidad de lecturas y referencias cruzadas: marxismo y psicoanálisis, Orson Welles y Max Ophüls, Platón, Sartre y Borges. El combo simula ser inalcanzable, pero es la temperatura desbocada de la época. El cine de Bertolucci se erige desde diversos paradigmas, pero eso no lo hace necesariamente un cine de conceptos. Ya se advierte en Antes de la revolución una fuerza y un tono que alcanzarán en futuros proyectos un límite permeable hacia la locura de personajes inolvidables. Del mismo modo, da lugar a una dialéctica entre el acontecimiento político y el acto privado. En esos intersticios se juega gran parte de sus historias, sobre todo en los modos en que el sexo interviene. En otras palabras, afuera puede haber una revolución, pero como dice la canción de los Oasis “So I start a revolution from my bed”.

Bertolucci dirige a los 22 años este drama político sobre un joven que pretende comulgar con el comunismo mientras mantiene un vínculo incestuoso con su tía. Algo ocurre afuera, pero la tensión erótica y la dinámica intrafamiliar ocupan gradualmente el foco del relato. Como se sabe, el título está sacado de una frase de Charles Maurice de Talleyrand: “Quien no ha vivido antes de la Revolución no conoce la dulzura de la vida”. No obstante, es un disparador irónico en muchos sentidos, o más bien un gesto de perplejidad frente a cómo hacerse cargo de los hechos del presente mientras la vida privada se consume en derroteros reprimidos o en giros eternos sobre la lógica de lo mismo. Fabrizio camina, Fabrizio busca, y en ese movimiento que no cesa se funda una angustia, un deseo contenido que la cámara persigue para sumarse (desencuadrando incluso) a esa incomodidad. Su contrapunto es Gina, la tía que llega de Milán, estática en un modo de vida burgués que se le presenta como un laberinto. Solo la posibilidad del encuentro sexual (maravillosamente anticipado y trabajado por Bertolucci) desatará momentáneamente los nudos de sus existencias embarradas. Sobre el anhelo de que algo acontezca, sobre esa sensación, se construye la película, ambientada un año antes del primer gobierno de centroizquierda. Y sobre la expectativa del deseo de Fabrizio, acaso para constatar que todo siempre se muere en el plano del deseo, sea en la  política como en el sexo, o cuando el cine quiere hacer el amor con la revolución.

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