Un recuerdo de Iotar Iosseliani: Y la luz se hizo (1989)

Hace unos días se fue de este mundo el director georgiano Iotar Iosseliani. De bajo perfil, más conocido en los circuitos de festivales, desarrolló gran parte de su filmografía jugando una desigual partida de ajedrez contra la censura soviética hasta que pudo residir en Francia y completar una obra mordaz, inteligente, que siempre se valió del humor, el absurdo y la poesía como dignos pilares para no ceder ante el conformismo. Hay un largo camino por (re) descubrir en el cine de Iosseliani, Pero hoy prefiero recordar una película entrañable. Se llama Y la luz se hizo (1989) y fue filmada en Senegal. Se trata de una perla que, si bien incluye varias de las obsesiones temáticas y formales del legendario realizador, es de una singular belleza, no exenta de un extrañamiento capaz de sacudir genuinamente la curiosidad.

Dos líneas argumentales son las que confluyen. Por un lado, la observación del modo de vida comunitario en una idílica aldea africana. La palabra observación convoca inmediatamente a la ilusión de lo real, al documental. Y si bien es cierto que por momentos nos interrogamos acerca de lo que estamos viendo, no habrá forma de aferrarse al contrato de verosimilitud que el género exige, sobre todo porque quienes se desenvuelven en ese marco natural de la selva pronto se convertirán en entrañables criaturas de ficción. Iosseliani modela una forma cinematográfica en clave de comedia y les otorga a sus personajes un rol sin que por ello pierdan la gracia natural. En este combo de rituales, a un hombre le restituyen la cabeza cortada y la vida, una mujer abandona a su esposo porque solo come y duerme, los cocodrilos funcionan como botes y los jóvenes buscan matrimonios que se frustran. Bajo la frazada del registro etnográfico, Iosseliani, inteligente y sagaz, nos devuelve un mundo donde Epicuro hubiera sido feliz. Una curiosa y ocasional serie de intertítulos opera como sostén dialógico, no obstante, la expresividad del habla de los nativos y el poder de síntesis logrado a través del montaje nos permiten armar una trama. Y dentro de ese proceso sintético, un viaje final mostrado en tres planos es de lo mejor que se haya filmado para dar cuenta del desarraigo y de la pérdida de un hogar.

Pero mientras esto sucede, paralelamente y desde el comienzo, la amenaza se erige a partir de la presencia de los taladores de árboles, parte de una empresa manejada por los blancos que envían sus camiones (los otros personajes dramáticos) para correr a los aldeanos hasta el éxodo final. Lo curioso y absolutamente original es el gesto de una película que dibuja conciencia sobre los peligros de extinción pero que jamás desmerece la potencia del cine como herramienta expresiva. Basta ver esos pasajes dignos del terreno de la poesía, con la comunidad despidiendo al sol de cada día o bailando bajo una lluvia torrencial previamente invocada a los ídolos.

La cámara de Iosseliani no es ni intrusiva ni molesta. Tampoco busca la pose. Apenas unos leves movimientos para conferirle a cada escena un carácter coreográfico a los objetos y las personas que integran los encuadres. Se trata, más allá del tema, de sumergirnos en el inmediato placer de lo que miramos, poner la atención y la sensibilidad en tramos de la realidad que son fugaces y entender modos de vida comunitarios que, más allá de la particularidades, no nos son ajenos en tanto y en cuanto la lógica capitalista/comunista exacerbada pone en riesgo a cualquier grupo humano. Por eso (y por mucho más),  Iosseliani es un humanista que no grita sino que dibuja, pinta y escribe con sus planos.

elcursodelcine

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