Michael Gambon, una presencia insomne.

Puede que muchos recuerden El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989) de Peter Greenaway por sus perfectos encuadres simétricos, por su ostentación pictórica, por su dejo de pedantería. Puede, también, que se recuerden sus imágenes barrocas, escatológicas, frías, aquellas que despabilaron la indignación de varias reseñas críticas y provocaron fugas masivas en las salas. Puede, incluso, que pasemos horas leyendo acerca del modo en que Greenaway conjuga estilos artísticos, reniega del cine testimonial británico de sus colegas (Loach, Frears, Leigh) y evoquemos los escándalos, las polémicas y los debates académicos en relación a la corrección estética. No obstante, pese a todo, prefiero aferrarme al efecto residual de una película a la que solo pude rever por partes porque nunca más soporté la brutalidad y la tiranía materializadas en la figura del ladrón. Quiero decir que, más allá de su carácter diletante, de la hermosa gelidez de Helen Mirren, de los decorados, de la puesta en escena, de la fotografía de Vierny, de la hipnótica música de Nyman, la pesadilla de varias noches de insomnio se la debo al histrionismo de un malvado gigante: Michael Gambon.

El actor, recientemente fallecido, le pone el cuerpo a Albert Spica, el sádico dueño de un restaurante. Todo en él es repugnante. La máxima del villano para Greenaway-a diferencia de Hitchcock-no admite seducción ni ambigüedad porque su tiranía y su perversión son expresiones de la fuerza bruta, producto de un componente irracional. Gambon parece conjugar en su interpretación a las almas más viles del infierno de Dante, revolcándose en los círculos inferiores de ese espacio que maneja despóticamente. Porque no solo de palabras vive sino de pasiones viles expresadas en gestos, en una permanente puesta en escena que siempre abre un interrogante: ¿cuánto peor se puede ser? De allí la constante incomodidad de ver su cuerpo en pantalla. Spica es la bestialidad personificada. Los instintos violentos y el afán por la comida representan su pasión, son las entrañas de sus desbordes. Por ende, su mujer será rebajada a la demanda netamente sexual y al objeto de su frustración por ser macho inútil, infértil. Necesita a una banda de obsecuentes que acompañan su mesa replicando el espejo invertido de La última cena, por momentos, más cercana a una escena de los hermanos Marx. Todos los compinches parecen completar una versión de hombría cuya ostentación es tan artificial como la puesta en escena de la misma película, presa en todo momento de un cálculo asfixiante.

La genialidad de Michael Gambon consiste no en interpretar un rol, sino en activar una bomba corporal. Todo lo que hace despierta repugnancia. Es una hipérbole de lo ínfimo disfrazada de etiqueta, la decadencia irrefrenable de un estado de la cultura contemporánea que no puede más que colapsar, al igual que la estructura misma del restaurant. Greenaway jamás creyó en la idea del realismo para el cine y eso lo llevó a encriptarse progresivamente en películas que se espantan de cualquier lazo referencial transparente. Por ello, sus personajes suelen ser formas adaptadas a las ideas de un creador que se sabe (cree) superior. Este carácter maníaco ha provocado muchos tropezones, pero, acaso, una presencia insomne, al límite de lo soportable, pero de una potencia revulsiva: el Albert Spica que compone Michael Gambon.

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