Sobre la ganadora en Cannes. Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023)

La palabra en el cine cuando no da vida, mata. Las imágenes se vuelven redundantes, explicadas, forman parte de un decorado que funciona como marco de un registro verbal imperante. Con el paso del tiempo, pocos recordarán esas películas que no sólo están atravesadas por la actualidad, sino que no dejan más que dos o tres momentos discursivos intensos pero ningún fotograma memorable. En la última edición del cada vez más políticamente correcto Festival de Cannes, Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023) se llevó el premio mayor otorgado por el jurado, el que no obtuvo Hojas de otoño (Aki Kaurismaki, 2023). La primera se sostiene a partir de la palabra y su cáscara genérica de litigio judicial construye su estatua argumentativa y respetable; la otra, en cambio, es del orden de la poesía y el habla aparece en su justa medida como un eslabón más de una cadena de significantes líricos.

Justine Triet va al hueso del problema. Su principal virtud es obviar el lastre de un pasado que asomará progresivamente a lo largo de la historia, mayormente escenificada en el proceso judicial. Es decir, la caída es abrupta en varios sentidos. Uno de ellos es fáctico y se produce con el aparente suicidio de un hombre; otro es la agonía de un vínculo de amor. Después habrá otras caídas existenciales. El hombre en cuestión se llama Samuel Maleski quien vive en una apartada cabaña en medio de los Alpes franceses con su mujer, Sandra, escritora, obsesionada con su trabajo y cuyas decisiones no se emparientan con las exigencias de una vida conyugal convencional. Ambos tienen un hijo cuya visión disminuida fue producto de un accidente, determinante para activar la culpa en el padre. Pocos minutos transcurren para dar lugar a la fatalidad y muchos estarán dedicados a ese teatro de máscaras llamado juicio. Como hay una larga tradición en torno a esto, la directora aporta algunos nuevos ingredientes que mucho hablan de la época que transitamos, por ejemplo, la invasión a la intimidad, utilizada como supuesto indicio relevante y que termina exponiendo los aspectos más crudos de la convivencia como carne para caníbales. Ya nada parece escapar a la mirada inquisitorial de los otros, independientemente de la verdad por develar. Este acaso sea el lado más siniestro de la cuestión.

También hay que destacar algunos momentos de legítima intensidad dramática dispersos en la abundancia verbal. En el transcurso de un desgarramiento constante, la película desnuda la vulnerabilidad de los integrantes del núcleo familiar y las partes que involucran al hijo son tan crudas como impactantes. Pero en términos generales, el esquema dramático repite una estructura que hemos visto infinidad de veces. El largo proceso es una sumatoria de padecimientos con fiscales villanos, abogados apacibles y testigos empantanados. Y lejos de generar una ambigüedad o de sostener la duda acerca de la posible culpabilidad de Sandra, la película se sostiene desde su punto de vista como una necesidad moral de acompañarla en su derrotero, lo cual vuelve todo más predecible y chato.

Un artefacto verbal de más de dos horas, una calculada disposición de palabras, son suficientes en los tiempos que corren para conferir seriedad y prestigio en festivales cada vez más conservadores.

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