Bafici 2022. Algunas reseñas más

Fanny camina, de Alfredo Arias e Ignacio Masllorens

Una actriz icónica, Fanny Navarro, es la excusa para una película que no elige necesariamente la crónica histórica como modo de relato. Su campo de trabajo, fotografiado en un distinguido blanco y negro, se destaca por lo técnico, pero no logra disimular un lastre teatral, producto de dramatizaciones antes que actuaciones, y un manejo arbitrario de los materiales estéticos utilizados. La historia atraviesa el camino que Navarro recorrió durante el primer gobierno de Perón, su identificación política, la relación con Eva Duarte y el romance con su hermano Juan, entre otras referencias, hasta sufrir la persecución de los militares. Pero el foco se deposita en la superposición de tiempos, como si los directores evocaran a un fantasma para que dé testimonio del pasado y, al mismo tiempo, interpele el presente. Entonces veremos a la actriz caminando por unas calles de Buenos Aires que podrían ser las de ayer, las de hoy y las del futuro. El otro inconveniente que surge es que la apelación a la alegoría de los tiempos que corren mata al personaje, muy rico en matices y que tal vez merecía un acercamiento más profundo, y no ser una mera excusa para la queja habitual, escondida en metáforas ampulosas. El resultado es una propuesta inflada proveniente del teatro que utiliza al cine “para”.

Ítalo disco, el destellante sonido de los años 80, de Alessandro Melazzini

Puede que la película, a pesar de su corta duración, suene reiterativa en la recurrencia testimonial y sobre la base de un montaje cuya alternancia no sale de los lugares comunes. Sin embargo, no deja de ser un objeto curioso que se sostiene con la pasión de quienes hablan y recuerdan lo que significó esta movida musical para Italia. Entre ellos hay un sociólogo, un tipo serio al que uno está tentado a tomarlo en broma, fundamentalmente por los argumentos académicos que utiliza para referirse a este fenómeno. Es la aparente cuota de seriedad en un torbellino de imágenes y sonidos, no exentos de sensualidad, pero que están ahí nomás de las fronteras del kitsch. Es cierto, uno no debería desconsiderar que más allá de la moda, el ritmo, los efectos con sintetizadores y la música bailable, hay una estética, pero también es cierto que en Italia funcionó como un poderoso divertimento y un camino a la frivolidad reinante que incluiría a otras capas de la sociedad hacia la década del 80 en adelante. No obstante, la película cumple con dos objetivos básicos de esta clase de documentales: que sean entretenidos y que uno se anime a dar unos pasos, pese a todo.

Le Prince, de Lisa Bierwith

La sensación que provoca la protagonista llamada Monica, una mujer soltera de cuarenta y pico de años y curadora de una galería de arte en Frankfurt, es la de un malestar. Su vida parece estar estancada a mitad del camino. Inmediatamente, el guión introduce un desvío, de esos que alteran azarosamente el destino. Y sobre ese eslabón fortuito aparece en su vida Joseph,  un joven proveniente del Congo, a quien conoce en medio de una redada. Dos o tres momentos marcarán la imposibilidad de la relación (uno de los aspectos inteligentes de la película es que la directora no recurre a discursos trillados para marcarla, sino que se vale de imágenes). Su primer encuentro se da cuando él la arroja contra unos tachos de basura para esconderse de la policía. En otra oportunidad cogen en el piso de una cocina. Nada idílico para sostener un vínculo, sobre todo cuando nace maldito, porque las partes involucradas pertenecen a universos que parecen irreconciliables: el de una mujer alemana que vive en una zona de confort  y un sospechoso (y estigmatizado) vendedor de diamantes, sin papeles y condenado al fracaso dentro de un horizonte eurocentrista. De allí la tristeza de las imágenes apagadas, los colores pálidos y un registro realista sin concesiones para narrar una historia romántica a los golpes que simula ser interminable, pero que da cuenta de los problemas para cruzar fronteras (Lisa Bierwith fue colaboradora en Western, de Valeska Grisebach, otra gran película sobre territorios encontrados.)

L’etat et Moi, de Max Linz

Hay veces que el humor paródico divide las aguas entre quienes congenian o no con su propuesta. En este caso, Linz no escatima el trazo grueso para dar cuenta del sistema jurídico y político a propósito de los festejos conmemorativos de los 150 años de relaciones entre Francia y Alemania en Berlín. Como si se tratara de un personaje kafkiano, el protagonista es un joven indocumentado (un turista al que estigmatizan inmediatamente desde una ventana) que arrestan por atentar contra el orden burocrático/estatal. Con esa premisa la película trabaja una estética y un tono propio del absurdo que recuerda a ciertas zonas de la filmografía de Roy Andersson. La libertad y el margen de imprevisibilidad de las situaciones, dos signos que bien podrían considerarse tesoros para la comedia anárquica, derivan en viajes en el tiempo, reminiscencias a la gloriosa etapa del cine mudo con diversas paletas cromáticas y una mirada que no desdeña la reflexión crítica. No obstante, en el mismo desarrollo se advierte un agotamiento de la fórmula y una frialdad con la que cuesta empatizar.

Zurita y los asistentes, de Jael Valdivia

Hace unos cuantos años me había llamado la atención la contratapa de un diario argentino que mostraba la cara cortada de un poeta chileno. Su nombre: Raúl Zurita. La herida en su cuerpo era como un verso, una forma de protestar contra los olvidos de una sociedad en relación a los crímenes de la dictadura pinochetista. Hace unos días, me entero de la existencia de Zurita gracias al documental de Valdivia, un registro que da cuenta de su actividad en los últimos cinco años, aquejado por Parkinson desde la década del noventa, pero incansable en su voluntad por hacerse oír desde lugares nada convencionales. Con él hay una banda llamada Los asistentes, que también tiene su propia historia. Uno de los ejes más estimulantes de la película es de qué modo funciona el ensamble poesía/música, sobre todo por la química entre Zurita y el grupo. No hay momento donde no contemplen su estado físico, su ánimo y jamás ocultan su admiración. De modo tal, que mientras transcurre el tiempo (entre recitales y bambalinas) vemos una transformación, la del escritor enojado con el mundo convertido también en un gran frontman. La conjunción entre ambos lenguajes no parece ser una casualidad, sino el resultado de una búsqueda permanente del poeta por trascender las fronteras propias del papel. Que en este caso la elección sea el rock, habla de la necesidad (aún en el siglo XXI) de transgredir o de patear el tablero de las correcciones políticas.

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