Más extraño que la ficción. Sobre algunos documentales notables.

Cuerpo de letra de Julián d´Angiolillo,    Argentina, 2015.

La capacidad de observación que había demostrado Julián d´Angiolillo en Hacerme feriante regresa con creces en este nuevo documental. Su ojo/cámara sigue la ilusión del Aleph de Borges, esto es, tener un conocimiento absoluto del universo que retrata. Diversas posiciones de cámara y de ángulos, variedad de planos, el ubicarse desde todas las perspectivas posibles, marcan el tipo de registro que ofrece el director para sacarle el máximo jugo visual a la realidad que elige recortar, en este caso, un grupo de jóvenes dedicados a pintar propaganda política en las zonas aledañas a las autopistas. Hay un horizonte cronológico de llegada, las elecciones del domingo, sin embargo, la mirada  otorga una atemporalidad a ese espacio absorbido desde todos los puntos posibles. Por momentos, ciertas secuencias, sonorizadas magistralmente, dan cuenta de una especie de infierno urbano moderno que, lejos de observarse con desprecio, facilita la posibilidad del extrañamiento.

Los afiches y grafitis que pueblan las paredes marcan el contexto eleccionario, no obstante, la preocupación pasa por mostrar los bordes de la situación, dar cuerpo a quienes son parte (como si fueran hormigas) de la maquinaria que sostiene el aparato político durante noches que parecen eternas entre rituales propios. En este registro desde lo cotidiano, también hay una búsqueda a partir de la voluntad por conferirle a la cámara y a sus diversas lentes la cualidad de transformar la realidad. En este sentido, lo cotidiano es un objeto de percepción y un camino por donde recorrer secretos y misteriosos pasadizos. En ese afán por mostrar está implícita la misma imposibilidad de registrar todo y entonces lo que resta es asumir la mirada enrarecida como un impulso vital para transformar la realidad en una experiencia de tinte metafísico.

En la voluntad por no interferir se corren riesgos. Los primeros minutos son difíciles en torno a la escucha (un efecto similar al de Pizza, Birra, Faso). La dicción de los personajes y los ruidos de la autopista dificultan el entendimiento. De todos modos, es un signo pasajero hasta que se entra en ese siniestro mundo nocturno. Hay un pasaje maravilloso hacia la mitad que resume el método d´Angiolillo . Se trata de una exploración fragmentada de todos los resquicios por donde se mueven activamente los pintores y que cierra con un hermoso plano general. Es un momento musicalizado, excepcional, de una delicadeza capaz de poner a este documental en otro terreno, el del discurso poético.

          Dead Ears Linas Mikuta, Lituania, 2016  

         

Estamos acostumbrados a hablar del aislamiento en las grandes ciudades, con lugares comunes y variadas metáforas. Que el crecimiento demográfico, que la alienación, que la proliferación tecnológica, son algunos de los aullidos proferidos dentro del quejoso universo verbal en el que permanecemos. Y de vez en cuando, la nobleza del género documental nos sacude, nos despabila para extender la mirada más allá del ombligo urbano capitalino.

Dead Ears nos lleva bien lejos, más allá de lo que entendemos por civilización, a un distante campo de Europa del Este. Allí pasan los días (que no es lo mismo que vivir) un padre viudo, curtido por la monotonía, y su sordo hijo adulto. La lucha que soportan es doble. La actividad agrícola que sostienen ya no cuadra dentro de los parámetros del mundo moderno y la relación entre ellos es dura, sobre todo a partir del modo en que el anciano trata a su hijo. De hecho, la expresión “dead ears” es la que utiliza para agredirlo cuando intenta que trabaje.

En este sentido, la película podría verse como una exploración de un entorno afectivo. La cámara de Mikuta observa y parece no juzgar. Su acercamiento desde diversos ángulos es respetuoso y el interés, en todo caso, simula ser el de tantos documentales actuales, esa necesidad de captar la realidad y reformularla pictóricamente, aun en los territorios más inhóspitos y arduos. De este modo, el sacrificio de una cabra (fuera de campo) puede dar lugar a un hallazgo de absoluta naturaleza lírica: un río de sangre con ranas croando. Es solo uno de los centros neurálgicos en los que el poder transformador  de la cámara nos advierte que puede hacerse poesía aun en la crudeza y entonces, como diría Charly García, “las cosas ya no son como las ves”.

No obstante, este film en particular instaura una justa reivindicación desde el plano visual: mientras se escucha la voz del padre con sus quejas y agresiones, nunca se pierde de vista la presencia del hijo. El encuadre captura los gestos y los movimientos de la víctima, como una forma de acompañar ese aislamiento (y no otro), el de sentirse incomprendido, solo, frente a la barbarie humana. Se trata de un gesto ético que no es menor y que le confiere a la enunciación un peso ideológico que excede el mero regodeo estético. “Es tan duro para mí” dice el padre y en esa sentencia deberíamos comprender su tormento cotidiano. Al mismo tiempo, vemos imágenes de animales (¿una homologación encubierta?). Si la queja ante el oído del realizador va por un carril y se materializa como un reclamo al mundo, hay un mecanismo de defensa de la cámara que hace justicia al cuerpo del hijo, mostrándolo, ante la imposibilidad de hablar, de defenderse.

Hay una hermosa secuencia al respecto donde la mirada de Mikuta toma una distancia prudencial para observar un juego del hijo interactuando con la naturaleza, en sus intentos por subir a un árbol. Parece ser uno de esos momentos  que todo documentalista sabe que no puede ni debe perder, ya sea por intuición o por la belleza inherente al acto en sí apresado por la lente. Todo el dinamismo lúdico de esa secuencia, una vitalidad que solo pueden permitirse quienes no viven en la cárcel del tiempo ni son heridos por las obligaciones pautadas, contrasta con un plano en el que vemos al padre, parado frente a cámara, estático, en su casa. La música que instala ambigüedad y enrarece el ambiente. Pero también se posiciona en el lugar de los otros, fundamentalmente, del más débil.

Una última observación que no es más que la confirmación de otra virtud. Dead Ears dura 42 minutos y es la medida justa. Dice lo que tiene que decir y mostrar en ese lapso de tiempo. No es un dato menor en un contexto donde las posibilidades de filmar en la era digital han propiciado un nuevo modo de entender las clásicas nociones de montaje y de edición, de manera tal que se agregan minutos de filmación como si se guardaran cantidades siderales de fotos en una PC. Frente a este fenómeno incontrolable, Mikuta regala el arte de la más maravillosa síntesis. Y además, poesía.

   El teatro de la desaparición de Adrián Villar Rojas, Argentina, 2017.

Esta película parece un ovni en medio de tanta convención y, pese a que se apoya pura y exclusivamente en la observación como registro, transmite una mezcla de fascinación y extrañamiento. Se trata de un tríptico cuyo hilo en común es presentar situaciones de tensión, de confrontación en distintos rincones del planeta. La mirada es abarcadora y puede pasar de un ángulo microscópico donde insectos pugnan por alimento hasta situaciones donde los seres humanos se mueven entre máquinas, objetos y paisajes diversos, siempre mostrados con curiosidad y nunca con soberbia.  La  primera parte transcurre en una zona desmilitarizada entre las dos Coreas y lo llamativo es la capacidad para transferir desde la pantalla una experiencia inusual que bordea el surrealismo. La segunda es netamente experimental y se da en Marruecos a través de manos manipulando arcilla. Los efectos de aceleramiento y ralentización evaden la ligazón referencial y coloca la situación en otro orden. Por último, asistimos a diferentes ubicaciones enlazadas como si fueran un único espacio, con rituales gastronómicos  y otros trabajos colectivos. Sin embargo, nada es lo que parece. La virtud de Rojas es transformarlo en otra cosa, como si fuera una obra de teatro propia de la estética de lo absurdo, donde los actores pueden ser un pájaro posado en medio de una sandía cortada o mujeres preparando la comida en algún recoveco de Asia. Allí estará el ojo de la cámara para manipularlos.

No todo es vigilia de Hermes Paralluelo, España, 2014.

Felisa y Antonio son dos ancianos a los que sigue el director, primero en un hospital y luego en su casa. El acercamiento es respetuoso, nunca intimidante, desarrollado con encuadres prolijos y con una cámara que apenas se mueve buscando la posición ideal. La primera parte de la película se extiende demasiado a partir de un registro observacional y planos fijos tomados desde diversos ángulos. Seguimos los exámenes que le hacen a Antonio y la inquietud de Felisa, siempre a su lado. Hay escasos diálogos y algunos relatos que surgen de los personajes pero que son interrumpidos por los médicos, como si se tratara de un contrapunto dialéctico. El resto es una constante enunciación formal cuyo fundamento es el estatismo y la sucesión de planos que marcan un tiempo interno similar al de los personajes en la etapa de la vida que les toca.

A los cuarenta minutos, aproximadamente, una imagen exterior con un campo nevado quiebra el encierro y pasamos a una especie de segundo acto en la casa de la pareja. Paralluelo continúa con la tenue iluminación y los impecables encuadres pero comienza a explotar dramáticamente la potencialidad humana de los ancianos en la pantalla. Para ello, inserta breves dosis de diálogos y movimientos que provocan humor y sana gracia. Hay un momento que escenifica la idea del tiempo, más allá del trabajo formal: Antonio toma el teléfono y llama a alguien para arreglar un artefacto; habla supuestamente  con un interlocutor un rato hasta que su mujer le pregunta qué le dijo, y él responde que ha dejado un mensaje en el contestador. El chiste funciona y es gráfico a la vez sobre lo que representa el tiempo para ellos. El andar cansino de sus pasos será respetado siempre con la lentitud de la cámara que los sigue. Y la luz (con un uso muy influenciado por Pedro Costa) es sacrificada para resguardar la intimidad y crear ese ambiente que tantas veces hemos visto en las casas de nuestros abuelos.

Si en el hospital no veíamos la química entre la pareja, en este segmento es evidente. El final es una delicia. Tal vez, la descompensación entre estas dos partes haga que disminuya el resultado, pero vale la pena pasar por la experiencia de Felisa y Antonio.

elcursodelcine

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